Cuando terminó, sus ojos estaban húmedos, y por un instante todos se limitaron a mirarla fijamente. No era una crónica inusual, pero convertía a Phyllis Armstrong en una mujer mucho más real.

La psicóloga, que había crecido en Detroit, contó una historia parecida, con el añadido de que su padre había matado a su madre y había ido a prisión. Dijo que era lesbiana y que había sido violada y apaleada a los quince años por un amigo de la infancia. Llevaba catorce años viviendo en pareja con una mujer y sentía que se había recuperado de los traumas infantiles, pero le preocupaba el constante aumento de agresiones contra las mujeres, incluso en la comunidad homosexual, y la tendencia general a mirar hacia otro lado cuando ocurrían esas cosas.

Algunos de los presentes no tenían experiencia personal con la violencia, pero los dos jueces de instrucción confesaron que sus padres habían maltratado a sus madres y que, durante su juventud, ellos habían creído que eso era lo normal. Llegó el turno de Maddy, que titubeó unos instantes. Nunca había contado su historia en público, y ahora que pensaba en ella se sentía desnuda.

– Supongo que mi vida no se diferencia de muchas otras -empezó-. Me crié en Chattanooga, Tennessee, y mi padre siempre golpeaba a mi madre. En ocasiones ella se defendía, pero la mayoría de las veces no lo hacía. A veces él estaba borracho; otras, simplemente le pegaba porque estaba enfadado con ella, con otra persona o con lo que le había pasado ese día. Éramos muy pobres y él parecía incapaz de mantener un empleo, de manera que también desfogaba esa frustración con mi madre. Todo lo que le ocurría a él era culpa de ella. Y si mi madre no estaba, me pegaba a mí, aunque no a menudo. Sus peleas fueron como la música de fondo de mi infancia, un tema familiar con el que crecí. -Se sintió sin aliento y, por primera vez en muchos años, su acento sureño se volvió perceptible mientras continuaba-: Lo único que yo deseaba era huir de esa situación. Detestaba mi casa, a mis padres y la forma en que se trataban. Así que a los diecisiete años me casé con mi novio del instituto, que empezó a maltratarme en cuanto nos fuimos a vivir juntos. Bebía en exceso y trabajaba poco. Se llamaba Bobby Joe, y yo le creía cuando él decía que todo era culpa mía, que si yo no fuera tan irritante, mala esposa, estúpida y torpe, él no tendría que pegarme. Una vez me rompió los dos brazos; en otra ocasión me empujó por la escalera y me fracturé la pierna. En ese entonces yo trabajaba en un canal de televisión de Knoxville que se vendió a un hombre de Texas, quien finalmente compró una cadena de televisión por cable en Washington y me trajo aquí. Supongo que todos sabrán a quien me refiero. Ese hombre era Jack Hunter. Yo dejé mi alianza y una nota sobre la mesa de la cocina de mi casa de Knoxville y me encontré con Jack en la terminal de autocares. Solo llevaba una maleta Samsonite con dos vestidos en el interior, y huía Washington para trabajar con él. Conseguí el divorcio y me casé con Jack un año después. Desde entonces, nadie ha vuelto a ponerme una mano encima. No lo permitiría. Ahora sé qué hacer. Basta con que alguien me mire con furia para que yo salga corriendo. No sé por qué tuve tanta suerte, pero así fue. Jack me salvó la vida. Me convirtió en lo que soy en la actualidad. Sin él, probablemente estaría muerta. Creo que Bobby Joe me habría matado, arrojándome por la escalera o dándome patadas en el estómago. O quizá habría muerto porque finalmente habría deseado morir. Nunca había hablado de este tema porque me sentía avergonzada, pero ahora quiero ayudar a otras mujeres como yo, mujeres que no han tenido tanta suerte, que piensan que están atrapadas y que no tienen a un Jack Hunter esperándolas en una limusina para llevarlas a otra ciudad. Quiero acercarme a esas mujeres y echarles una mano. Nos necesitan -añadió con lágrimas en los ojos-. Es nuestra obligación ayudarlas.

– Gracias, Maddy -dijo Phyllis Armstrong en voz baja.

Todas, o casi todas las presentes -abogadas, médicas y jueces, e incluso la primera dama-, tenían algo en común: habían vivido historias de violencia y sobrevivido gracias a la suerte y al coraje. Pero eran conscientes de que innumerables mujeres no eran tan afortunadas y necesitaban ayuda. El grupo reunido en las dependencias privadas de la primera dama estaba impaciente por hacer algo por ellas.

Bill Alexander fue el último en hablar, y tal como había sospechado Maddy, su historia fue la más original. Había crecido en una buena casa de Nueva Inglaterra, con padres que lo querían y se amaban entre sí. Se había casado cuando su mujer estudiaba en Wellesley y él en Harvard. Tenía un doctorado en política exterior y en ciencias políticas, había dado clases primero en Darmouth y luego en Princeton, y finalmente, cuando era profesor de la Universidad de Harvard, a los cincuenta años, lo habían nombrado embajador en Kenia. Su siguiente destino fue Madrid, de donde lo enviaron a Colombia. Contó que tenía tres hijos adultos: un médico, una abogada y un banquero. Todos eran personas respetables y con sorprendentes antecedentes académicos. Había llevado una existencia tranquila y «normal»; de hecho, dijo con una sonrisa, una vida bastante aburrida aunque satisfactoria.

Colombia había supuesto un reto interesante para él, pues la situación política era delicada y el tráfico de drogas afectaba a todo lo que ocurría en el país. Estaba estrechamente vinculado con todas las formas de comercio y con la corrupción política, que era un mal endémico. Lo que debía hacer allí lo había fascinado, y se había sentido apto para la tarea hasta el momento del secuestro de su esposa. Su voz se quebró al referirse a ese hecho. Su mujer había permanecido cautiva siete meses, dijo luchando contra las lágrimas, aunque por fin sucumbió a ellas. La psicóloga que estaba sentada junto a él le tocó el brazo para tranquilizarlo, y él le sonrió. Ahora todos eran amigos y conocían sus más íntimos secretos.

– Hicimos todo lo que pudimos para rescatarla -explicó con voz ronca y cargada de angustia. Por el tiempo que había pasado en cada uno de sus tres puestos diplomáticos, Maddy le había calculado unos sesenta años. Tenía pelo blanco, ojos azules, cara juvenil y cuerpo de aspecto fuerte y atlético-. El Departamento de Estado envió a varios negociadores para hablar con los representantes del grupo terrorista que la tenía como rehén. Querían un intercambio de prisioneros; decían que la liberarían a cambio de un centenar de presos políticos, pero el Departamento de Estado se negó a aceptar sus exigencias. Yo entendí sus razones, pero no quería perder a mi esposa. La CIA también intervino, tratando de secuestrarla, pero la intentona fracasó; poco después los terroristas trasladaron a mi mujer a las montañas y allí le perdimos la pista. Finalmente, yo pagué el rescate que pedían y luego cometí una tontería. -Su voz volvió a temblar, y Maddy, como los demás, se compadeció de él-. Traté de negociar solo. Hice todo lo que pude. Prácticamente me volví loco intentando recuperarla. Pero eran demasiado listos, rápidos y arteros. Tres días después del pago del rescate, la mataron. Dejaron su cadáver en la puerta de la embajada -dijo con voz ahogada y rompió a llorar otra vez-. Le habían cortado las manos.

Continuó sollozando unos instantes sin que nadie hiciera nada, hasta que Phyllis Armstrong tendió la mano y lo tocó. Bill Alexander respiró hondo mientras los demás expresaban sus condolencias en susurros. Era una historia pavorosa, y todo el mundo le preguntó cómo había podido sobrevivir a ese trance.

– Me sentía totalmente responsable del desenlace de la situación. Jamás debí tratar de negociar personalmente, pues eso pareció enfurecerlos más. Pensé que podía ayudar, pero sospecho que si hubiese dejado que los expertos se ocuparan del problema, los terroristas la habrían mantenido prisionera durante un par de años más, como hicieron con el resto de los rehenes, y luego la habrían soltado. Al hacer lo que hice, prácticamente la maté.

– Eso es una tontería, Bill -dijo Phyllis con firmeza-, espero que lo sepas. No puedes adivinar lo que habría ocurrido. Esa gente es implacable e inmoral; una vida no significa nada para ellos. Es muy probable que la hubiesen matado de todas maneras. De hecho, estoy segura de que lo habrían hecho.

– Siempre me he sentido responsable de su muerte -afirmó Bill con tristeza-, y la prensa también lo ha sugerido.

De repente, Maddy recordó que Jack le había dicho que Bill Alexander era un idiota y, ahora que conocía la historia, se preguntó cómo podía ser tan cruel.

– A la prensa le gusta hacer sensacionalismo. La mayoría de las veces los periodistas no saben de qué hablan -añadió Maddy, y él la miró con los ojos llenos de tristeza. Ella nunca había visto tanto sufrimiento en su vida, y hubiera querido tenderle la mano y tocarlo, pero estaba sentada demasiado lejos de él-. Solo quieren vender su historia. Se lo digo por experiencia, embajador. Lamento mucho lo que le ocurrió -dijo con cortesía.

– Yo también. Gracias, señora Hunter -respondió él. Sacó un pañuelo del bolsillo y se sonó la nariz.

– Todos tenemos historias tristes que contar. Por eso estamos aquí. Por eso les he pedido que vinieran. -Phyllis Armstrong los condujo con delicadeza al tema de la reunión-. Yo no conocía la mayoría de estas historias cuando los invité. Lo hice simplemente porque son personas inteligentes y solidarias. Todos, o la mayoría de nosotros, hemos aprendido con la experiencia y de la manera más difícil. Sabemos de qué hablamos y lo que se siente en circunstancias difíciles. Ahora debemos averiguar qué podemos hacer al respecto, cómo ayudar a la gente que todavía sufre. Nosotros somos supervivientes, pero es posible que los demás no lo sean. Debemos llegar a ellos rápidamente, además de a la prensa y a la opinión pública. El reloj no se detiene, y debemos alcanzar a los que nos necesitan antes de que los perdamos. Todos los días mueren mujeres asesinadas por sus maridos, violadas en las calles, secuestradas y torturadas por desconocidos, pero la mayoría son víctimas de hombres que conocen, y en casi todos los casos de sus novios o esposos. Tenemos que educar a la gente e informar a las mujeres de adónde deben acudir antes de que sea demasiado tarde para ellas. Tenemos que cambiar las leyes, haciéndolas más severas. Debemos conseguir que las sentencias se correspondan con el delito cometido, de modo que agredir a una mujer salga muy caro. Es una especie de guerra; una guerra que hemos de librar y ganar. Quiero que cada uno de los presentes vuelva a casa y piense en qué podemos hacer para cambiar las cosas. Sugiero que volvamos a reunirnos aquí dentro de dos semanas, antes de que la mayoría de ustedes se marche de vacaciones, y que intentemos encontrar soluciones. El objetivo de la sesión de hoy era principalmente que llegaran a conocerse. Yo los conozco a todos, a algunos bastante bien, pero ahora ustedes también saben con quiénes trabajarán y por qué está aquí cada miembro del grupo. En rigor, todos hemos venido por la misma razón; puede que algunos hayan sufrido más que otros, pero todos deseamos cambiar la situación, y podemos hacerlo. Individualmente, todos somos capaces de ello; colectivamente, nos convertiremos en una fuerza invencible. He depositado toda mi confianza en ustedes, y yo también reflexionaré sobre el tema antes de que volvamos a vernos. -Se puso de pie y esbozó una sonrisa que abarcó a todos y cada uno de los presentes-. Gracias por venir. Siéntanse libres para quedarse aquí y conversar durante un rato. Por desgracia, yo tengo que retirarme para atender otro compromiso.

Eran casi las cuatro, y Maddy no podía creer cuántas cosas había oído en dos horas. La reunion había sido tan emotiva para todos que tenía la sensación de que había pasado varios días con el grupo. Se tomó un momento para acercarse a Bill Alexander y hablar con él antes de marcharse. Era un buen hombre, y había vivido una auténtica tragedia. Daba la impresión de que aún no se había recuperado del trance, cosa que no sorprendía a Maddy, dada la gravedad de los acontecimientos y el hecho de que habían ocurrido hacía apenas siete meses. Si acaso, le sorprendía que no hubiera perdido la razón.

– Lamento mucho lo que le pasó, embalador-dijo con delicadeza-. Recordaba la noticia, pero es muy diferente oírla de sus propios labios. Debió de ser una pesadilla.

– No sé sí algún día lo superaré -repuso él con franqueza-. Todavía sueño con ello. -Dijo que tenía pesadillas frecuentes, y la psicóloga le preguntó si estaba haciendo terapia. Alexander contestó que la había hecho durante unos meses, pero ahora esta tratando de seguir adelante solo.

Aunque parecía un hombre centrado y normal y saltaba a la vista que era extremadamente inteligente, Maddy no pudo evitar preguntarse cómo había conseguido sobrevivir a una experiencia semejante y seguir comportándose con serenidad y sensatez. Sm lugar a dudas, era una persona extraordinaria.