Maddy dio un respingo, como si la hubiesen abofeteado.
– ¿Qué? ¿De qué hablas? -Su cara había empalidecido y sus manos, que seguían junto al botón de la alarma, comenzaron a temblar. Por un instante temió que la chica estuviese loca-. Yo no tengo hijos.
– ¿Nunca tuvo uno? -Los labios de la joven temblaban y sus ojos comenzaban a llenarse de decepción. Llevaba tres años buscando a su madre e intuía que estaba ante un nuevo callejón sin salida. Ya había encontrado varios-. ¿Nunca dio a luz a una niña? Me llamo Elizabeth Turner, tengo diecinueve años, nací un 15 de mayo en Gatlinburg, Tennessee. Creo que mi madre era de Chattanooga. He hablado con mucha gente y lo único que sé es que ella tenía quince años cuando yo nací. Me parece que se llamaba Madeleine Beaumont, pero no estoy segura. Una de las personas con las que hablé me dijo que me parezco mucho a ella.
Maddy la miraba con incredulidad, pero apartó lentamente la mano del botón de la alarma y la puso sobre la mesa.
– ¿Qué te hace pensar que yo soy esa persona? -preguntó con tono inexpresivo.
– No lo sé. Sé que usted procede de Tennessee. Lo leí en una entrevista. Se llama Maddy, y yo… no sé… pensé que me parecía un poco a usted. Sé que parece una locura. -Por sus mejillas resbalaban lágrimas causadas por la tensión del encuentro y el miedo a otra decepción-. Tal vez simplemente quería que usted fuese mi madre. La he visto muchas veces por la tele y me cae bien.
Se hizo un largo y agobiante silencio mientras Maddy se preguntaba qué hacer. Sus ojos no se apartaron de los de la joven, y mientras la miraba tuvo la sensación de que en su interior caían lentamente los muros con que había rodeado lugares que no había visitado en muchos años y sentimientos que no deseaba volver a experimentar. Habría preferido no vivir esa situación, pero la estaba viviendo y no podía hacer nada al respecto. Aunque podía ponerle fin. Podía decirle a la joven que no era la Madeleine Beaumont que buscaba, que aunque su apellido de soltera era Beaumont, Tennessee estaba lleno de personas con ese nombre. Podía decirle que jamás había pisado Gatlinburg, que lamentaba lo que le pasaba y le deseaba suerte. Podía decirle todo lo necesario para librarse de ella y no verla nunca más, pero mientras la contemplaba supo que no podía hacerle algo así.
Se levantó y cerró la puerta del despacho. Permaneció de pie mirando a la joven que decía ser la hija que había entregarlo en adopción a los quince años y que no esperaba volver a ver. La niña por la que había llorado durante años y en quien ya no se permitía pensar. La niña de la que nunca había hablado a Jack. Él solo estaba al tanto de sus abortos.
– ¿Como sabes que eres quien dices ser? -preguntó Maddy con voz ronca, cargada de tristeza, miedo y el doloroso recuerdo del trance de renunciar a una hija.
No había visto a la niña después del parto y solo la había cogido en brazos una vez. Pero esa joven podía ser cualquiera: la hija de una enfermera del hospital o de una vecina que deseaba chantajearla y sacarle dinero. Muy pocas personas conocían lo sucedido, y Maddy se alegraba de que nunca la hubieran traicionado. Esa perspectiva la había mantenido en ascuas durante años.
– Tengo mi partida de nacimiento -respondió la joven, sacando del bolso un papel doblado y ajado.
Se lo entregó junto con una fotografía de bebé, que Maddy observó con muda angustia. Era la misma foto que le habían dado a ella: había sido tomada en el hospital y mostraba a una recién nacida de carita roja envuelta en una mantilla rosa. Maddy la había llevado en la cartera durante años, pero al final la había tirado por temor a que Jack la encontrase. Bobby Joe lo sabía, pero nunca se había preocupado por aquel asunto. Muchas de sus amigas habían quedado embarazadas y entregado a sus hijos en adopción. Algunas habían tenido hijos siendo aún más jóvenes que Maddy. Pero en los años subsiguientes, ese incidente se había convertido en el mayor secreto de Maddy.
– Esta criatura podría ser cualquiera -dijo Maddy con frialdad-. O podrían haberte dado la foto en el hospital. No prueba nada.
– Si usted cree que existe alguna posibilidad de que sea hija suya, podríamos hacernos análisis de sangre -propuso la joven con sensatez.
Maddy se conmovió. La chica había demostrado valor, y ella no estaba facilitándole las cosas. Sin embargo, esa joven podía destrozarle la vida, obligarla a afrontar algo que había dejado atrás y ni siquiera se atrevía a recordar. ¿Cómo iba a decírselo a Jack?
– ¿Por qué no te sientas? -ofreció Maddy, sentándose junto a ella y mirándola.
Habría querido tender la mano y tocarla. Había conocido al padre de la chica en el instituto, donde él cursaba entonces el último curso. No se conocían muy bien, pero a ella le gustaba y habían salido un par de veces durante una de sus rupturas con Bobby Joe. El chico había muerto en un accidente de automóvil tres semanas después del parto. Ella nunca le había revelado el nombre del padre a Bobby Joe, y a él no le importaba demasiado. Le había pegado un par de veces por eso cuando ya estaban casados, pero había sido una excusa más para maltratarla.
– ¿Cómo has llegado aquí, Elizabeth? -Pronunció su nombre con cautela, como si ese solo hecho pudiera comprometerla a un destino que no estaba preparada para afrontar-. ¿Dónde vives?
– En Memphis. He venido en autocar. He trabajado desde los doce años para ahorrar dinero y hacer esto. Siempre quise encontrar a mi verdadera madre. También traté de hallar a mi padre, pero no he conseguido averiguar nada sobre él. -Todavía no sabía cuál era la respuesta de Maddy, y se la veía muy nerviosa.
– Tu padre murió -dijo Maddy en voz baja-, tres semanas después de que tú nacieras. Era un chico guapo, y tú tienes un ligero aire a él.
Pero se parecía mucho más a su madre: Maddy tuvo que reconocer que sus rasgos y el color de la piel y el pelo eran los mismos. Aunque hubiera querido, le habría resultado difícil negarlo. Maddy no pudo evitar preguntarse cómo presentarían la historia en la prensa sensacionalista.
– ¿Usted cómo lo sabe?
Elizabeth parecía confundida. Era una chica lista, pero al igual que Maddy, estaba abrumada por la situación. Ninguna de las dos pensaba con claridad.
Maddy la miró largamente: su deseo secreto se había hecho realidad, pero no sabía si se convertiría en una pesadilla, si la traicionarían o si esa joven era una impostora, aunque parecía improbable. Fue a hablar, pero un sollozo escapó antes que las palabras y rodeó con sus brazos a la chica. Solo al cabo de un rato pudo pronunciar unas palabras que no había soñado con decir en toda su vida:
– Yo soy tu madre.
Elizabeth soltó una exclamación ahogada, se cubrió la boca con la mano, miró a Maddy con los ojos anegados en lágrimas y la abrazó con tuerza. Permanecieron largo rato así, abrazadas y llorando.
– Ay, Dios mío… Dios mío… No estaba segura de que fuese usted… solo quería preguntárselo… Dios mío…
Continuaron fundidas en un abrazo, meciéndose, hasta que se apartaron y se limitaron a mirarse tomadas de la mano. Los ojos de Elizabeth sonreían, pero Maddy aún estaba demasiado conmocionada para saber qué pensaba. Lo único que sabía era que, más allá del milagro del tiempo y las circunstancias, se habían reencontrado. Y no tenía idea de qué iba a hacer. A pesar de los años transcurridos, este era el principio.
– ¿Dónde están tus padres adoptivos? -preguntó por fin.
Lo único que le habían dicho de ellos era que vivían en Tennessee, que no tenían otros hijos y que tenían unos buenos ingresos. No sabía nada más de ellos. En aquellos tiempos los expedientes eran confidenciales y ambas partes recibían una información mínima para que no pudieran buscarse en el futuro. Con los años, cuando la normativa de la adopción cambió, Maddy no intentó encontrar el paradero de su hija. Supuso que era demasiado tarde y que le convenía dejar atrás aquel episodio de su vida en lugar de aferrarse a él. Pero su hija estaba a su lado.
– Prácticamente no los conocí -explicó Elizabeth enjugándose las lágrimas, sin soltar la mano de su madre-. Murieron en un accidente de tren cuando yo tenía un año, y luego estuve en un orfanato de Knoxville hasta los cinco. -Maddy se sintió desfallecer al saber que la niña había vivido en Knoxville mientras ella estaba casada con Bobby Joe y que, si hubiese querido, habría podido recuperarla. Pero ella no sabía dónde estaba su hija-. A partir de ese momento me crié con familias de acogida. Algunas eran agradables; otras, horrorosas. Me trasladaron de un punto a otro del estado; nunca estuve más de seis meses en una casa. De hecho, no deseaba seguir en ninguna. Siempre me sentía como una intrusa, y algunas personas eran crueles conmigo, de modo que casi siempre me alegraba de marcharme.
– ¿No volvieron a adoptarte?
Ante la mirada horrorizada de Maddy, Elizabeth negó con la cabeza.
– Supongo que por eso deseaba encontrarte. Estuvieron a punto de adoptarme un par de veces, pero mis padres de acogida siempre llegaban a la conclusión de que salía muy caro. Tenían hijos propios y no podían permitirse mantener a otra. Me mantengo en contacto con algunos, sobre todo con los últimos, tienen cinco hijos y se portaron bien conmigo. Todos son varones, y estuve a punto de casarme con el mayor, pero no lo hice porque me pareció que sería como casarme con un hermano. Ahora vivo sola en Memphis, estudio en el instituto municipal y trabajo de camarera. Cuando termine mis estudios me iré a Nashville y buscaré un puesto de cantante en un club nocturno. -Tenía el mismo espíritu de supervivencia de su madre.
– ¿Cantas? -preguntó Maddy con asombro, deseando saberlo todo de ella.
Le dolía pensar en los orfanatos y las familias de acogida, en el hecho de que su hija nunca hubiera tenido unos padres de verdad. Sin embargo, si las apariencias no la engañaban, Elizabeth había superado milagrosamente esas carencias. Era una joven encantadora, y mientras la miraba notó que ambas habían cruzado las piernas en el mismo momento y de la misma manera.
– Me gusta cantar y creo que tengo buena voz. Al menos es lo que me dice la gente.
– Entonces es imposible que seas hija mía -dijo Maddy sonriendo, aunque sus ojos volvieron a llenarse de lagrimas. Sentía una emoción abrumadora mientras sujetaba la mano de su hija. Para variar, casi como por milagro, nadie las interrumpió. Era una mañana particularmente tranquila-. ¿Qué otras cosas te gustan?
– Me gustan los caballos. Puedo montar cualquier animal de cuatro patas. Pero detesto las vacas. Una de mis familias de acogida tenía una granja. Juré que jamás me casaría con un granjero. -Las dos rieron-. Me gustan los niños. Me escribo con casi todos mis hermanos adoptivos. La mayoría eran buenos chicos. Me gusta Washington. Me gusta verte por la tele… -añadió con una sonrisa-. Me gusta la ropa… me gustan los chicos… me gusta la playa…
– Te quiero -dijo impulsivamente Maddy, aunque ni siquiera la conocía-. También te quería cuando te tuve, pero no podía hacerme cargo de ti. Tenía quince años y mis padres no me dejaron quedarme contigo. Siempre me he preguntado dónde estabas, si estarías bien y si te querrían. Trate de convencerme de que las personas que te habían adoptado eran maravillosas y te adoraban.
Le destrozaba el corazón saber que no había sido así y que la niña había vivido entre hogares de acogida e instituciones del estado.
– ¿Tienes hijos? -quiso saber Elizabeth.
Era una pregunta lógica. Maddy negó en silencio y con tristeza. Pero ahora tenía una hija. Y esta vez no la perdería. Ya había tomado una decisión.
– No. Nunca tuve hijos, y ya no puedo tenerlos. -Elizabeth no preguntó por qué. Era consciente de que prácticamente no se conocían. Habida cuenta del turbulento pasado de la joven, Maddy se sorprendió de lo amable, cortés y educada que parecía-. ¿Te gusta leer?
– Me encanta -respondió Elizabeth.
Otro rasgo heredado de Maddy, junto con la perseverancia, el valor, la determinación para alcanzar sus objetivos. No había cejado en su empeño de encontrar a su madre. Era lo que siempre había deseado.
– ¿Cuántos años tienes? -preguntó para cerciorarse de que había calculado bien la edad de Maddy. No estaba segura de si tenía quince o dieciséis años cuando la había entregado en adopción.
– Treinta y cuatro. -Más que madre e hija, parecían hermanas-. Estoy casada con el propietario de esta cadena. Se llama Jack Hunter.
Era una información elemental, pero Elizabeth la sorprendió con su respuesta:
– Lo sé. Lo conocí la semana pasada en su despacho.
– ¿Qué? ¿Cómo has dicho? -A Maddy le pareció imposible.
– Pregunté por ti en el vestíbulo, pero no me dejaron verte. Me enviaron a sus oficinas. Hablé con su secretaria y te escribí una nota diciendo que quería saber si eras mi madre. La secretaria se la llevó a tu marido y luego me hizo pasar a su despacho. -Contó todo esto con inocencia, como si fuese una secuencia de hechos completamente lógica. Y en cierto modo lo era. Salvo por el hecho de que Jack no le había comentado nada a su mujer.
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