– No lo sé. Creo que me quedaré en casa y descansaré. O puede que haga algunas compras.

Le habría gustado salir de compras con una amiga, pero no lo había hecho en muchos años. Ya no tenía tiempo para cultivar amistades; Jack monopolizaba sus ratos libres y la mantenía constantemente ocupada. Las únicas personas que trataba socialmente, como los McCutchins, estaban relacionadas de un modo u otro con el trabajo.

– ¿Por qué no coges el avión y te vas a pasar el día a Nueva York? Podrás hacer compras allí. Te gustará.

Maddy pensó en la sugerencia y asintió.

– Sería divertido. Además, hay una exposición en el Whitney que me gustaría ver. Quizá pueda hacerme de un momento para visitarla. ¿De veras no te importa que me lleve el avión?

Era una vida de ensueño, y ella nunca lo olvidaba. Jack le proporcionaba lujos y oportunidades que jamás habría creído posibles cuando vivía en Knoxville. Eso le recordó lo que le había dicho la noche anterior: que de no ser por él, no tendría una profesión. Era doloroso oírselo decir, pero no podía negarlo. Todas las cosas buenas que le habían sucedido se las debía a Jack; estaba convencida de ello.

Antes de marcharse, él llamó al piloto y le dijo que esperara a Madeleine a eso de las diez y que solicitara permiso para volar hasta La Guardia y regresar a Washington por la tarde.

– Que te diviertas -dijo con una sonrisa antes de salir, y ella le dio las gracias.

Maddy comprendió una vez más que, aunque Jack la obligaba a hacer pequeños sacrificios, le daba muchas cosas a cambio. Era difícil enfadarse con él.

Llegó al aeropuerto a las diez y cuarto, con el pelo primorosamente recogido y vestida con un traje de pantalón de lino blanco. El piloto la estaba esperando, y media hora después despegaron con rumbo a Nueva York. Aterrizaron en La Guardia a las once y media, y a mediodía Maddy estaba en la ciudad. Fue a Bergdorf Goodman y a Saks, y luego caminó por Madison Avenue, deteniéndose en sus tiendas favoritas. Se saltó el almuerzo y llegó al museo Whitney a las tres y media. Era una vida de película, y ella la amaba, Jack la llevaba a Los Ángeles, Nueva Orleans, San Francisco, Miami, y de vez en cuando también a pasar un fin de semana en Las Vegas. Sabía que estaba consentida, pero se sentía agradecida por ello. Nunca olvidaba las múltiples ventajas de su vida con Jack, ni la profesión que él le había dado. Y era consciente de que él había dicho la verdad: que todo lo que había conseguido se lo debía al hecho de ser la mujer de Jack Hunter. Estaba convencida de que sin él no era nadie. Esa convicción le confería una extraña humildad que los demás consideraban cándida y encantadora. No daba nada por sentado y no se sentía importante; él único importante era él. Jack la había persuadido de que todas sus conquistas eran obra suya.

Regresó a La Guardia a las cinco, obtuvieron permiso para despegar a las seis, y llegó a su casa de la calle R a las siete y media. Había sido un día perfecto, y se había divertido. Había comprado un par de trajes de pantalón, trajes de baño y un fabuloso sombrero, de manera que estaba de excelente humor cuando entró con sus trofeos y encontró a Jack sentado en el sofá con una copa de vino en la mano, viendo las noticias de las siete y media. Otra vez transmitían noticias de Irak, y Jack parecía absorto en ellas.

– Hola, cariño -dijo ella con naturalidad.

La animosidad de la semana anterior había desaparecido la noche pasada, y ella se sentía más animada. Se alegraba de ver a Jack, que se giró con una sonrisa en la primera pausa publicitaria.

– ¿Qué tal te ha ido, Mad? -preguntó mientras se servía otra copa de vino.

– Muy bien. Compré muchas cosas y fui al Whitney. ¿Y a ti?

El papel de asesor de imagen del presidente resultaba emocionante para Jack, y ella lo sabía.

– Estupendo. Creo que controlamos la situación. -Parecía encantado, como si se sintiera muy importante. Y lo era. No se le escapaba a nadie que lo conociese, y mucho menos a Maddy.

– ¿Puedes contarme algo al respecto, o es todo altamente confidencial?

– Casi todo. -Ella se enteraría de lo que pasaba por las noticias de la tele. Lo que nunca sabría, ni ella ni nadie, era la realidad, la versión original y sin adulterar de los hechos-. ¿Qué vamos a cenar? -preguntó mientras apagaba el televisor.

– Si quieres, prepararé algo -dijo Maddy dejando los paquetes. A pesar de haber pasado el día de compras, seguía impecable y preciosa-. O puedo encargar la cena por teléfono.

– ¿Por qué no salimos? He estado encerrado todo el día con un montón de hombres. Sería agradable ver a gente de verdad. -Levantó el auricular e hizo una reserva para las nueve en Citronelle, el restaurante más de moda en Washington en esos momentos-. Ve a ponerte algo bonito.

– Sí, señor. -Maddy sonrió y subió al dormitorio con todas las compras.

Regresó una hora después, bañada, peinada, perfumada y vestida con un sencillo vestido de noche negro y sandalias de tacón alto. Llevaba pendientes de diamantes y un collar de perlas. De vez en cuando Jack le compraba cosas bonitas que a ella le sentaban de maravilla. Los pendientes de diamantes y el anillo de compromiso, con su piedra de ocho kilates, eran sus posesiones favoritas. Como admitía a menudo ante Jack, no estaba mal para una jovencita que había vivido en un parque de caravanas de Chattanooga y, cuando él quería provocarla, le decía que provenía de la «escoria blanca sureña». A Maddy no le hacía demasiada gracia, pero era cierto. No podía negarlo, a pesar de haber llegado tan lejos. Era evidente que él pensaba que llamarla así era gracioso, aunque al oír esas palabras Maddy siempre se sobresaltaba ante la imagen que evocaban.

– Estás bastante bien -dijo él a modo de cumplido, y ella sonrió.

Le encantaba salir con Jack, ser suya y dejar que el mundo entero lo viera. La emoción de haberse casado con él nunca se había desvanecido, ni siquiera ahora que era una estrella por derecho propio. Era tan famosa como él. Jack era el magnate que trabajaba entre bambalinas, el hombre a quien el presidente pedía consejo, pero ella era la mujer que otras mujeres y jóvenes habrían deseado ser y la cara con la que soñaban muchos hombres. Era una presencia constante en las salas de la gente, una voz en la cual confiaban, la mujer que les decía la verdad sobre asuntos difíciles, como había hecho con relación a Janet McCutchins y a centenares de otras mujeres. Maddy tenía una gran integridad, y eso se notaba. Y esa integridad estaba dentro de un paquete sumamente atractivo. Como Greg le recordaba a menudo, era «espectacular». Y ese era el aspecto que tenía ahora, mientras se marchaban a cenar a un restaurante.

Jack condujo el coche, cosa poco habitual, y en el trayecto hablaron de Nueva York. Era obvio que él no podía decir nada acerca de sus reuniones. Una vez en el Citronelle, el maître los condujo a una mesa muy visible. Muchas cabezas se volvieron; la gente los reconoció y comentó lo hermosa que era Maddy. Las mujeres también miraban a Jack, que era un hombre apuesto con una sonrisa fascinante, unos ojos a los que no se les escapaba nada y un sorprendente carisma. Rezumaba éxito y poder, dos atributos muy importantes en Washington. Docenas de personas -políticos e incluso un asesor personal del presidente- se detuvieron junto a la mesa para charlar con ellos. A cada rato alguien se acercaba con aire vacilante y le pedía un autógrafo a Maddy, que firmaba con una sonrisa afectuosa y cambiaba unas palabras con su admirador de turno…

– ¿No te hartas de eso, Mad? -preguntó Jack mientras le servía otra copa de vino.

El camarero lo había dejado enfriándose en un cubo junto a la mesa. Era un Château Cheval Blanc del 59; Jack era un experto en vinos, y este era excepcional.

– La verdad es que no. Es agradable que me reconozcan y que les interese lo suficiente pedirme un autógrafo. -Siempre respondía con amabilidad, y la gente que se le acercaba se marchaba con la impresión de que había hecho una nueva amiga. En persona, caía aún mejor que en televisión. Jack, por el contrario, intimidaba a todo el mundo y era mucho menos afable.

Se marcharon del restaurante cerca de medianoche y al día siguiente, domingo, fueron en avión a pasar el día a Virginia. Jack no quería perder un solo minuto que pudiese pasar allí. Montó a caballo durante un rato, y luego almorzaron a la intemperie. Era un día caluroso, y Jack predijo que sería un verano estupendo.

– ¿Iremos a alguna parte? -preguntó Maddy en el viaje de regreso.

Sabía que él detestaba hacer planes, que le gustaba decidirse a último momento y sorprenderla. Contrataría a un sustituto para los informativos y luego se llevaría a Maddy de vacaciones. Pero ella prefería prepararse con suficiente antelación. Sin embargo, no podía decir que necesitara más tiempo. No tenían hijos y él era su jefe, de manera que cuando Jack decidía que debían marcharse, no tenía excusa para negarse. Siempre estaba libre para ir con él.

– Todavía no he decidido lo que haremos este verano -respondió con vaguedad. Nunca le preguntaba adónde quería ir, pero siempre elegía sitios que acababan fascinándola. Con Jack, la vida estaba llena de sorpresas. ¿Y quién era ella para quejarse? Sin él no habría podido visitar esos lugares-. Supongo que iremos a Europa.

Maddy sabía que esa sería la única advertencia que recibiría, y quizá la única que necesitaba.

– Avísame cuándo debo hacer las maletas -bromeó, como si no tuviese nada que hacer y pudiese dejarlo todo en un instante. Pero a veces eso era exactamente lo que él esperaba de ella.

– Lo haré -respondió, y sacó unos papeles del maletín. Era una señal de que no tenía nada más que decir sobre el particular.

Durante el resto del trayecto, Maddy leyó un libro que le había recomendado la primera dama, una obra sobre delitos y violencia contra las mujeres llena de deprimentes pero interesantes estadísticas.

– ¿Qué es eso? -preguntó Jack señalando el libro cuando aterrizaron en el National.

– Me lo ha dejado Phyllis. Trata de las agresiones contra las mujeres.

– ¿Como cuál? ¿Cortarles las tarjetas de crédito? -dijo Jack con una sonrisa, y los ojos de Maddy se llenaron de tristeza. Detestaba que se burlara de temas que eran importantes para ella-. No te entusiasmes demasiado con esa comisión, Mad. Te servirá para dar una buena imagen, y por eso te sugerí que te sumaras al grupo, pero no te pases. No es preciso que te conviertas en una defensora a ultranza de las mujeres maltratadas.

– Me gusta lo que hacen y sus objetivos. Es un asunto que me preocupa de verdad, y tú lo sabes -dijo en voz baja pero cargada de emoción mientras recorrían la pista después del aterrizaje.

– Yo solo sé como eres. Tienes tendencia a obsesionarte. El propósito de tu participación es mejorar tu imagen, Mad, no convertirte en Juana de Arco. Mantén la objetividad. Mucho de lo que se dice sobre las mujeres maltratadas es una auténtica tontería.

– ¿Como qué? -preguntó, y un escalofrío le recorrió la espalda mientras especulaba sobre el sentido de las palabras de su mando.

– Toda esa basura sobre las violaciones en citas y el acoso sexual, por ejemplo; y probablemente más de la mitad de las mujeres golpeadas o asesinadas por sus maridos se merece lo que les pasa -respondió con total convicción y mirándola a los ojos.

– ¿Hablas en serio? No puedo creerlo. ¿Y qué me dices de mi? ¿Crees que merecía lo que me hacía Bobby Joe? ¿De verdad piensas eso?

– Tu ex marido era un gallito de medio pelo y un borracho, y solo Dios sabe lo que le dirías para provocarlo. Mucha gente pelea, Mad; algunos se dan unos cuantos empujones, otros salen heridos, pero eso no justifica una cruzada, y desde luego no se trata de una emergencia nacional. Créeme, si se lo preguntas en privado, estoy segura de que Phyllis te confesará que está en la comisión por los mismos motivos por los que yo deseaba que participases tú. Porque queda bien.

Maddy se sintió asqueada.

– No puedo creer lo que oigo -dijo en un murmullo-. La madre de Phyllis fue maltratada por su marido durante todos los años que estuvieron casados, y ella creció en medio de esa violencia. Igual que yo y que muchas personas, Jack. En algunos casos, las palizas no son suficientes: hay hombres que necesitan matar a sus mujeres para demostrar lo poderosos que son y lo poco que valen ellas. ¿Cómo te suena eso? ¿Te parece una pelea normal? ¿Cuándo fue la última vez que empujaste a una mujer por las escaleras, o que la golpeaste con una silla, o que la marcaste con una plancha caliente, o que le arrojaste lejía a los ojos, o que la quemaste con colillas de cigarrillo? ¿Tienes idea de cuánto sufren esas mujeres?

– Exageras, Mad. Esos casos son la excepción y no la regla. Es verdad que hay muchos locos en el mundo, pero esos tipos también matan hombres. Nadie ha dicho que el mundo no esté lleno de chalados.