– Será mejor que despejes los armarios. No creo que quieras que vuelva a sentirse cómodo en su casa. ¿O sí? -preguntó Adrian con toda intención. Ella negó con la cabeza, apenada. Le aterrorizaba la idea de perder a John… Pero no podía haber pasado tan rápido. No tenía ningún sentido.
– No -respondió-. Quiero que vuelva.
– Entonces relájate y dale un poco de espacio. Estará bien. Está enamorado de ti, Fiona. Eso no cambia de la noche a la mañana.
– Se enamoró de mí de la noche a la mañana, tal vez se haya desenamorado con la misma rapidez.
– Tienes que adaptarte y comprometerte. Tenéis que daros tiempo para crecer en el seno de vuestra relación. Por otra parte, los dos habéis estado viviendo en una especie de tierra de Nunca Jamás todo el verano. Ahora sus hijas vuelven a estar presentes. Habéis vuelto a la realidad. Tenéis que adaptaros a eso, al menos hasta que las chicas vuelvan a irse. Esperad acontecimientos.
– Voy a cenar con ellos esta noche -dijo Fiona con un tono de voz que denotaba su miedo. En todos los años que llevaban siendo amigos, Adrian nunca la había visto así. A Fiona nunca nada le daba miedo; nunca se lo había dado, al menos, dos muchachas. Nunca le habían dado miedo los hombres. Pero eso se debía en gran medida a que nunca había temido perder a uno. Hasta ahora, se había sentido feliz estando sola. Hasta que apareció John. Ahora tenía miedo. Tenía más que perder.
– ¿ A qué hora has quedado?
– A las siete y media. En su casa. Su ama de llaves está preparando la cena. Nunca he ido a su apartamento. En todo el verano, él solo ha pasado un par de veces para coger algo de ropa, y yo no me he molestado nunca en ir con él. Aunque tampoco me invitó a hacerlo. Ojalá hubiese ido. Una casa nueva. Gente nueva. Unas reglas de juego nuevas. Mierda, Adrian, estoy asustada.
– Relájate. Todo irá bien. -No podía creerlo. La mujer que tenía en un puño a la mitad de la industria de las revistas, si no a la industria al completo, sentía un absurdo miedo de un ama de llaves y dos jovencitas. -Ni siquiera he visto a su perra. -Por amor de Dios, Fiona, si él puede resistir a tu perro, tendrías que ser capaz de trabar amistad con un pit bull. Dales una oportunidad. Tómate un Valium o algo por el estilo. Todo irá bien.
No tuvieron oportunidad de volver a hablar del tema en toda la tarde. Estuvieron ocupadísimos, con reuniones interminables y un millar de crisis inesperadas y problemas surgidos de la nada. Al menos pudo hablar un par de veces con John entre las reuniones, y su voz volvió a parecerle normal en esas ocasiones. Le dijo abiertamente que estaba nerviosa debido a la cena, y él la tranquilizó diciéndole que la quería. Después de eso, ella se sintió algo menos preocupada. Se debía a la novedad de todo el asunto. Nunca había conocido a las hijas de nadie, ni tampoco se había preocupado por ello. Estaba sentada en la sala junto a Adrian y otros cuatro editores al final de la jornada, cuando de repente él la miró. Fue él quien dio la impresión de sentir pánico en ese momento al mirar el reloj.
– ¿A qué hora se suponía que tenías que estar allí?
– A las siete y media. ¿Por qué? -Fiona estaba pálida. Se había recogido el pelo con tres lápices.
– Son las ocho y diez. Sal pitando de aquí.
– ¡Oh, mierda! -Su rostro adquirió el mismo gesto de pánico que el de Adrian. Los otros editores la miraron sin entender de qué iba el asunto-. Quería pasar por casa y cambiarme.
– Olvídalo. Lávate la cara y píntate los labios en el taxi. Tienes buen aspecto. ¡Vete! ¡Vete! -La sacó de la sala agarrándola por el brazo y ella echó a correr, se disculpó vagamente y llamó a John con el teléfono móvil desde el taxi. Eran ya las ocho y veinticinco. Llegaba casi una hora tarde, por lo que se disculpó efusivamente y dijo que había perdido la noción del tiempo en una reunión urgente de última hora sobre un tema muy importante relacionado con el número de diciembre. Él le dijo que no se preocupase, pero su tono de voz fue tenso y parecía molesto. Y cuando llegó al apartamento comprendió por qué.
El apartamento en sí era grande y cuidadosamente decorado, pero todo en él parecía frío y un poco remilgado. Y prácticamente en cada espacio que era posible había fotografías enmarcadas de su esposa. El salón le pareció una especie de santuario, con un enorme retrato de ella colgando de la pared y retratos de las chicas a ambos lados del mismo. Debían de haberlos hecho justo después de su muerte. Era una mujer guapa, y tenía el aspecto de una joven en su puesta de largo que había crecido para presidir la Junior League. Incluso en las fotografías era fácil comprobar que ella no tenía el estilo ni la brillantez de Fiona, ni tampoco era tan hermosa como ella. Pero tenía el aire de santidad propio de la esposa perfecta. Era la clase de mujer que podía aburrir a Fiona hasta la extenuación, pero de inmediato se forzó a dejar de pensar de ese modo, y entró en el apartamento pidiendo disculpas sin parar y explicándole de nuevo el carácter urgente de la reunión. Estaba al borde del llanto. John la besó amablemente en la mejilla y la abrazó.
– Está bien -susurró-. Lo entiendo. Las chicas están un poco afectadas por su madre.
– ¿Por qué? -Fiona se quedó en blanco. Su mente dejó de funcionar, estaba demasiado avergonzada por haber llegado tarde como para entender lo que acababa de oír. ¿Por qué tendrían que estar afectadas por su madre? Había muerto hacía dos años.
– Porque creen que el hecho de que esté contigo es como si la traicionase a ella -le explicó a toda prisa John antes de entrar en el salón-. Sienten como si ya no la quisiese, dado que quiero estar con otra persona.
– Murió hace dos años -susurró a su vez Fiona.
– Lo sé. Necesitan algo de tiempo para aceptarlo. -Y ella llegaba con una hora de retraso. Eso no suponía precisamente una ayuda. De repente sintió lástima por John. Tenía el aspecto de haber pasado unos cuantos días complicados. Y así era.
Cuando entró en el salón, Fiona vio a dos jovencitas de aspecto severo sentadas con la espalda recta en el sofá. Parecía como si alguien las hubiese obligado a estar allí a punta de pistola, algo que no debía de alejarse mucho de la realidad. Había visto a personas que habían sufrido secuestros con gesto más agradable, y la miraron sin remordimiento. Pero tampoco dijeron una sola palabra. Fiona se acercó a la que parecía más mayor, la que debía de ser Hilary, y le tendió la mano.
– Hola, Hilary, soy Fiona. Encantada de conocerte -dijo amablemente intentando ser a un tiempo amable y en absoluto amenazadora. La chica la miró pero no extendió la mano.
– Soy Courtenay. Y creo que lo que estáis haciendo es repugnante. -Sin duda era un modo singular de iniciar una conversación. Fiona no supo qué contestar, se quedó helada, mientras John daba la impresión de ir a desmayarse o vomitar en cualquier momento.
– Lamento que lo veas de ese modo -dijo Fiona con mucha calma, encontrando finalmente las palabras adecuadas-. Lo entiendo. Esto debe de ser duro para las dos. Pero no tengo ninguna intención de apartar a vuestro padre de vuestro lado. Hemos pasado algún tiempo juntos. Pero no va a irse a ninguna parte.
– No es cierto. Ya lo ha hecho. Ha estado viviendo contigo todo el verano. El portero nos ha dicho que solo ha pasado un par de veces para llevarse ropa. -Fiona entendió más tarde que la señora Westerman lo había comprobado y se lo había contado a las chicas. Un encanto de mujer.
– Hemos pasado algo de tiempo juntos, probablemente se sentía muy solo aquí sin vosotras -dijo Fiona mirando a la otra chica. A John aquella conversación le estaba hundiendo, parecía estar al borde del llanto. No había esperado que sus hijas reaccionasen de ese modo, se sentía amargamente decepcionado y profundamente herido. Había sido fiel y leal a su madre y a su memoria, había hecho todo lo que había estado en su mano para salvarla, y se había mantenido a su lado hasta el final. Desde entonces, había estado disponible en todo momento para sus hijas, sin reservas. Y ahora ellas querían privarle de cualquier clase de felicidad junto a otra mujer, y habían jurado odiar a Fiona sin verla siquiera. Sin razón aparente-. Encantada de conocerte, Hilary-prosiguió Fiona todavía de pie en medio del salón, sin que nadie le invitase a sentarse. John estaba a su lado, completamente desolado. Estaba pasando por ese trance desde el viaje a San Francisco, algo que para él había sido por completo inesperado. E implacable. No tenía ni idea de qué hacer con ellas, o cómo darle la vuelta a la situación. Le horrorizaba que las chicas se mostrasen descorteses con Fiona. Les había dicho que esperaba que, como mínimo, fuesen amables. Les había dicho que Fiona era una mujer maravillosa, y que no era culpa suya que su madre hubiese muerto. No de él. Pero ellas, a modo de respuesta, le dijeron que les odiaban a él y a Fiona, y se pasaron todo el fin de semana llorando. Y él también. Ahora estaba perdiendo la paciencia, se estaba empezando a enfadar con ellas por mostrarse tan poco razonables. Hilary estaba ninguneando por completo a Fiona. Era la más bonita de las dos, aunque eran prácticamente idénticas, pues parecían gemelas. Ambas tenían los ojos azules y eran rubias igual que su madre, pero también tenían algo de John.
– Por lo visto os habéis olvidado de vuestras buenas maneras -dijo con dureza-. No hay razón alguna para castigar a Fiona por salir conmigo. He sido fiel a la memoria de vuestra madre durante dos años. Fiona no tiene nada que ver con eso. Es una mujer libre y tiene todo el derecho del mundo a salir conmigo, y yo tengo todo el derecho del mundo a salir con ella si ese es mi deseo.
Pero antes de que pudiesen decir nada, una mujer mayor, de aspecto recio, enjuto y severo entró en el salón. Llevaba un vestido azul marino con un delantal, zapatos negros ortopédicos y el pelo recogido en la nuca con un tenso moño. Se parecía ligeramente a la Olivia de Popeye, pero sin ninguna clase de encanto. Parecía un dibujo animado con muy mal humor. Fiona tuvo que contener el extremo deseo de decir: «La señora Westerman, supongo»; por suerte, no dijo nada. En lugar de eso, John las presentó y la señora Westerman se negó a mirarla. Lo miró a él.
– La cena está lista desde hace hora y media. ¿Van a comer o no? -le dijo con gesto adusto. Eran las nueve, y Fiona también se disculpó con ella por haber llegado tarde. La mujer mayor se negó de nuevo a mirarla, se volvió sobre sus talones y regresó a la cocina. Obviamente estaba de parte de las dos chicas, y de la difunta señora Anderson. Fiona no pudo evitar preguntarse si la esposa de John habría sido también tan estirada. Era difícil de creer el nivel de hostilidad que le mostraban, y aún más difícil entenderlo.
John esperó a que las chicas se pusiesen en pie y las siguió al comedor. Definitivamente no iba a ser una cena agradable; Fiona lo sintió muchísimo por John. Estaba haciendo todo lo posible por mantener el barco a flote. Pero ella tenía la impresión de ir a cenar en el Titanic; o sea, que no iban a tardar en zozobrar.
Las chicas se sentaron en sus respectivas sillas mientras John acompañaba a Fiona hasta la silla que estaba junto a la suya con una mirada de amarga disculpa. Ella le sonrió para tranquilizarlo. De algún modo, sabía que lo superarían, fuera como fuese, y después podrían hablar de ello compasivamente e incluso con un toque de humor. Estaba dispuesta a quedarse allí por él, y lo que pretendía era transmitirle toda la fuerza de la que fuese capaz. Mientras ella le miraba amorosamente, la señora Westerman entró en el comedor y dejó la cena sobre la mesa de cualquier manera. El rosbif estaba frío, carbonizado hasta más allá de lo razonable, y las patatas que lo rodeaban crujían de lo quemadas que estaban. Las verduras, porque alguna vez debían de haberlo sido, resultaban irreconocibles. Literalmente, nada de lo que había en la mesa resultaba comestible. En lugar de bajar el fuego o apagarlo al saber que Fiona llegaba tarde, la señora Westerman había dejado que todo siguiese cocinándose, simplemente para dejar claro su punto de vista, para que resultase evidente que creía que su jefe había cometido un acto de alta traición. Les había prometido fidelidad a las chicas cuando regresaron de San Francisco la noche anterior y les había explicado lo ocurrido durante el verano, mientras ellas estaban fuera. Estaba indignada y les dijo que todo lo que su padre había hecho, fuera lo que fuese, era pecado. Y ella no quería trabajar para un pecador. Les había dicho a las chicas que estaba dispuesta a dejar el trabajo, lo cual les había espantado aún más. También se lo había dicho a John cuando llegó de la oficina esa misma noche. Al igual que las chicas, también pretendía castigarlo.
Fiona sabía que la señora Westerman trabajaba para la familia desde que Hilary nació, o sea veintiún años, y que iba a hacer todo lo posible para ponerle las cosas lo más difíciles posible a John. No solo era injusto, era despreciable.
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