– ¿De qué hablaste con el presidente? -preguntó, reprimiendo un bostezo.
Estaba tan guapa e impecable como al principio de la velada. Y era más valiosa para su marido de lo que él imaginaba. En lugar de verlo como el hombre que la había inventado, la gente lo veía como el marido de Madeleine Hunter. Pero si él lo sabía, jamás lo admitía ante ella.
– El presidente y yo hemos estado discutiendo un asunto muy interesante -respondió Jack con vaguedad-. Te lo contaré cuando tenga permiso para hacerlo.
– ¿Y cuándo será eso? -preguntó ella con renovado interés. Además de ser su esposa, se había convertido en una hábil reportera que amaba su trabajo, la gente con la que trabajaba y los informativos. Se sentía como si tuviera los dedos en el pulso de la nación.
– Todavía no estoy seguro. Comeré con él el sábado en Camp David.
– Ha de ser importante. -Pero todo lo era. Cualquier cosa relacionada con el presidente era una gran noticia en potencia.
Recorrieron el breve trayecto hasta la calle R conversando sobre la fiesta. Jack le preguntó si había visto a Bill Alexander.
– Solo de lejos. No sabía que hubiera vuelto a Washington.
El embajador había vivido recluido durante los últimos seis meses, desde la muerte de su esposa en Colombia. Había sido una tragedia que Maddy recordaba bien. La mujer había sido secuestrada por terroristas y el embajador Alexander llevó las negociaciones personalmente, al parecer con torpeza. Después de cobrar el rescate, los terroristas se asustaron y mataron a la mujer. Y el embajador dimitió poco después.
– Es un idiota -declaró Jack sin compasión-. No debería haber tratado de solucionar las cosas solo. Cualquiera habría podido predecir lo que pasaría.
– Supongo que él no lo creyó así -respondió Maddy en voz baja, mirando por la ventanilla.
Poco después estaban en casa. Subieron por la escalera y Jack se quitó la corbata.
– Mañana tengo que estar en el despacho temprano -dijo ella mientras Jack se desabotonaba la camisa en el dormitorio.
Madeleine se quitó el vestido y quedó de pie ante él, vestida únicamente con unos panties y las sandalias plateadas de tacón alto. Tenía un cuerpo espectacular, y su marido no lo menospreciaba, como tampoco lo habían menospreciado en su antigua vida, aunque los dos hombres con quienes había estado casada eran totalmente distintos. El primero había sido brutal, cruel y agresivo, indiferente a sus sentimientos o gritos de dolor cuando le hacía daño; el segundo era tierno, sensible y aparentemente respetuoso. Bobby Joe le había roto los dos brazos en uno de sus arrebatos de ira, y en otra ocasión la había empujado por la escalera, fracturándole una pierna. Todo esto había ocurrido inmediatamente después de que Madeleine conociera a Jack, durante un ataque de celos de Bobby. Ella le había jurado que no estaba liada con Jack, cosa que en su momento era verdad. Él era su jefe y mantenían una relación de amistad; el resto llegó después, una vez ella se marchó de Knoxville y se trasladó a Washington para trabajar en la cadena de televisión. Un mes después de su llegada a Washington, Jack y ella se habían hecho amantes, pero entonces el divorcio de Maddy ya estaba en trámite.
– ¿Por qué tienes que ir temprano? -preguntó Jack por encima del hombro mientras desaparecía en el cuarto de baño de mármol negro.
Hacía cinco años que le habían comprado la casa a un diplomático árabe. Abajo había un gimnasio completo, una piscina y hermosas salas que Jack usaba para agasajar a sus amigos. Y los seis cuartos de baño de la casa eran de mármol. La casa tenía cuatro dormitorios; el de ellos, y tres habitaciones de huéspedes.
Ninguna de esas habitaciones se convertiría en un cuarto infantil. Jack le había dejado muy claro desde el principio que no quería hijos. No había disfrutado de los dos que había tenido mientras crecían, y no deseaba más; de hecho, se lo prohibió terminantemente. Y tras una temporada de duelo por los hijos que nunca tendría, Maddy se había hecho ligar las trompas. En cierto sentido era mejor; había tenido media docena de abortos durante sus años con Bobby Joe y ni siquiera sabía si sería capaz de dar a luz a un niño normal. Le pareció más sencillo ceder a los deseos de Jack y no correr riesgos. Él le había dado tanto, y deseaba cosas tan grandes para ella, que Maddy había llegado a entender que los hijos solo serían un obstáculo y una carga para su carrera. Pero todavía había momentos en que lamentaba la irreversibilidad de su decisión. A los treinta y cuatro años, muchas de sus contemporáneas aún seguían teniendo hijos, mientras que ella solo tenía a Jack. Se preguntaba si se arrepentiría aún más cuando fuera vieja y echara de menos nietos. Pero era un pequeño precio a pagar por la vida que compartía con Jack Hunter. ¡Y ese punto era tan importante para Jack! Había insistido mucho en ello.
Volvieron a reunirse en la amplia y cómoda cama, donde Jack la atrajo hacia sí y ella se acurrucó contra él, apoyando la cabeza en su hombro. A menudo pasaban un rato así antes de dormirse, hablando de lo que había sucedido durante el día, de los sitios donde habían estado, las personas que habían visto y las fiestas a las que habían asistido. Ahora, Maddy trató de adivinar lo que se proponía el presidente.
– Te he dicho que te lo contaré en cuanto pueda, así que deja de hacer conjeturas.
– Los secretos me vuelven loca -dijo ella con una risita.
– Tú me vuelves loco -repuso él, haciéndola girar con suavidad y sintiendo la suavidad de su piel bajo el camisón de seda.
Nunca se aburría de ella, ni dentro ni fuera de la cama, y le regocijaba saber que era toda suya, en cuerpo y alma, no solo en la cadena de televisión sino también en el dormitorio. Sobre todo allí, Jack parecía sentir un apetito insaciable por ella, y en ocasiones Madeleine tenía la sensación de que iba a devorarla. Amaba todo lo relacionado con ella, estaba al tanto de lo que hacía y le gustaba saber dónde se encontraba en cada momento del día y qué estaba haciendo. Y tenía mucho que decir al respecto. Pero en lo único que podía pensar ahora era en el cuerpo del que jamás se hartaba, y mientras la besaba y estrechaba con fuerza, ella emitió un suave gemido. Nunca se quejaba de la forma ni de la frecuencia con que él la buscaba. Le gustaba que la deseara tanto y le complacía saber que seguía excitándolo con la misma intensidad que al principio. Todo era muy distinto de lo que había vivido con Bobby Joe, que solo quería usarla y herirla. Lo que excitaba a Jack era la belleza y el poder. Haber «creado» a Maddy lo hacía sentirse poderoso, y «poseerla» en la cama lo volvía prácticamente loco.
Capítulo 2
Como de costumbre, Maddy se levantó a las seis de la mañana y se dirigió en silencio al cuarto de baño. Se duchó y se vistió, sabiendo que la peinarían y maquillarían en la cadena, como hacían cada día. A las siete y media, cuando Jack bajó a la cocina recién peinado y afeitado, vestido con un traje gris oscuro y una almidonada camisa blanca, la encontró con la cara fresca, enfundada en un traje de pantalón azul oscuro, bebiendo café y leyendo el periódico de la mañana.
Cuando lo oyó entrar, alzó la vista y comentó el último escándalo en las altas esferas. La noche anterior habían arrestado a un congresista por contratar a una prostituta en la calle.
– Deberían tener más tino -dijo entregándole el Post y cogiendo el Wall Street Journal. Por lo general leía el New York Times de camino al trabajo y, si tenía tiempo, también el Herald Tribune.
Se marcharon juntos a las ocho, y Jack le preguntó qué noticia la llevaba al despacho tan pronto. A veces ella no iba a trabajar hasta las diez. Casi siempre investigaba durante todo el día y grababa las entrevistas a la hora de comer. No salía en antena hasta las cinco de la tarde, y luego nuevamente a las siete y media. Terminaba a las ocho y, cuando salían de noche, se cambiaba en su despacho de la cadena. Era una jornada larga para ambos, pero la disfrutaban.
– Greg y yo estamos trabajando en una serie de entrevistas a mujeres congresistas. Queremos saber quién hace qué y cuándo. Ya tenemos cinco mujeres apalabradas. Creo que será un buen reportaje.
Greg Morris era su colaborador, un joven reportero negro de Nueva York que presentaba las noticias con ella desde hacía dos años. Se tenían mucho afecto y les gustaba trabajar juntos.
– ¿No crees que podrías hacerlo sola? ¿Para qué necesitas a Greg?
– Le da interés al asunto -respondió Maddy con frialdad-; él representa el punto de vista masculino.
Tenía sus propias ideas sobre el programa, y a menudo diferían de las de su marido, por lo que no siempre deseaba contarle en qué estaba trabajando. No quería que él interfiriera en sus reportajes. A veces resultaba difícil estar casada con el director de la cadena.
– ¿Anoche la primera dama te invitó a participar en la Comisión sobre la Violencia contra las Mujeres? -preguntó Jack con aire despreocupado.
Maddy negó con la cabeza. Había oído rumores sobre la comisión que estaba formando la primera dama, pero esta no le había hablado del tema.
– No, no lo hizo.
– Lo hará -dijo Jack con convicción-. Le dije que te gustaría participar.
– Solo si tengo tiempo. Todo depende del compromiso que me exija.
– Le dije que lo harías -repitió Jack con brusquedad-. Es bueno para tu imagen.
Maddy guardó silencio unos instantes, mientras miraba por la ventanilla. Conducía el chófer que trabajaba para Jack desde hacía años, y ambos confiaban plenamente en él.
– Me gustaría tener la oportunidad de tomar esa decisión sola -dijo en voz baja-. ¿Por qué hablaste en mi nombre?
Cuando Jack se comportaba de aquella manera, la hacía sentirse una niña. Aunque solo tenía once años más que ella, a veces la trataba como si fuese su padre.
– Ya te lo he dicho. Sería bueno para ti. Considéralo una decisión ejecutiva del jefe de la cadena. -Como tantas otras. Maddy detestaba que adoptara esa actitud, y él lo sabía. La sacaba de sus casillas-. Además, acabas de reconocer que te gustaría.
– Si tengo tiempo. Deja que lo decida yo.
Pero ya habían llegado a la cadena, y Charles estaba abriendo la portezuela del coche. No había tiempo para continuar la conversación. Y Jack no tenía aspecto de querer hacerlo. Era obvio que no se movería de su posición. La besó con rapidez y desapareció en su ascensor privado. Después de pasar por el control de seguridad y el detector de metales, Maddy subió a la sala de redacción.
Allí tenía un despacho con paredes de cristal, una secretaria y un asistente de investigación. Greg Morris ocupaba un despacho ligeramente más pequeño, cercano al de ella. La saludó con la mano al verla entrar, y un minuto después apareció con una taza de café.
– Buenos días… ¿o no? -La observó y le pareció detectar algo raro cuando ella lo miró. Aunque era difícil notarlo para quien no la conociera bien, Maddy estaba bullendo por dentro. No le gustaba enfadarse. En su vida anterior, la furia había sido un presagio de peligros, y ella no lo olvidaba.
– Mi marido acaba de tomar una «decisión ejecutiva». -Miró a Greg con manifiesta rabia. Él era como un hermano para ella.
– Vaya. ¿Estoy despedido? -Greg bromeaba. Sus índices de popularidad eran casi tan altos como los de ella, pero con Jack, nadie podía estar seguro de su posición. Era capaz de tomar decisiones súbitas, aparentemente irracionales y no negociables. Pero, que él supiera, Greg le caía bien a Jack.
– No es tan dramático, gracias -se apresuró a tranquilizarlo Maddy-. Le dijo a la primera dama que yo participaría en su Comisión sobre la Violencia contra las Mujeres sin molestarse en consultarme antes.
– Creí que te gustaban esas cosas -dijo Greg arrellanándose en el sillón situado delante del escritorio mientras ella se sentaba elegantemente en su silla.
– Esa no es la cuestión, Greg. Me gusta que me consulten. Soy una adulta.
– Seguramente pensó que querrías hacerlo. Ya sabes lo tontos que son los hombres. Olvidan pasar por todos los pasos entre la a y la z y dan ciertas cosas por sentadas.
– Sabe cuánto detesto que haga eso. -Pero los dos sabían también que Jack tomaba muchas decisiones por ella. Las cosas habían sido siempre así. Él insistía en que sabía qué era lo mejor para Maddy.
– Lamento ser yo quien te dé la noticia, pero acabamos de enterarnos de otra «decisión ejecutiva» que debió de tomar ayer. Se filtró desde el monte Olimpo poco antes de que tú llegaras. -Greg no parecía complacido. Era un afroamericano apuesto con un estilo de vestir informal, largas piernas y porte elegante. De pequeño había querido ser bailarín, pero había acabado en el mundo del periodismo y amaba su trabajo.
– ¿De qué hablas? -Maddy parecía preocupada.
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