– Este es el señor Anderson, Jamal. Quiero una llave para él -dijo sin miramientos; tenía una reunión importante en la redacción y no tenía tiempo para remilgos-. Haz una copia y déjala en mi despacho. -Le recordó que tenía que estar en casa cuando trajesen a Sir Winston a las cuatro de la tarde. Tras ese breve encuentro, ella y John detuvieron dos taxis, se besaron en medio de la calle y se fueron a trabajar.

Habían quedado en verse en casa de Fiona por la noche. Él tendría que pasar primero por su apartamento para recoger algunas cosas. Así de sencillo. Como por arte de magia, iba a vivir con un hombre en su propia casa. Al menos, durante el verano. Hasta que sus hijas y su ama de llaves regresasen. Suponía que una vez las chicas se marchasen a la universidad, él volvería a instalarse con ella. Al menos, eso era lo que ella deseaba. Lo deseaba con todo su corazón. Quería que su relación funcionase, más de lo que había querido cualquier otra cosa en su vida. Estaba realmente enamorada de él, y creía que John era un hombre extraordinario. Y sabía que él sentía lo mismo por ella. Menuda suerte.

– ¿Qué tal por St. Tropez? -le preguntó Adrian con una sonrisa de reconocimiento cuando ella cruzó la puerta cargada con una pila de papeles y carpetas y revistas que se había traído de París. Tenían mucho de que hablar.

– Ha sido fabuloso. -Le sonrió. Él se fijó en sus ojos. Nunca antes la había visto tan relajada.

– ¿Y dónde está él ahora?

– En su oficina.

– ¿Dónde ha pasado la noche? -preguntó Adrian burlón. Era como un hermano para Fiona y a ella no le importaban sus puyas. Tenía muy pocos secretos para él, si es que tenía alguno.

– No es asunto tuyo.

– Yo creo que sí. ¿Se lo has dicho ya a Sir Winston?

– Le daremos la noticia esta noche.

– Llama al veterinario y dile que le dé un Valium. Será duro.

– Lo sé. -Entonces bajó la voz-. Tengo un serio problema, y no sé qué hacer al respecto.

Adrian cambió el gesto. Se preocupó al instante.

– Nada demasiado serio, espero.

– Podría serlo, Adrian. Necesito espacio en el armario. En mis armarios no queda espacio más que para un pañuelo.

– ¿Va a irse a vivir contigo? -Adrian parecía impresionado. Las cosas estaban yendo muy rápido. Pero las cosas sucedían de ese modo en ocasiones. Y esta era una de ellas.

– Algo así. Durante lo que queda de verano. Hasta que regrese su ama de llaves. Te juro que si se presenta con algo más que un par de pijamas me pondré a gritar. Anoche revisé todos los armarios, Mis abrigos de piel están en la habitación de invitados, mi ropa de verano en el piso de arriba. Mis vestidos de noche, mis camisones, mi ropa de trabajo… Dios, Adrian, tengo más ropa que una tienda. No tengo espacio para un hombre.

– Será mejor que hagas un poco de espacio lo antes posible. A los hombres no les gusta tener que rebuscar sus calzoncillos en el cajón de tus panties, o tener que pelearse con tus camisones para sacar la americana. Si no le va el travestismo, te enfrentas a un problema serio.

– Pues no le va.

– Estás jodida. Vende tu ropa.

– No seas ridículo. Tienes que imaginar algo mejor.

– ¿Yo tengo que imaginar algo mejor? ¿Acaso tengo pinta de policía de armarios? Él no va a mudarse a mi casa, va a instalarse en la tuya.

– ¿Tú qué harías? Tienes tantos trastos como yo.

– ¿Qué te parecería alquilar un tráiler y aparcarlo en la acera para guardar tu ropa? -Le divertía el problema al que tenía que enfrentarse Fiona, pero ambos sabían que era un agradable problema al que enfrentarse.

– No tienes gracia.

– No, pero tú sí. Saca todas tus cosas de uno de los armarios y, si no hay otro remedio, déjalas en la habitación de invitados, o cuelga la ropa en una de esas perchas con ruedas y llévala de un lado para otro de la casa.

– Buena idea. -Parecía aliviada-. Hazme un favor, ve a Gracious Home a la hora del almuerzo y cómprame un montón de perchas. Haz que alguien las lleve a mi casa. Le diré a Jamal que las deje en la habitación de invitados, y yo vaciaré uno de los armarios esta noche para John.

– Perfecto. Lo ves, la gente se equivoca. Creen que el reto con lo de las relaciones es el tema del sexo o del dinero. No es cierto. El problema clave son los armarios. Yo tuve que pedirle a mi último amante que se fuese. Era él o mis Blahniks. Me sentí fatal, pero en el fondo me sentía más atraído por mis zapatos. -Ella también le conocía de sobra y sabía que su último amante le había sido infiel, y que Adrian se había sentido hundido, lo había echado de casa y había llorado durante semanas. Era un tipo decente, pero su novio no lo había sido. Había estado muy cerca de romperle el corazón.

– Eres un genio. Cómprame las perchas. Intentaré irme a casa temprano y empezaré a vaciar uno de los armarios para él. Me siento tan tonta por tener tantas cosas.

– Te sentirías algo más que tonta si, teniendo el trabajo que tenemos, fueses mal vestida. Las cosas por su nombre.

– De acuerdo, pues entonces somos personas superficiales y terriblemente consentidas. Y tienes razón. Tal vez debería alquilar un apartamento solo para mi ropa e ir cambiándola con el cambio de estación. De ese modo solo necesitaría la mitad de los armarios.

– Primero comprueba si la relación funciona. Por cierto, ¿cómo va la cosa? Supongo que debe de ir bien si vas a permitirle que se instale en tu casa contigo.

– No va a instalarse -le corrigió-. Va a quedarse conmigo por lo que queda de verano.

– Lo que tú digas, «va a quedarse». Las cosas parecen ir bastante bien. Nadie se «ha quedado contigo» desde hace años. -Adrian le recordó lo que ella sabía de sobra.

– Y yo había dado por seguro que nadie volvería a quedarse nunca. Creía que Sir Winston y yo estaríamos juntos hasta la eternidad, o hasta que la muerte nos separase.

– Uno de los dos va a sobrevivir a vuestra relación. Y teniendo en cuenta la edad de Sir Winston y sus problemas de corazón, espero que seas tú. -Ella asintió, sorprendida por el comentario. Le gustaba pensar que Sir Winston iba a vivir para siempre. Adrian suponía que tendría suerte si podía estar a su lado un año o dos más, como mucho. El perro había sufrido ya un par de serios avisos. Adrian esperaba, por el bien de Fiona, que el hecho de que ella compartiese sus días con un animal bípedo no llevase a Sir Winston a una situación límite.

Tras resolver los problemas más destacados del momento, Adrian y Fiona se pusieron manos a la obra. Él la puso al día de todo lo que había sucedido relacionado con los desfiles de París. Ella tenía una reunión general con todo el equipo a las once que, como sucedía por costumbre, se alargó hasta las dos. Pasó el resto de la tarde recuperando el tiempo perdido, mirando las fotos de los desfiles de alta costura, y comprobando las fechas y los detalles para próximas sesiones fotográficas. Siempre estaban locamente ocupados. Acababan de cerrar el número de octubre y ya estaban empezando el de noviembre. Y dentro de un mes estarían hasta los topes por el tema de la Navidad, pues ese era siempre uno de los números grandes. Fiona se sintió decepcionada al descubrir que dos de sus editores favoritos habían dejado la revista mientras ella estaba fuera. Adrian había contratado a sus sustitutos estando ella de vacaciones.

Se quedó anonadada al comprobar que tenía prevista una importante sesión fotográfica para finales de semana con Brigitte Lacombe. Y otra, todavía más complicada, con Mario Testino para el mismo fin de semana. Iba a ser una semana de locos. Bienvenida a casa.

Pero a pesar de todo lo que tenía entre manos, se las arregló para salir de la redacción a las seis en punto y volar a casa. Adrian había conseguido que enviasen unas cuantas perchas con ruedas a su casa y Jamal las había montado en la habitación de invitados, aunque ella no se dio cuenta, hasta que tiraron dos al suelo con todos los vestidos de noche colgados, que las habían montado mal. Jamal había seguido las instrucciones de montaje al revés. Tuvo que ayudarla a recomponerlas.

– Ese tipo tiene que gustarte de verdad -comentó Jamal mientras ella recogía todos sus vestidos de noche del suelo por tercera vez y los colgaba de la percha. Había dedicado dos minutos enteros a besar y abrazar a Sir Winston, y él se había limitado a mostrarse frío y distante. No le gustaba que lo enviasen de «campamentos», y siempre que tenía que ir, se lo hacía pagar con creces a Fiona durante semanas. Ella vivía en la casa del perro. Y, a esas alturas, ya se había tumbado en la cama y roncaba sonoramente.

– Es un tipo estupendo -dijo sobre John al tiempo que colgaba parte de su ropa de playa en las perchas y una docena de camisones. Para cuando acabó, había dejado vacío un tercio del armario para los trajes de John, y quedaba espacio en el suelo para cuatro o cinco pares de zapatos. Y había sacado las cosas de dos de los cajones. No parecía gran cosa, pero le había llevado dos horas de trabajo. John llamó a las siete y le dijo que todavía estaba en la oficina, que no había pasado por el apartamento y que esperaba llegar a su casa a eso de las nueve. Y que si le parecía bien, podía llevar consigo pizza y vino. Ella le dio su aprobación y le dijo que prepararía una ensalada y una tortilla, lo cual a él le sonó a música celestial. Fiona sonrió tras colgar el teléfono, le parecía maravilloso hacer vida doméstica con él.

Jamal ya se había marchado para entonces, y ella exploró de nuevo por sus armarios buscando posibles cosas que sacar. Finalmente logró sacar dos parkas para esquiar que rara vez se había puesto y también el gran abrigo largo que llevaba cuando nevaba. Ocupaban un montón, pero traducido a espacio del armario, sospechaba que solo le servirían a John para colgar dos o tres trajes más. Parecía más difícil encontrar sitio en el armario que encontrar oro. Y sin duda ella habría preferido sacarse el oro de los dientes que entregarle todo un armario a John. Era una exigencia demasiado dura, por mucho que le quisiese.

Se sentó en la cama junto a Sir Winston, él la miró, gimió y se dio la vuelta sobre el lomo. Ella captó el mensaje y fue a darse una ducha antes de que llegase John. De repente, todo era diferente. Ahora, en lugar de tumbarse en la cama al llegar la noche, hecha una piltrafa, y comer atún directamente de la lata, o un plátano con un poco de pastel de arroz, tenía que adecentarse, tal vez incluso lucir sexy y glamourosa, y preparar comida para dos. Pero era divertido. Y solo iba a ser así durante el verano. Era como jugar a las casitas. Se puso una especie de chilaba de color rosa pálido de seda y unas sandalias doradas y después preparó la mesa e hizo una ensalada. Tenía pensado hacer la tortilla cuando él ya estuviese en casa.

Cuando llegó, cerca de las diez, parecía completamente agotado. Mucho peor de lo que ella solía estar cuando llegaba a casa. Acarreaba un montón de ropa, que sacó del taxi llevándola abrazada contra el cuerpo, y dos bolsas llenas de cinturones, corbatas, ropa interior y calcetines. Daba la impresión de haber iniciado una mudanza, y durante una fracción de segundo, a Fiona le dio un brinco el corazón. Pero al instante recordó la suerte que tenía y lo mucho que le amaba. Cuando la besó, se lo recordó, y después él dejó en el suelo del recibidor todas sus pertenencias. Tras el beso John miró a su alrededor expectante y preguntó:

– ¿Dónde está el perro?… Lo siento…, el chico…, el hombre…, tu amigo… Bueno, ya sabes, Sir Winston. -Tenía que recordarlo si quería que las cosas fuesen bien. Cada vez que pronunciaba la palabra «perro», ella le miraba como si le hubiese dado un bofetón. Por lo visto era muy sensible a ese tema; y, por lo visto, el perro también lo era.

– Está enfadado conmigo. Se ha ido a la cama.

– ¿Nuestra cama?… ¿Tu cama?-Ella asintió, él esbozó una sonrisa y volvió a besarla. John era un buen partido pero, después de todo, era la casa de Sir Winston. Había llegado primero.

– Debes de estar hambriento. He hecho una ensalada. ¿Quieres ahora la tortilla?

– Para serte sincero, no tengo mucha hambre. Me he tomado un tazón de sopa en el apartamento. La señora Westerman dejó vacíos todos los armarios. Es como si nadie viviese allí.

– Ahora no vive nadie. -Fiona sonrió orgullosa al pensar en el espacio que había logrado despejar en el armario. Esperaba que a él le pareciese bien.

– ¿Sabes lo que me encantaría?, me encantaría darme una ducha y relajarme. No tienes por qué cocinar nada para mí. -Ella tampoco tenía hambre, así que volvió a recoger los salvamanteles y guardó la ensalada en la nevera. Agarró un plátano y ayudó a John a llevar sus cosas arriba. También se había traído su kit para limpiar los zapatos, y su cepillo de dientes eléctrico. Le interesaba la higiene bucal y se pasaba horas con el hilo dental por las noches.