– Lo siento. Es que este día tiene que ser perfecto. No conoces a la familia de Edward. Su madre habría sido feliz pagando y dirigiendo, claro, toda la boda ella sola, pero es importante que demuestre que soy capaz de hacerlo yo. Cuando me case con Edward, tendré que organizar nuestra vida social. No quiero que piense que soy una mentecata.

– ¿Y tú quieres integrarte en su familia?

Lydia se pasó una mano por los cabellos, del mismo color que el pelo de su hermana salvo por el mechón morado.

– Es fácil ser de sangre azul si tienes el corazón de hielo -añadió-. El de tu futura suegra hace años que no se descongela.

– Lydia, no digas eso. Van a convertirse en mi familia. Por primera vez en mi vida, voy a disfrutar de la seguridad de una familia de verdad.

Una expresión dolida pasó por el rostro de Lydia.

– «Yo» soy tu familia. Desde que papá y mamá murieron, nos hemos tenido la una a la otra y siempre ha sido suficiente. Nat, hemos pasado mucho juntas durante los últimos veinte años y hemos sobrevivido. ¿Para qué necesitas a ese estirado de Edward? Él no te merece.

– Me ha estado esperando, durante toda la carrera y hasta que he podido consolidar mi posición. No todo el mundo hace eso, es un buen hombre. Le debo organizar la boda más perfecta que jamás se haya visto.

– Pero, ¿te estás oyendo? ¿Le debes casarte con él? Se supone que te debes casar con Edward porque estás locamente enamorada y no puedes vivir sin él. Hasta hoy, ni una sola vez te he oído decir que lo amabas. Y pasáis más tiempo separados que juntos.

Natalie se picó. La intuición de Lydia se acercaba a la verdad más de lo que ella quería admitir.

– Estás tergiversando mis palabras porque no te gusta. Pero resulta que yo le tengo mucho cariño…

– ¿Lo ves? ¡Ni siquiera eres capaz de pronunciar la palabra amor!

– ¿Amor? Bueno, ahí la tienes. Amo a Edward.

Lydia cruzó los brazos sobre el pecho y estudió a su hermana detenidamente.

– No te creo.

– Pues no me importa. Además, el amor está muy sobrevalorado. Edward y yo nos respetamos. Compartimos las mismas metas, el mismo enfoque de la vida. Nuestro matrimonio se basará en el compañerismo y la confianza, no en la lujuria.

Lydia gimió.

– ¡Ay, Señor! Nat, esto es peor de lo que imaginaba. Dime que al menos tienes una buena vida sexual.

– Mi vida sexual no es asunto tuyo -dijo ella, testarudamente-. ¿Qué hay de malo en lo que yo siento? Se supone que nuestros padres se querían, pero se pelearon como dementes hasta el último momento.

Lydia tomó la mano de su hermana.

– Sé que casarse con Edward parece una buena idea, pero creo que te casas con él por las razones más equivocadas. La seguridad monetaria y toda una familia de parientes políticos que van a estar pendientes de vosotros no lo son.

Natalie consultó su reloj, se quitó el sobretodo y se lo echó al brazo. Recogió su maletín, se alisó la falda.

– Llego tarde. Llegamos tarde. Se supone que me tienes que traer de comer quince minutos antes para que mi personal pueda darme la fiesta.

– Se supone que eso era una sorpresa -dijo Lydia con el ceño fruncido.

– Detesto las sorpresas. Además, lo tengo apuntado en el organigrama hace una semana. Voy a llegar tarde. ¿Nos vemos luego? ¿A las cinco treinta y siete en la floristería?

Lydia asintió y Natalie se despidió con un beso. Fue al ascensor preocupada con las dudas de su hermana. Quizá no estaba locamente enamorada de Edward, pero iba a fundamentar su matrimonio sobre algo mucho menos inconstante que una emoción. Siempre había sido una persona práctica, una mujer que prefería los hechos a las fantasías, el sentido común a los sentimientos.

La mayoría de la gente consideraba a Edward estirado y un poco aburrido. Pero, en él, Nat había encontrado toda la estabilidad y seguridad que había perdido el día en que murieron sus padres. A partir de ese momento, su vida había sido un trastorno creciente, su hermana y ella pasaban de la casa de algún familiar al orfanato y vuelta a empezar. Edward siempre tendría un hogar para ella y eso era todo lo que Nat necesitaba para ser verdaderamente feliz.

Con otro vistazo al reloj, apretó el botón del ascensor y zapateó impacientemente. Llegaba realmente tarde. Tenía la esperanza de que las mujeres de la oficina le regalaran un obsequio conjunto en vez de una multitud de paquetitos que tendría que abrir y, en consecuencia, perder un tiempo precioso. Eran su personal, no amigas suyas. En el lugar de trabajo no había espacio para hacer amigos.

El ascensor llegó. Nat entró y, cuando estaba a punto de apretar el botón de subida, oyó un voz masculina.

– ¡Espere un momento!

Cuando una mano apareció entre las puertas activando el sensor que desconectaba el mecanismo, ella volvió a apretar el botón. No tenía tiempo para esperar a desconocidos. Que tomara el siguiente ascensor.

Las puertas empezaron a cerrarse, pero aquel hombre volvió a interponer la mano. Así estuvieron, abriéndolas y cerrándolas hasta que el desconocido dejó escapar una maldición y metió el hombro. Natalie quitó la mano del panel de botones y se retiró al fondo con una sonrisa de plástico en los labios.

El hombre entró con una manifiesta expresión de enfado. Pero entonces se quedó inmóvil y la miró sin parpadear y sin vergüenza. Abrió la boca y la cerró otra vez con un chasquido. Fruncía el ceño, pero seguía mirándola y ella no pudo evitar hacer lo mismo. Después de todo, era increíblemente atractivo, con unos rasgos afilados que ella sólo había visto en los anuncios de moda.

Una extraña corriente de atracción crepitó entre ellos. Nat sintió escalofríos. Pero no podía apartar la mirada. El tenía los ojos más verdes que había visto nunca, claros y directos, sin dobleces. Tras toda una infancia de cuidar y proteger a su hermana pequeña había aprendido a juzgar a los desconocidos de aquella manera, a adivinar su personalidad mirándolos a los ojos. No había nada que temer de aquel hombre, de eso estaba segura.

Entonces, ¿por qué sentía de repente que le faltaba el aire? Claro, era muy guapo, cualquier mujer se daría cuenta, pero era el modo en que la miraba, como si la desnudara lentamente. Nunca un hombre la había mirado así, ni siquiera Edward. Natalie tampoco lo esperaba porque sabía que no era particularmente bonita.

Se obligó a apartar la vista, a fijarla en el panel de control. Pero, inexplicablemente, volvía a fijarla en él, y tuvo que echarle otra mirada de reojo cuando las puertas empezaban a cerrarse. Se preguntó si no debía salir de allí, pero ya iba con retraso y eso era algo que ella detestaba, también detestaba a la gente que hacía caso omiso de las reglas no escritas de la etiqueta en los ascensores. Aquel atractivo desconocido no se volvió hacia la puerta ni centró su atención en las luces del techo. No, continuó mirándola como si la conociera.

Natalie se hizo a un lado, preguntándose si se habían visto en alguna parte. Pero ella no lo hubiera olvidado, los rasgos perfectos, el bronceado profundo que hablaba de un invierno pasado en climas más cálidos. El pelo negro era mas largo de lo que el estricto código de los hombres de negocios dictaba y rozaba el cuello de la cazadora de cuero.

Natalie lo miró de arriba abajo antes de ser ella quien fijara los ojos en el techo. Llevaba vaqueros y una camisa de color caqui y, ¡cielos! Una corbata con una bailarina de «hula-hula» pintada a mano. Natalie reprimió una sonrisa y le miró los zapatos.

– ¿Nos conocemos?

Tenía una voz profunda y cálida, que resonó en la cabina. Por un instante, Natalie no se dio cuenta de que estaba hablando con ella, pero entonces recordó que no había nadie más en el ascensor. Se volvió para hablar, pero apartó la mirada. Su sentido común le decía que ignorara a aquel hombre, sin embargo no podía. Excepto por la corbata, no parecía de los que se dedican a ligar en los ascensores.

– No -murmuró-. No lo creo.

– Es raro. Podría haber jurado…

Natalie se encontró sonriéndole.

– Tengo muy buena memoria para los nombres y las caras. Estoy segura de que no nos conocemos.

El desconocido apretó un botón en el panel. El ascensor se detuvo.

– Esto le va a parecer raro, pero creo que sé dónde nos hemos visto.

Nat hubiera debido asustarse, atrapada en un ascensor detenido con un extraño por toda compañía. Pero el caso era que no tenía miedo. A pesar de todo su sentido común, sabía que aquel hombre no pretendía hacerle ningún daño. La verdad era que su atención la halagaba.

– Estoy completamente segura de que no…

El hombre se pasó la mano por el pelo y entonces levantó la otra.

– De acuerdo. Fue en un sueño. Estábamos en un velero y yo te… Bueno, la verdad es que eso no importa.

Natalie sonrió otra vez. Desde luego, aquél era el cuento más original que había oído, aunque esperaba algo más suave, más sofisticado. Sin embargo, que el desconocido intentara ligar, le produjo una extraña sensación de placer.

– Todo esto es muy divertido, pero estoy comprometida.

Su declaración pareció pillarlo completamente desprevenido y volvió a fruncir el ceño.

– Pero no puede ser. Se supone que tienes que casarte conmigo.

Natalie abrió desmesuradamente los ojos, de repente recuperó todo su sentido común. Aquel hombre no sólo era guapo, sino que estaba loco, majara, ido sin remedio. Sin perder tiempo, puso en marcha el ascensor pero sólo hasta que el lunático volvió a apretar el botón.

La furia de Natalie empezó a encenderse. ¿Quién se había creído? ¿Qué derecho tenía a secuestrarla en un ascensor?

– Escuche, señor. No sé qué querrá, pero como no…

– ¡Espera! Escúchame un momento. Te juro que no estoy loco.

– No quiero escucharlo -gritó ella-. Llego tarde y estoy comprometida. Nada de lo que usted diga va a cambiar eso.

El hombre cerró los ojos y sacudió la cabeza.

– Tienes razón -dijo mientras ponía el ascensor en marcha-. Es que mi abuela tuvo una visión y ella nunca se equivoca. Y entonces apareciste tú en mi sueño. Y ahora aquí. Y en algún lugar entre la tarta de cumpleaños y este ascensor he perdido por completo el juicio.

El extraño maldijo entre dientes y la observó de soslayo.

– No querrás cenar conmigo esta noche, ¿verdad?

Natalie tuvo que echarse a reír. El sonido burbujeante que brotó de su garganta la dejó sorprendida, porque rara vez encontraba algo que la divirtiera de verdad. No obstante, aquel atractivo desconocido tenía la extraordinaria capacidad de echar abajo su habitual dominio de sí misma.

– Ya se lo he dicho, estoy comprometida.

– Y yo soy Chase -dijo él, ofreciéndole la mano-. El diminutivo de Charles. Me alegro de conocerte. ¿Quizá podamos vernos para tomar un café después del trabajo?

Insegura, Natalie juntó las manos, convencida de que, en el momento en que lo tocara, toda su resolución se derrumbaría y caería víctima de sus considerables encantos.

– No me importa cómo se llame. Y no tomo café. Le repito que estoy prometida.

– ¿Un té entonces? Ya sé, estás comprometida. Pero si no bebes algo, acabarás deshidratada.

Natalie sacudió la cabeza, tentada a decir que sí, pero decidida a no permitirse considerar su oferta. ¿Por qué se movía tan lento aquel ascensor? ¿Y por qué aquel tal Chase tenía un efecto tan desconcertante sobre ella? ¡Natalie Hillyard no hablaba con desconocidos! Aunque el desconocido en cuestión fuera el hombre más atractivo que había visto en su vida. No aceptaba invitaciones de improviso y, desde luego, no se tragaba aquel cuento chino del sueño.

– Agua -insistió él-. Podríamos salir y bebernos un buen vaso de agua.

– ¡No!

Para su alivio, el ascensor llegó a su piso. Ella se apresuró a salir mirando por encima del hombro para asegurarse de que no la seguía. Pero él se había quedado quieto, el hombro apoyado contra la puerta y diciéndole adiós con la mano.

– Te caería bien. La gente dice que soy buena persona.

– ¡Y yo estoy prometida!

Chase se echó a reír y el sonido cálido de su risa llenó todo el pasillo. Natalie abrió la puerta de recepción, decidida a poner la máxima distancia posible entre ella y aquel atractivo extraño.

– Ya nos veremos, cariño -dijo él mientras la puerta se cerraba-. Es el destino.

Capítulo 2

– ¡Ya era hora de que llegaras! ¡Se suponía que debías presentarte esta mañana!

Chase metió las manos en los bolsillos de la cazadora. No esperaba que lo recibieran con los brazos abiertos.

– Yo también me alegro de verte, hermanito.

Siento llegar tarde. El ascensor… se ha quedado atascado.

– Nuestros ascensores siempre se encuentran en un perfecto estado operativo -dijo John, y su fanfarronada fue una imitación perfecta de las de su padre-. Tendré que hablar con mantenimiento al respecto.