– Eres absolutamente increíble. -Pero era él quien creía que ella lo era.
Una hora después, estaban en el Bateau Mouche comiendo bistec y patatas fritas para cenar, deslizándose por el Sena, observando las luces y los monumentos de París. Era algo muy cursi y propio de turistas, pero la idea les había resultado atrayente a los dos, y les encantó llevarla a cabo. Hablaron de lo que harían en St. Tropez y John propuso llamar a un conocido suyo que alquilaba barcos para ver si podía conseguir uno para un día o dos. A Fiona le pareció increíblemente romántico, y mientras tanto disponían de la habitación en el Byblos, lo cual también sería divertido. Cada vez que le miraba se sentía como si estuviese inmersa en un sueño.
Después dieron un paseo por la orilla izquierda, tomaron una copa de vino en la terraza del Deux Magots y él le compró un pequeño cuadro absurdo pintado por un artista callejero, como recuerdo de su primera estancia juntos en París. A medianoche regresaron al hotel, casi corrieron para llegar a la habitación, e hicieron el amor durante horas. Fue tal la pasión que ella se quedó dormida a la mañana siguiente, y no se despertó hasta que Adrian llamó a la puerta de su suite para despedirse/Salía hacia el aeropuerto. Había acabado su trabajo en París.
– Creía que estarías trabajando -dijo con tono acusador, aunque ella sabía que no lo decía para molestarla.
– Estaba… Quiero decir que ahora me… Estaba agotada -se excusó.
– Yo también. Me he estado dejando las cejas desde las seis, y ahora son las diez y media y tú seguías durmiendo.
Cuando sea mayor, quiero tener tu trabajo. -Al decirlo, se fijó en un par de zapatos de hombre, muy bien colocados bajo la mesita de café. Le sonrió abiertamente-. A menos que te hayan crecido los pies, o que te vaya el travestismo, doy por hecho que has dejado de ser virgen.
– Métete en tus asuntos -dijo suavemente. Había cerrado la puerta del dormitorio, porque John seguía durmiendo. No se habían ido a dormir hasta las cuatro de la madrugada, pero había merecido la pena trasnochar. -¿Qué me das para que no se lo diga a Sir Winston? -dijo Adrian con malicia.
– Toda mi fortuna.
– ¿Y tu brazalete turquesa? Podría hacer que lo ajustasen a mi muñeca -dijo con un deje perverso.
– Ni lo sueñes. Ya puedes ir a contárselo.
– Tal vez lo haga. ¿Todavía tienes pensado ir a St. Tropez? -Nunca antes la había visto de esa guisa, y le encantaba. Deseaba que Fiona fuese feliz. Le había gustado John desde el primer momento que lo vio. Se dijo que era estupendo para ella. Según su punto de vista, ambos habían tenido suerte, y ella se lo merecía. En todos los años que hacía que la conocía, ninguno de los hombres que había compartido su vida con Fiona había resultado de su agrado. En particular, el arquitecto londinense casado. Adrian pensaba que era repulsivo. Y siempre había creído que el director de orquesta que le había propuesto matrimonio era tonto. John era el primer hombre que él consideraba digno de Fiona.
– Sí, todavía tengo pensado ir a St. Tropez -dijo fingiendo inocencia, pero Adrian la conocía demasiado.
– ¿Va a ir contigo?
– Aha -dijo sonriendo con picardía.
– ¡Niña mala! Bueno, disfruta -le dijo abrazándola-. Llámame si necesitas decirme cualquier cosa, y envíame por FedEx todo el material antes de irte. -Fiona tenía un montón de trabajo que hacer el día antes de empezar las vacaciones, y cumpliría con ello. Enamorada o no, Fiona era una mujer que tenía siempre muy presentes las fechas de entrega. Nada cambiaría eso.
– Te lo prometo. Que tengas un buen vuelo… Te quiero -dijo volviendo a abrazarle. Después Adrian se marchó acarreando con un puñado de bolsas, con su sombrero de paja y su maleta de piel de cocodrilo roja a juego con sus sandalias.
– Yo también te quiero. Saluda a John de mi parte. Dile que me encargaré personalmente de Sir Winston. -Y tras un último saludo, desapareció dentro del ascensor mientras ella permanecía agarrada a la puerta de su suite, que acabó cerrando muy despacio. No quería despertar a John, pero él ya estaba empezando a desperezarse cuando ella volvió a meterse en la cama a su lado.
– ¿Quién era? -preguntó medio dormido pasándole el brazo por detrás de los hombros y volviéndose hacia ella. A ella le encantó el aspecto que tenía esa mañana.
– Adrian. Acaba de irse. Ha intentado chantajearme diciéndome que iba a contárselo a Sir Winston. Quiere mi brazalete turquesa. Le dije que lo olvidase.
– ¿Lo sabe? -John abrió un ojo y la miró con cautela-. ¿Se lo has dicho?
– Vio tus zapatos debajo de la mesa.
– Oh. ¿Cuánto quiere por no contárselo al perro?
– No es un perro.
– Lo siento, lo había olvidado… Ven aquí, cosa preciosa, tú… -dijo atrayéndola hacia sí. Y de ese modo, el día empezó igual que había acabado el anterior.
7
Fiona reunió todo el trabajo que había realizado y se lo envió a Adrian antes de marcharse a St. Tropez con John, y él logró apalabrar el alquiler de un barco de cuarenta y dos metros de eslora. Un conocido le prometió que se trataba de una hermosa embarcación, por lo que salieron hacia St. Tropez de muy buen humor. John le había dejado sendos mensajes a sus hijas, dado que no las encontró cuando las llamó por teléfono, diciéndoles que iba a quedarse en Francia dos semanas más.
Fiona hizo que una limusina les estuviese esperando cuando llegasen a Niza, y esta les llevó hasta el hotel Byblos de St. Tropez. Su suite allí era adorable. Irían a por el barco a la mañana siguiente.
Pasaron una hora en la playa esa misma tarde, después pasearon mirando escaparates y se detuvieron a tomar un café. Esa noche, Fiona le llevó a su bistrot favorito. Era tan ruidoso y estaba tan abarrotado como ella le había dicho que estaría, y después de una pequeña caminata, regresaron al hotel contentos de poder meterse en la cama para abrazarse. En esa ocasión se durmieron prácticamente en cuanto apoyaron la cabeza en las almohadas. Habían vivido una semana cargada de pasión, gente y emociones, y a ambos les encantaba la idea de pasar las vacaciones a solas.
Cuando vieron el barco a la mañana siguiente, ambos quedaron boquiabiertos por su belleza. Pasaron el día navegando acompañados por una tripulación de nueve miembros, hicieron noche en el puerto de Montecarlo, y disfrutaron de una tranquila cena romántica en la cubierta de popa, bebieron champán y se deleitaron contemplando los fantásticos alrededores.
– ¿Cómo ha ocurrido esto? -preguntó Fiona completamente anonadada-. ¿Me he perdido algo? ¿Cuándo morí y llegué al cielo? ¿Cómo es posible que haya tenido tanta suerte? -Jamás en su vida se había atrevido a soñar que encontraría alguien como John. Y él se sentía exactamente igual. Fiona era mágica.
– Tal vez nos lo merecíamos -respondió él con sencillez, porque lo creía.
– Es demasiado simple. Me siento como si me hubiese tocado la lotería.
– Nos ha tocado a los dos -la corrigió.
Durante las dos semanas siguientes vivieron inmersos en un maravilloso idilio, más allá de cualquier esperanza, sueño o deseo.
Solo pudieron disponer del barco durante la primera semana, e hicieron muy buen uso de él, y el tiempo que pasaron juntos después fue solo un poco más prosaico. Pero también disfrutaron de él, y lo pasaron de maravilla en St. Tropez yendo a la playa y descubriendo nuevos restaurantes. Las vacaciones acabaron demasiado pronto. Les parecía que solo habían pasado unos pocos minutos y ya estaban de nuevo en el aeropuerto de Niza. Volaron a París y, desde allí, de vuelta a casa, a Nueva York. Por primera vez en mucho tiempo, Fiona no estaba ansiosa por ver a Sir Winston. Y durante el vuelo transoceánico, hablaron sobre cómo iban a pasar el resto del verano.
John ya le había dicho que sus hijas estarían fuera hasta el Día del Trabajo, el primer lunes de septiembre, su ama de llaves estaba pasando unos días con su familia y su perra estaría en la perrera hasta el fin del verano. Ella requería mucha atención, y no podría cuidar de ella como era debido si su ama de llaves estaba en Dakota del Norte. Y después del fin de semana de la fiesta del Trabajo, sus dos hijas regresarían a la universidad, si bien volvería a verlas con regularidad durante el curso académico. Courtenay pasaba algunas semanas en casa desde que estaba en Princeton. Hilary hacía todo lo posible para viajar desde Brown una vez al mes, excepto cuando tenía exámenes. John le explicó que era una estudiante muy seria. Quería dedicarse a la oceanografía, por eso estaba haciendo prácticas ese verano en un laboratorio de Long Beach, en California. John había pensado en un millón de ocasiones que estaba convencido de que a Fiona le encantarían sus hijas. También estaba seguro de que ellas caerían rendidas a sus pies, como le había pasado a él mismo. Esa parte del asunto era sencilla. De lo que no estaba tan seguro era de la reacción de Fiona ante ellas, pues nunca había tenido hijos y no debía de saber cómo relacionarse. Pero bueno, sus hijas no eran ya unas niñas de pecho, eran mujeres. Así que, probablemente, Fiona sabría tratar con ellas a la perfección, se dijo John, y tarde o temprano acabarían siendo amigas. Sus hijas necesitaban compañía femenina adulta, pues ambas echaban mucho de menos a su madre. Fiona ya había asegurado que iría con ellas de compras. No sabía gran cosa de muchachas o jovencitas, pero era buena en eso de comprar, y supuso que sería una buena manera de empezar a conocerlas.
– Entonces, ¿qué haremos cuando volvamos a casa? -preguntó Fiona cuando se sentaron en la sala de espera de primera clase en el aeropuerto Charles de Gaulle, esperando la salida de su vuelo a Nueva York.
– ¿A qué te refieres? Había pensado que tal vez podríamos alquilar una casa en los Hamptons para los fines de semana. -Tal vez habría alguna que nadie hubiese querido alquilar, y a los dos les encantaba la playa y estar fuera de la ciudad. Si esa posibilidad fallaba, siempre podía alquilar otro barco, lo cual les pareció a los dos bastante interesante. Las posibilidades eran infinitas, pero ella tenía otro plan en mente. Habían pasado de las primeras citas y los primeros rubores a querer pasar juntos todo el tiempo.
– ¿Quieres quedarte en mi casa mientras está fuera tu ama de llaves? -le preguntó Fiona. Él había pensado en esa posibilidad, pero le había parecido presuntuoso proponérselo.
– ¿Cómo crees que se lo tomaría Sir Winston? ¿Crees que tendríamos que preguntárselo antes?
– No te preocupes. Haré un trato con él. Y a ti, ¿qué te parece la idea?
– Creo que es una idea excelente. Es difícil llevar adelante mi casa sin la señora Westerman. No tengo a nadie más que haga la limpieza. Hay alguien que viene una vez a la semana, pero lo lleva ella. Tu casa parece un poco menos problemática, con Jamal, y para ti las cosas son más sencillas con el perro… Lo siento…, quería decir tu hijo, o sea, Sir Winston.
– Eso está mejor -le dijo con una sonrisa. Le gustaba mucho el arreglo. Pero entonces, de repente, al pensar en los armarios, le entró pánico. No disponía ni de un solo centímetro libre en ellos, y tendría que hacerle un hueco a John lo antes posible. Se preguntó si le importaría tener que bajar al piso de abajo, a la habitación de invitados, para dejar su ropa. Allí guardaba sus abrigos de piel y la ropa para esquiar, pero seguramente podría conseguir algo de espacio para él. Tal vez. O… tal vez en el armario del despacho, pero no tenía nada para colgar ropa… El armario del lavabo… estaba lleno de camisones y batas y ropa de playa, y también algunos vestidos viejos. Tendría que pensar en algo. Era un hombre de muy buen talante. Así lo había demostrado en el viaje, cuando alguna cosa no salía bien, aunque pocas cosas no salieron bien. Se había mostrado amable y resolutivo en todo momento, y a ella le encantaba que fuese así. No parecía tener arranques de mal carácter, sino que siempre se mostraba dispuesto.
Esa noche fueron ya directos a casa de Fiona. Jamal la había dejado de punta en blanco para ella, y había colocado jarrones con flores en todos los rincones. La nevera estaba llena de todo lo que a ella le gustaba. Había incluso una botella de champán, que abrió para compartir con John, y brindaron de pie en el salón. Sir Winston llegaría al día siguiente, y ahora sí tenía ya ganas de verlo. A la mañana siguiente, John preparó el desayuno para ella. Hizo una tortilla de queso y panecillos ingleses. Salieron de casa al mismo tiempo para acudir a sus respectivas oficinas. Jamal llegó justo cuando ellos se iban y miró a Fiona con cara de sorpresa. Algunos hombres habían pasado la noche en aquella casa a lo largo de los años, y el director de orquesta había vivido con ella, pero hacía mucho tiempo que no veía a un hombre en la casa por la mañana. No sabía si se trataba de un asunto temporal o de alguien a quien iba a tener que acostumbrarse a ver. Las palabras de Fiona, por lo tanto, le dejaron con la boca abierta.
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