– Lamento haber perdido los nervios esta mañana. Estaba asustada. Lo pasé fatal cuando el guardia me dijo que debía abandonar el edificio.
– Es natural -dijo Bill con actitud comprensiva-. Fue algo abominable, y por eso lo hizo. Y no te engañes. Jack aún no ha terminado. Te hará todo el daño que pueda hasta que los tribunales lo pongan en su sitio. Incluso es probable que siga tratando de fastidiarte después. Tienes que estar preparada, Maddy.
– Lo sé -repuso ella, deprimida ante semejante perspectiva. Una cosa era hablar de lo que ocurriría y otra, soportarlo.
Al día siguiente, la guerra continuó. Maddy y Bill estaban desayunando y leyendo tranquilamente el periódico cuando Maddy dio un respingo. Bill alzó la vista.
– ¿Qué ha pasado?
Con lágrimas en los ojos, Maddy le pasó el periódico. En la página doce, una pequeña nota decía que Maddy había tenido que renunciar a su puesto de presentadora porque había sufrido una crisis nerviosa tras pasar catorce horas atrapada entre los escombros del centro comercial.
– Dios mío -dijo, mirando a Bill-. Nadie me contratará si piensan que me he vuelto loca.
– Hijo de puta-dijo Bill.
Leyó detenidamente el artículo y llamó al abogado. Este les devolvió la llamada a mediodía y dijo que podían demandar a Jack por injurias. Era obvio que Jack Hunter estaba dispuesto a arriesgarse y que su principal objetivo era vengarse de Maddy.
La semana siguiente, cuando Maddy regresó al grupo de mujeres maltratadas y contó lo que le estaba pasando, ninguna de sus compañeras se sorprendió. Le habían advertido que la situación empeoraría y que debía prever incluso la posibilidad de que Jack la agrediese físicamente. La coordinadora del grupo describió la conducta típica del sociópata, que coincidía a la perfección con la de Jack. Era un hombre sin moral ni conciencia y, cuando le convenía, tergiversaba las cosas y se ponía en el papel de víctima. Esa noche, cuando Maddy le contó a Bill lo que le habían dicho las mujeres del grupo, él coincidió con ellas.
– Quiero que te cuides mucho cuando me vaya, Maddy. Estaré muy preocupado por ti. Ojalá vinieras conmigo.
Maddy había insistido en que Bill se marchase a Vermont para Navidad, tal como tenía planeado, y se iría pocos días después. Ella se quedaría en la ciudad para ayudar a Lizzie a instalarse en el nuevo apartamento. Y aún tenía intención de vivir con ella. Aunque le gustaba mucho estar con Bill, no quería que se sintiese presionado ni invadido. Además, esperaba noticias del bebé, y lo último que deseaba era alterar la pacífica existencia de Bill. Quería hacer las cosas poco a poco.
– Estaré bien -lo tranquilizó.
Ya no temía que Jack la agrediese físicamente. Estaba demasiado ocupado buscándole problemas que a la larga la perjudicarían más.
El abogado había obligado al periódico a publicar una versión corregida del artículo sobre la supuesta dimisión de Maddy, y pronto se corrió la voz de que había sido despedida por un ex marido despechado. En los dos días siguientes recibió ofertas sumamente tentadoras de tres importantes cadenas de televisión. Pero necesitaba tiempo para pensárselo. Quería hacer las cosas bien y sin prisas. Sin embargo, ahora sabía que no permanecería desempleada por mucho tiempo. Las predicciones de Jack de que volvería a vivir en una caravana o acabaría en la calle no eran más que otra forma de tortura.
El día que Bill se marchó, Maddy fue al apartamento de Lizzie para organizar las cosas que había comprado. Esa noche, cuando llegó la joven, el apartamento se veía alegre, acogedor y perfectamente ordenado. Lizzie estaba encantada con la perspectiva de compartir piso con su madre. Pensaba que las cosas que le había hecho Jack eran espantosas. Y el peor de sus crímenes había sido tratar de evitar que se reencontrase con su hija. La lista de agravios era interminable, y ahora Maddy era más consciente de ellos. Se avergonzaba de haber permitido que la maltratase de esa manera. Sin embargo, ella había estado convencida de que merecía ese trato, y Jack lo sabía. La propia Maddy le había dado todas las armas que necesitaba para lastimarla.
Ella y Lizzie hablaron largo y tendido del tema. Bill llamó por teléfono en cuanto llegó a Vermont. Ya echaba de menos a Maddy.
– ¿Por qué no venís para Navidad? -preguntó, ilusionado.
– No quiero molestar a tus hijos.
– A ellos les encantaría verte, Maddy.
– ¿Qué te parece si vamos el día después de Navidad?
Era una solución razonable, y Lizzie estaba deseando aprender a esquiar. Tanto a Bill como a Lizzie les entusiasmó la idea. Él volvió a llamarla por la noche para decirle cuánto la quería.
– Creo que deberías reconsiderar tu mudanza. No me parece justo que vivas con Lizzie en un apartamento de un solo dormitorio. Además, te echaré de menos.
Maddy había pensado en alquilar un piso propio por la misma razón por la que no había querido ir a Vermont en Navidad. No quería sentirse como una carga. Era muy sensible ante esas cuestiones. Pero Bill parecía ofendido por el hecho de que se hubiese mudado con Lizzie.
– Bueno, teniendo en cuenta el tamaño de mi actual guardarropa, es una decisión que puedo cambiar en cinco minutos -repuso con una risita triste.
– Estupendo. Quiero que vuelvas conmigo en cuanto regrese. Ya es hora, Maddy -añadió con ternura-. Los dos hemos pasado demasiados momentos malos y nos hemos sentido solos durante mucho tiempo. Empecemos una nueva vida juntos.
Maddy no terminaba de entender lo que quería decir, pero le dio vergüenza interrogarlo. Habría tiempo de sobra para discutirlo. Al día siguiente era Nochebuena y todos tenían muchas cosas que hacer; aunque Maddy ya no debía preocuparse por su trabajo, pensaba dedicarle toda su atención a Lizzie.
Salieron a comprar un árbol y lo decoraron juntas. ¡Qué distinto era todo de las tristes fiestas que había pasado con Jack! Él hacía caso omiso de esas fechas y la obligaba a hacer lo mismo. Fue la Navidad más feliz de la vida de Maddy, aunque aún se sentía ligeramente triste por el desagradable final de su matrimonio. Sin embargo, se recordaba regularmente que estaba mucho mejor sin Jack. Cuando la asaltaban recuerdos bonitos, los ahuyentaba con los malos, mucho más numerosos. Por encima de todo, sabía que era afortunada por tener a Bill y a Lizzie en su vida.
A las dos de la tarde del día de Nochebuena recibió la llamada que estaba esperando y que no sabía cuándo iba a llegar. Le habían dicho que podía tardar semanas, o incluso un mes, de manera que la había arrinconado en su mente y estaba decidida a disfrutar del momento con Lizzie.
– Ya está listo, mamá -dijo una voz familiar por teléfono. Era la asistente social que la estaba ayudando con la adopción de Andy-. Aquí hay un niño que quiere pasar la Navidad con su mamá.
– ¿Lo dice en serio? ¿Me lo darán ya? -Miró a Lizzie y comenzó a gesticular como una posesa, pero la joven no le entendió y se limitó a reír.
– Andy es todo suyo. El juez firmó los papeles esta mañana. Pensó que le daría una alegría. No hay nada tan bonito como pasar las fiestas con un nuevo hijo.
– ¿Dónde está Andy?
– Aquí mismo, en mi despacho. Los padres de acogida acaban de dejarlo. Puede recogerlo en cualquier momento de la tarde, pero a mí me gustaría volver a casa temprano para estar con mis hijos.
– Estaré allí dentro de veinte minutos -dijo Maddy. Colgó y le dio la noticia a Lizzie-. ¿Me acompañas? -preguntó, súbitamente nerviosa.
Era una situación desconocida para ella, y aún no había comprado nada para el bebé. No había querido adelantarse a los acontecimientos y había supuesto que le avisarían con mayor antelación.
– Iremos a comprar algunas cosas después de recogerlo -dijo Lizzie con sensatez. Ella había cuidado niños en todas sus casas de acogida y estaba más informada que su madre sobre las necesidades de los bebés.
– Ni siquiera sé qué hay que comprar… Pañales y leche, supongo… Sonajeros… Juguetes… Todo eso, ¿no?
Sintiéndose como si tuviera catorce años, incapaz de soportar su impaciencia, se peinó, se lavó la cara, se puso el abrigo, cogió el bolso y bajó corriendo la escalera con Lizzie.
Tomaron un taxi, y cuando llegaron al despacho de la asistente social, Andy los esperaba vestido con un pijama de toalla azul, un jersey blanco y un gorro. Sus padres de acogida le habían dejado un oso de peluche como regalo de Navidad.
Dormía plácidamente cuando Maddy lo levantó cuidadosamente y miró a Lizzie con lágrimas en los ojos. Todavía se sentía triste y culpable por no haber estado a su lado. Pero Lizzie pareció entender los sentimientos de su madre y le rodeó los hombros con un brazo.
– Tranquila, mamá… Te quiero.
– Yo también te quiero, cariño -dijo Maddy y le dio un beso.
En ese momento, Andy despertó y rompió a llorar. Maddy lo colocó con cuidado sobre su hombro, pero el pequeño miró alrededor, como buscando una cara conocida, y empezó a llorar más fuerte.
– Creo que tiene hambre -dijo Lizzie con mayor seguridad de la que sentía su madre.
La asistente social les entregó una bolsa, un bote de leche y una lista de instrucciones. Luego le dio a Maddy un grueso sobre con los papeles de adopción. Todavía tendría que presentarse en los tribunales una vez más, pero era una mera formalidad. El niño ya tenía madre. Maddy pensaba dejarle el primer nombre -Andy-, pero le cambiaría el apellido por el suyo de soltera: Beaumont. El mismo que utilizaría ella desde ahora. No quería tener nada que ver con Jack Hunter. Incluso si volvía a trabajar como presentadora, sería Madeleine Beaumont. Y el niño ahora se llamaba Andrew William Beaumont. Le pondría el segundo nombre en honor a su padrino. Salió del despacho de la asistente social cargada con su precioso bulto y con una expresión de beatitud en la cara.
En el camino a casa, se detuvieron en una farmacia y en una tienda de artículos infantiles y compraron todo lo que Lizzie y los dependientes consideraron necesario. Llevaban tantos paquetes que en el taxi no quedó prácticamente sitio para ellas, y Maddy entró en el apartamento con una sonrisa de oreja a oreja. Estaba sonando el teléfono.
– Yo lo cojo, mamá -ofreció Lizzie.
Maddy se resistía a separarse de Andy, aunque solo fuese por un minuto. Si alguna vez se había preguntado si estaba obrando con acierto, ahora sabía que era exactamente lo que necesitaba y quería.
– ¿Dónde os habíais metido? -preguntó Bill, que llamaba desde Vermont. Había pasado la tarde esquiando con su nieto y estaba impaciente por contárselo a Maddy-. ¿Dónde has estado? -repitió.
– Recogiendo a tu ahijado -respondió ella con orgullo.
Lizzie acababa de encender las luces del árbol de Navidad y el apartamento se veía alegre y acogedor. Maddy lamentaba que Bill no estuviera allí, sobre todo ahora que tenía a Andy.
Bill tardó unos instantes en entender lo que le decía, pero cuando lo hizo, sonrió. Podía detectar la alegría de Maddy en su voz.
– Es un bonito regalo de Navidad. ¿Cómo está Andy? -Ya sabía cómo estaba ella.
– ¡Es tan guapo! -Le sonrió a Lizzie, que tenía a su nuevo hermanito en brazos-. No tanto como Lizzie, pero es encantador. Ya lo verás.
– ¿Lo traerás a Vermont? -Supo que era una pregunta tonta en cuanto la hizo. Maddy no tenía alternativa. Además, no se trataba de un recién nacido sino de un niño de dos meses y medio. Cumpliría las diez semanas de vida el día de Navidad.
– Si a ti te parece bien, me encantaría.
– Tráelo. Los niños estarán encantados. Y si voy a ser su padrino, será mejor que empecemos a conocernos.
No dijo nada más, pero volvió a llamarla por la noche y a la mañana siguiente. Maddy y Lizzie fueron a la misa del gallo con Andy, que no se despertó ni una sola vez. Dormido en el elegante moisés que acababan de comprarle, parecía un pequeño príncipe con su nuevo conjunto de jersey y gorro azules, arropado bajo una gruesa manta del mismo color y abrazado al oso de peluche.
Durante la mañana de Navidad, Lizzie y Maddy abrieron los regalos que se habían hecho mutuamente. Había bolsos, guantes, libros, jerséis y perfumes. Pero el mejor regalo de todos era Andy, que las miraba desde su moisés. Cuando Maddy se inclinó para besarlo, el pequeño le sonrió. Fue un momento que ella nunca olvidaría. Un presente por el que siempre se sentiría agradecida. Mientras cogía a Andy en brazos, rezó en silencio una oración a Annie, dándole las gracias por el más increíble de los obsequios.
Capítulo24
El 26 de diciembre emprendieron viaje a Vermont en un coche alquilado que, una vez cargado con los objetos del bebé, parecía una camioneta de gitanos. Andy durmió durante la mayor parte del trayecto, y Maddy y Lizzie charlaron y rieron. Hicieron un alto para comer una hamburguesa y darle el biberón al niño. Maddy nunca se había sentido tan feliz ni tan convencida de haber hecho lo correcto. Ahora entendía lo que le había arrebatado Jack al obligarla a ligarse las trompas. De hecho, le había robado muchas cosas: la confianza, el respeto a sí misma, la autoestima, el poder de tomar decisiones y dirigir su propia vida. Un alto precio por un empleo y unos cuantos objetos materiales.
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