Exhausta, se levantó de madrugada y comenzó a ordenar alfabéticamente todos los archivos de su boda, las cartas de respuesta, el ajuste del presupuesto, la lista de invitados y el orden en que se sentaban y que su futura madre política le había entregado. Pero, cuanto más pensaba en el día de su boda, más inquieta se sentía.
Tras numerosos intentos infructuosos, dejó de llamar a Edward a Londres y se quedó dormida en el sofá. Poco después de amanecer, la despertó el timbre de la puerta. Lo que menos esperaba era aquel ramo descomunal de narcisos amarillos.
Natalie no tuvo que mirar la tarjeta para adivinar quién los enviaba. Edward jamás le había mandado flores y no tenía motivos para empezar ahora. Sólo podían ser de Chase Donnelly.
Acababa de ponerlos en un jarrón cuando llegó la segunda entrega, seguida por otra más cada cuarto de hora. Pero ya no hubo más flores. Era una colección extraña de regalos, baguettes recién horneadas y queso, una caja de ostras, tres botellas de vino distintas, una caja de bombones belgas tremendamente caros y una cesta de fruta fresca.
Con cada entrega, Natalie echaba un vistazo a la calle para asegurarse de que sus vecinos no veían nada. Vivir en la misma ciudad pequeña que los padres de Edward le provocaba un estado de tensión constante. Pero Edward se había empeñado en llevar una vida que era un calco exacto de la de sus progenitores.
Como no hubiera sido decoroso que vivieran juntos antes de la boda, la habían dejado sola en aquella casa enorme y cavernosa, sin muebles y que pedía a gritos una mano de pintura. Edward le había prometido que trabajarían juntos en ella cuando se casaran. Natalie habría preferido una casita pequeña en el campo, pero la vida con su prometido significaba habitar una mansión de cien años que parecía perpetuamente vacía.
A las once, el vestíbulo parecía una tómbola de delicatessen. Por alguna extraña razón, Chase parecía convencido de que el modo más directo de ganarse a una mujer era a través de su estómago. Natalie lo hubiera llamado, pero no sabía su teléfono. Cuando volvieron a llamar a la puerta, fue a abrir mascullando maldiciones contra Donnelly hasta que se lo encontró, sonriendo pícaramente, apoyado en el quicio de su entrada.
– Buenos días. Estás muy bonita con el pelo mojado.
Se inclinó y la besó del mismo modo que la noche anterior, con la misma familiaridad que si lo hubiera hecho cientos de veces. Natalie escudriñó la calle, le hizo pasar y cerró la puerta.
– ¿Qué hace aquí? ¿Cómo me ha encontrado?
– ¿Te parece manera de saludar a un amigo?
– Usted no es amigo mío -dijo ella, estampando un pie descalzo sobre el suelo de mármol.
– Bueno, ¿te parece manera de saludar a un conocido al que apenas puedes soportar?
– ¿Cómo me ha encontrado? -insistió ella.
– Podría decir que he contratado a un detective privado, o que anoche te seguí. Pero, la verdad es que pirateé los archivos de los empleados con el ordenador de la oficina. ¿De verdad vives aquí? -prosiguió él, sin darle tiempo a respirar-. Sí que es una casa enorme.
– Edward y yo la compramos un mes después de que decidiéramos la fecha de la boda. Ahora tiene que irse. Si alguien lo ha visto entrar…
– O sea, que él también vive aquí, ¿no? La verdad es que me gustaría conocerlo. ¿Está en casa?
Natalie sacudió la cabeza.
– Ahora vive con sus padres. Se mudará aquí después de la boda.
– Lástima -dijo Chase-. Siempre conviene conocer a la competencia. Haría falta un ejército para sacarme a mí de la cama de mi novia, con boda o sin boda. Debe ser un hombre muy disciplinado.
Natalie suspiró frustrada, segura de que aquello era un insulto.
– ¿A qué ha venido? Creí haber dejado claro que no quería tener nada que ver con usted.
– Sí, pero yo no te creí. Digamos que fuiste poco convincente, sobre todo cuando nos dimos la mano en la floristería, ¿te acuerdas?
– Vagamente.
– Querías que te besara. Lo vi en tus ojos.
– Yo… no quería semejante cosa.
Chase se acercó hasta que casi se tocaron. Natalie podía sentir el calor de su cuerpo, la dulce caricia de su aliento en las sienes. Quería apartarse, pero le fallaba la voluntad. Toda su resolución se esfumaba ante la intensidad de su mirada.
No estaba preparada para lo que pasó a continuación, aunque le pareció la cosa más natural del mundo. Chase la besó, larga y profundamente, consumiendo su boca en una avalancha de puro deseo. Las rodillas le temblaron, pero él le pasó un brazo por la cintura y la atrajo contra su cuerpo firme y musculoso. La cabeza le daba vueltas pero, por mucho que lo intentara, no conseguía reunir las fuerzas necesarias para apartarse de él.
Una pasión que nunca había conocido corría por sus venas, incendiando sus nervios, poniendo a prueba todas sus nociones de dominio de sí. Todos sus pensamientos se centraban en aquellos labios, en el sabor de aquella lengua, el movimiento de aquella boca sobre la suya. Al instante, se sintió viva y excitada, deseada más allá del sentido común y las reglas del decoro.
Natalie sólo había besado a un hombre en su vida, Edward. Pero nada la había preparado para lo que sentía con Chase. Como una droga adictiva, su beso le entumecía el cerebro hasta que no le quedaba más remedio que sucumbir a un maravilloso torrente de sensaciones.
Pero, con el último retazo de juicio, se separó de él con un grito y se llevó la mano a los labios henchidos.
– Yo… Acabo de engañar a mi prometido -dijo horrorizada.
Chase la miró. Poco a poco, la pasión que ardía en sus ojos se fue aplacando. Entonces, maldijo entre dientes.
– Yo… Lo siento, Natalie. No debería haberlo hecho, no es justo.
– No, no. Ha sido culpa mía -dijo ella, empezando a andar de un extremo a otro del vestíbulo-. Deseaba que me besaras. No sé lo que me pasa -añadió llevándose las manos a las sienes-. Se supone que estoy prometida y lo único que se me ocurre es besar a un desconocido.
Chase la sujetó por los brazos y la obligó a mirarlo a la cara.
– Si de verdad sientes algo y lo ignoras, a la única persona que engañas es a ti misma.
– No tengo elección, lo que acaba de pasar es un error… un error de juicio. Mejor será que lo olvidemos todo y que hagamos como si nunca hubiera sucedido.
– Pero ha sucedido y yo me alegro.
Natalie se separó de él y sacudió la cabeza.
– Gracias por tus encantadores regalos, pero será mejor que te vayas enseguida.
– ¿De verdad quieres casarte con ese tipo? -preguntó él, poniéndole la mano bajo la barbilla.
– Le hice una promesa a Edward y tengo la intención de cumplirla.
Furioso, Chase fue a la puerta.
– No te merece -espetó.
– ¿Y tú sí? -preguntó ella con voz temblorosa-. Dime una cosa, ¿estás dispuesto a casarte conmigo? ¿A darme un hogar y un futuro?
– Apenas nos conocemos -contestó él, dándole la espalda.
Entonces fue ella la que lo tomó del brazo y lo obligó a darse la vuelta.
– Exacto. Hace menos de veinticuatro horas que nos conocemos y tú quieres destruir una relación que forma parte de mi vida desde hace años. No voy a consentir que eso suceda.
– Demuéstrame que lo quieres -la retó él-. Pasa el día conmigo. Te prometo que no volveré a tratar de besarte. Ni siquiera te tocaré. Pero no puedo rendirme tan fácilmente, Natalie.
– ¿Qué derecho tienes a invadir mi vida? ¿Por qué me haces esto?
– No lo sé -murmuró él mientras se pasaba una mano por el pelo-. Ojalá lo supiera. Quizá si pasáramos unas horas juntos conseguiría entenderlo.
– No -dijo ella firmemente.
– Sólo un día. Entonces desapareceré, te lo prometo.
Natalie cerró los ojos y respiró hondo. Quería echarlo de allí, pero una vocecita interior la impulsaba a olvidarse del sentido común y a satisfacer su propia curiosidad. Si no lo hacía, seguiría pensando en aquel hombre el resto de su vida. No podía permitir que un beso impetuoso arruinara toda su felicidad futura con Edward.
– Sólo un día -dijo ella-. Pasaré un día contigo y luego me dejarás en paz.
Chase asintió, aunque no muy convencido.
– ¿No habrá más besos?
Chase sonrió.
– Te lo prometo. Por ahora, sólo somos amigos.
La primavera había llegado temprano al Noroeste, la nieve y el hielo dejaban paso a una lluvia fresca y a días de sol. Chase sentía la llamada del mar. Recogieron comida del vestíbulo y subieron al baqueteado Porsche Speedster de Chase. Entonces, en un impulso, bajó la capota. Natalie había subido remisa al coche, pero lo que más temía eran las miradas de los vecinos. Se pasó la primera parte del viaje encogida en el asiento, la capucha de su abrigó echada por la cabeza para ocultar su rostro. Sin embargo, cuando reunió el valor suficiente como para quitársela, Chase se quedó admirado de cómo su pelo rubio flotaba en el viento. A Natalie le brillaban los ojos y tenía las mejillas encendidas. No importaba la promesa que ella le hubiera hecho a otro hombre, Chase se había jurado a sí mismo que sería toda para él.
– Eres preciosa -gritó, apartando los ojos de la carretera para mirarla.
– No deberías decirme esas cosas -lo regañó ella.
– ¿Por qué no? Es la verdad.
El color de sus mejillas se acentuó mientras una sonrisa pugnaba por brotar de sus labios. Entonces sacudió la cabeza. Parecía tan incómoda con el halago que él se preguntó si Edward se había molestado alguna vez en piropearla.
– ¿Adonde vamos? -gritó ella para hacerse oír con el viento.
– A un lugar muy especial.
Natalie aceptó la explicación sin hacer preguntas. Al poco, dejaron atrás los amplios campos y los bosques y salieron a la llanura arenosa que bordeaba el Atlántico. Sand Harbor yacía recostado en la costa occidental de la Bahía de Cape Cod, una aldea diminuta a un lado de la carretera que serpenteaba hasta el extremo de la península.
Chase había escogido vivir en Sand Harbor más por lo recoleto de su puerto que por su cercanía a Boston. Tenía una casita cerca del mar desde la que realizaba casi todos sus negocios. Pero no estaba ansioso por enseñarle a Natalie la casita de Cape Street. Al contrario, giró hacia los muelles. Detuvo el coche frente a una valla de cadenas, bajó e intentó darle la mano para ayudarla. Natalie se negó.
– ¿A esto llamas tú un sitio muy especial?
– Espera y verás.
Chase recogió las bolsas de comida del maletero y fue a la cancela para luego forcejear con un candado viejo y cubierto de óxido. La portezuela gimió, Natalie lo siguió adentro.
– ¿Qué sitio es este?
– Un almacén de botes. Y ahí está el mío, el Summer Day.
Natalie contempló el balandro de doce metros que reposaba el casco en unas cuñas de madera.
– Si hiciera mejor tiempo, te llevaría a navegar, te enseñaría unas playas escondidas. Pero hace demasiado frío y tengo que pintar el casco antes de que empiece la temporada.
– Yo… nunca he subido en un barco. Siempre me ha dado miedo marearme. Chase se rió. -Bueno, no corres peligro en tierra.
Dejó la comida en el suelo y llevó una escalera que apoyó contra la borda.
– Sube tú y yo te iré pasando las bolsas.
Cuando acomodó a Natalie y las provisiones en cubierta, buscó un sacacorchos y un par de copas de vino en la cabina. Cuando regresó, Natalie se había arrastrado hasta la proa y estaba de pie allí, de cara al viento, mirando hacia el puerto.
Chase aprovechó para contemplarla, recordando al mismo tiempo su sueño. Excepto por la chaqueta y los vaqueros, era exactamente igual que él la recordaba. Tenía la sensación de que pertenecía a aquel sitio, al barco, a él… La veracidad de la predicción de Nana se hacía más real con cada minuto que pasaba junto a ella.
– Eres la primera mujer que he traído a mi barco, a excepción de mi abuela.
Natalie se volvió y le sonrió mientras se apartaba el pelo de la cara.
– Según los rumores que corren por la oficina, eres la clase de hombre que siempre tiene una mujer entre sus brazos.
– Pero jamás en mi barco. Cuando navego, me gusta estar solo.
Natalie empezó a regresar hacia la escotilla, agarrándose a las lonas para mantener el equilibrio.
– ¿Y por qué me traes a mí?
– Porque éste es tu sitio. Ya has estado aquí antes.
Natalie le lanzó una mirada escéptica.
– Parece que este barco significa mucho para ti.
Chase le puso una copa de vino y ella se sentó.
– A la mayoría de hombres les da por algún coche, pero a mí no. Cuando era niño, empecé a ahorrar para comprarme un barco. Lo conseguí cuando tenía dieciséis años. Era una bañera que apenas se mantenía a flote. El verano que me licencié en la universidad, navegué con él hasta las dos Carolinas. Había prometido volver y aceptar un trabajo en la empresa de mi familia, pero continué navegando durante tres años.
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