– Los dos únicos amigos que tengo insisten en que lo abandone. Dicen que de lo contrario me destruirá.
– Es muy posible. De hecho, casi seguro. Ni siquiera necesita hacerlo personalmente. Con el tiempo, usted lo hará por el. -Era una perspectiva aterradora-. O se marchitará por dentro. Lo que sus amigos sugieren no es inconcebible. ¿Ama lo suficiente a su marido para correr ese riesgo?
– No lo creo… No quiero hacerlo… Pero tengo miedo de dejarlo y después… -reprimió un sollozo- echarlo de menos. Vivimos muy bien. Me gusta estar con él.
– ¿Cómo la hace sentir cuando están juntos?
– Importante. Bueno… no… no es verdad. Hace que me sienta tonta y afortunada por estar con él.
– ¿Y es usted tonta?
– No. -Maddy rió-. Solo con los hombres de los que me enamoro.
– ¿Hay algún otro hombre en estos momentos?
– No… Bueno, no tengo ningún amante. Bill Alexander es un buen amigo… Le conté todo lo que pasaba el día que usted habló ante la comisión.
– ¿Y qué opina él?
– Que debería hacer las maletas lo antes posible y marcharme antes de que Jack me haga algo horrible.
– Ya lo ha hecho, Maddy. ¿Y qué me dice de Bill? ¿Está enamorada de él?
– No lo creo. Solo somos buenos amigos.
– ¿Su marido lo sabe? -La doctora parecía preocupada.
– No… no lo sabe -respondió con cara de inquietud.
Flowers la miró largamente.
– Ha de recorrer un largo camino para ponerse a salvo, Maddy. E incluso cuando lo haya conseguido, a veces deseará volver atrás. Echará de menos a su marido y las cosas que él le hace sentir. No recordará los malos momentos; solo los buenos. Los hombres que maltratan son muy listos: el veneno que dan es tremendamente potente. Hace que las mujeres deseen más, porque los buenos momentos son fabulosos. Pero los malos son horribles. En cierto modo, es como dejar las drogas, el tabaco o cualquier clase de adicción. Los malos tratos, por terribles que parezcan, crean dependencia.
– Le creo. Estoy tan acostumbrada a Jack que no imagino la vida sin él. Aunque a veces lo único que quiero es huir y ocultarme en algún sitio donde no pueda tocarme.
– Lo que debe hacer, y sé que le parecerá difícil, es armarse de valor para que él no pueda tocarla donde quiera que esté, porque usted se lo impedirá. Ha de salir de usted, porque nadie puede protegerla del todo. Los amigos pueden ocultarla, mantenerlo a distancia, pero siempre cabe la posibilidad de que usted vuelva con él para recibir otra dosis de la droga que le da. Pero es una droga peligrosa, tanto o más que cualquier otra. ¿Se siente lo bastante fuerte para abandonarla?
Maddy asintió con aire pensativo. Eso era lo que necesitaba. Estaba segura. Lo único que necesitaba ahora era coraje.
– Si usted me ayuda… -respondió con lágrimas en los ojos.
– Lo haré. Podría llevar un tiempo; tendrá que tener paciencia consigo misma. Cuando esté preparada, dejará a su marido. Sabrá cuándo ha llegado el momento, cuándo ha tenido suficiente y se siente lo bastante fuerte para dar el paso. Entretanto tendrá que hacer todo lo posible para mantenerse a salvo e impedir que él siga haciéndole daño. Él adivinará lo que pasa, ¿sabe? Los hombres que maltratan a las mujeres son como animales salvajes: tienen los sentidos muy aguzados. Lo que debemos hacer es desarrollar los suyos. Pero si él intuye que su presa se está alejando, tratará de acorralarla, asustándola, volviéndola loca, haciéndole perder la esperanza. La convencerá de que no hay salida, de que usted no será nada sin él. Y una parte de usted le creerá. Pero el resto sabe que no es así. Aférrese a esa idea como pueda. Lo que la salvará será eso: la parte de usted que no desea ser maltratada ni herida ni rebajada. Escuche a esa voz, y haga oídos sordos a la otra.
Ni por un instante había dudado que Jack fuese un hombre violento. Lo que había oído la había convencido de ello, y ahora podía ver en los ojos de Maddy cuánto la habían herido. Pero aún podía recuperarse, salvarse; tenía muchas cosas de su parte, y la doctora Flowers sabía que tarde o temprano encontraría el camino. Pero cuando estuviese preparada; no antes. Si no hallaba la salida sola, no le serviría de nada.
– ¿Cuánto tiempo cree que tardaremos en conseguir lo que dice? -preguntó Maddy con preocupación.
Bill Alexander le había pedido que dejase a Jack el mismo día que ella le había contado lo que pasaba. Pero aún no podía hacerlo.
– Es difícil hacer cálculos o predicciones. Lo sabrá cuando esté preparada. Podría tardar días, meses o años. Depende de lo asustada que esté y de hasta qué punto está deseando creer en su marido. Le hará muchas promesas, la amenazará, intentará cualquier cosa para retenerla, igual que un traficante que ofrece una droga. En estos momentos, la droga que usted desea es el maltrato. Y cuando trate de dejarla, él se asustará y se volverá más violento.
– Suena fatal -dijo Maddy. Le avergonzaba pensar que era una adicta a los malos tratos, pero era verdad. La teoría parecía lógica y le tocaba una fibra sensible.
– No se avergüence de lo que le pasa. Muchas hemos estado en la misma situación, aunque solo las valientes lo admiten. A otras personas les resulta difícil entender que ame a un hombre que le hace esas cosas. Pero todo se remonta a un pasado muy lejano, a lo que le hicieron creer en su infancia. Al decirle que era inútil, mala e indigna de amor, imprimieron en su subconsciente un poderoso mensaje negativo. Lo que debemos hacer ahora es llenarla de luz y convencerla de que es una persona maravillosa. Y le garantizo una cosa: en cuanto se haya liberado, además de encontrar otro empleo se verá rodeada de hombres buenos y sanos, hombres que se acercarán cuando descubran que la puerta está abierta. Aunque nada de esto le importará hasta que usted lo crea.
Maddy rió ante esa perspectiva atractiva y reconfortante. Ya se sentía mejor. Confiaba plenamente en la capacidad de la doctora Flowers para sacarla del lío en que se encontraba. Y le agradecía que se mostrase dispuesta a ayudarla. Maddy sabía que la psicóloga estaba muy ocupada.
– Quiero que vuelva dentro de unos días para contarme cómo se siente. Para hablarme de usted y de él. Y le daré un número de teléfono donde podrá encontrarme día y noche. Si ocurre algo que la inquiete, si se siente en peligro, o incluso si se siente mal, llámeme. Llevo el móvil conmigo a todas partes.
La doctora era como una línea de ayuda permanente para mujeres maltratadas. Al enterarse, Maddy se sintió aliviada y agradecida.
– Quiero que sepa que no está sola, Maddy. Hay mucha gente dispuesta a ayudarla. Y solo tiene que dar este paso si lo desea.
– Lo deseo -respondió en un murmullo, con menos convicción de la que habrían esperado aquellos que la apoyaban. Pero como de costumbre, era sincera-. Por eso he venido así. Lo que pasa es que no sé cómo hacerlo. No sé cómo librarme de Jack. Una parte de mí cree que no podría vivir sin él.
– Eso es precisamente lo que él quiere que piense. Si lo necesita, podrá hacer lo que desee con usted. En una pareja sana, ninguno de los miembros toma decisiones por el otro, ni le oculta información, ni lo llama «escoria», ni le dice que no será nada si lo abandona. Eso es una forma de maltrato, Maddy. Su marido no necesita arrojarle lejía en la cara ni pegarle con una plancha caliente para maltratarla. No es preciso. Le hace suficiente daño con la boca y la mente, sin necesidad de usar las manos. Son métodos muy eficaces.
Maddy asintió en silencio.
Media hora después se marchó del consultorio y regresó al trabajo. Al entrar en el edificio, no vio a la joven de larga melena negra que estaba otra vez junto a la puerta, mirándola. Y seguía allí a las ocho, esta vez en la acera de enfrente, cuando Maddy subió al coche para volver a casa. Pero Maddy no la vio. Cuando Jack salió unos minutos después y detuvo un taxi, la joven se ocultó para que no la reconociese. Ya se habían dicho todo lo que necesitaban decirse, y la chica sabía que no conseguiría nada de él.
Capítulo12
Al día siguiente, mientras Maddy y Brad preparaban un reportaje sobre el Comité de Ética del Senado, sonó el teléfono. Maddy levantó el auricular, pero su interlocutor se limitó a escuchar sin decir nada. Por un instante, Maddy se asustó, temiendo quo fuese otro acosador o algún loco, pero luego volvió al trabajo y se olvidó del asunto.
Esa noche, en casa, ocurrió lo mismo. Maddy se lo contó a Jack, pero él no le dio importancia y dijo que sería alguien que se había equivocado de número. Bromeó con que Maddy tenía miedo de su propia sombra solo porque un loco la había estado siguiendo. Dada la popularidad de Maddy, a él no le sorprendía que hubiesen intentado atacarla. A casi todas las celebridades les pasaba lo mismo.
– Son gajes del oficio, Mad -dijo con calma-. Tú lees las noticias. Deberías saberlo.
Aunque la situación entre ellos había mejorado un poco, Maddy seguía resentida porque él no le había advertido que la estaban siguiendo. Jack había dicho que ella tenía cosas más importantes en que pensar, y que la seguridad de los profesionales de la cadena era responsabilidad de él. Sin embargo, ella seguía pensando que debía haberla puesto sobre aviso.
El lunes la llamó la secretaria privada de la primera dama para cambiar la fecha de la siguiente reunión. La primera dama debía acompañar al presidente a una cena de gala en Buckingham Palace y quería postergar la reunión para un momento que fuese conveniente para Maddy y los otros once miembros de la comisión. Maddy estaba distraída, revisando su agenda, cuando una joven entró en su despacho. Tenía una lacia melena negra y vestía tejanos y camiseta blanca, con un aspecto pulcro e impecable, a pesar de sus prendas baratas, la joven parecía muy nerviosa. Maddy alzó la vista y se preguntó quién sería y qué querría. No la había visto antes y supuso que la enviarían de otro departamento de la cadena, o que simplemente era una admiradora, en busca de un autógrafo. Maddy observó que no llevaba tarjeta de identificación y que sostenía un cesto con donuts. ¿Habría usado esa estratagema para entrar en el edificio?
– No quiero nada, gracias. -Le sonrió, despidiéndola con un ademán, pero la chica no se movió. Entonces Maddy se asustó. ¿Y si era otra chalada? Quizá estuviera loca y llevara una pistola o un cuchillo. Ahora sabía que todo era posible y pensó en pulsar la alarma que estaba debajo del escritorio, pero no lo hizo. Cubrió el auricular con la mano y preguntó-: ¿Qué quieres?
– Necesito hablar con usted -respondió la joven.
Maddy la miró con desconfianza. Había algo en aquella chica que la ponía nerviosa.
– ¿Te importaría esperar fuera? -dijo con firmeza.
La joven salió de mala gana. Maddy dio tres fechas posibles para la reunión a la secretaria de Phyllis Armstrong y esta prometió volver a llamar. En cuanto hubo colgado, Maddy habló por el intercomunicador con la recepcionista del vestíbulo de la planta.
– Hay una jovencita esperándome. No sé qué quiere. ¿Podría preguntárselo y llamarme?
Quizá fuese una de esas pesadas que persiguen a los famosos, o simplemente una admiradora que quería un autógrafo, pero a Maddy le molestaba la facilidad con que había conseguido entrar. Teniendo en cuenta lo que le había sucedido recientemente, era irritante.
Unos segundos después sonó el intercomunicador y Maddy respondió de inmediato.
– Dice que necesita hablar con usted de un asunto personal.
– ¿Como cuál? ¿Quiere matarme? Si no le dice de qué se trata, no la recibiré. -Pero mientras pronunciaba esas palabras alzó la vista y vio que la joven estaba en la puerta de su despacho, con cara de determinación-. Mira, aquí no hacemos las cosas de esta manera. No sé qué quieres, pero deberías habérselo explicado a la secretaria antes de entrar. -Lo dijo con firmeza y aparente serenidad, rozando con un dedo el botón de la alarma mientras el corazón le latía con fuerza-. ¿A qué has venido?
– Solo quiero hablar un momento con usted -respondió la chica.
Maddy notó que estaba a punto de echarse a llorar y que los donuts habían desaparecido.
– No sé si puedo ayudarte -respondió Maddy con un titubeo, y de repente se preguntó si la visita tendría algo que ver con alguno de sus reportajes o con la Comisión sobre la Violencia contra las Mujeres. Tal vez, la joven esperase más comprensión de ella-. ¿De qué se trata? -preguntó, ablandándose un poco.
– De usted -respondió la chica con un hilo de voz.
Maddy la miró mejor y vio que le temblaban las manos.
– ¿Qué tienes que decir sobre mí? -pregunté con cautela. ¿Qué diablos pretendía esa chica? Pero al mirarla experimentó una extraña sensación.
– Creo que usted es mi madre -dijo la joven en un murmullo para que nadie más pudiese oírla.
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