– Esa es su intención. Y no va a librarse de su apartamento, siempre podrá pasar un día o dos en él si necesita un respiro -dijo con tono práctico, pero Adrian negó con la cabeza.

– No le lleves al punto de necesitar un respiro. Sé cómo eres. Te gusta hacer las cosas a tu estilo. Se trata de tu casa, tu vida y tu perro. Yo soy igual que tú y he cometido siempre el mismo error en mis relaciones. Me olvido de llegar a un acuerdo y adaptarme, y tarde o temprano les obliga a los otros a coger la puerta. Será mejor que lo tengas en cuenta, Fiona. -Era una advertencia solemne, y ella sospechaba que, además, estaba en lo cierto.

– Lo sé, lo sé -dijo con una sonrisa-. A veces es difícil hacerlo. Siempre voy a mi aire.

– Eso no es excusa. Todos podemos adaptarnos. Y sería una estupidez que lo perdieses. Creo que esta vez es algo que te convendría hacer de verdad. -Tenía razón, y ella lo sabía.

– Yo también lo creo. No quiero perderle. Pero te aseguro que no sé qué hacer con sus hijas.

– Deja que él lo arregle. Es su problema. No estás casada con él. -Y entonces se le pasó una idea por la cabeza y la miró con extrema atención a los ojos-. ¿Tienes pensado casarte con él?

– No. ¿Acaso debería? No quiero hijos. No necesito estar casada. Se lo dije desde el primer momento.

– ¿Y te creyó?

– Creo que sí -respondió pensativa.

– ¿Y qué pasaría si él necesitase estar casado? Tal vez sea alguien más respetable que tú -dijo Adrian con gran tino.

– Cruzaremos ese puente cuando llegue el momento. Pero por el momento, no es una opción -respondió firme.

– ¿Por qué no?

– Tendría que renunciar a demasiados armarios. Además, sus hijas me matarían.

– Es posible, por lo que me has contado. En cualquier caso, si cambias de opinión, avísame. Si alguna vez me dices que vas a casarte, es posible que me desmaye por la conmoción. Quiero estar sentado cuando me lo digas.

– No te preocupes -dijo en confianza-, no voy a hacerlo. Es posible que mi carácter se haya suavizado, pero no me he vuelto loca.

– Entonces, ¿por qué me resulta difícil creerte? -dijo Adrian sacudiendo la cabeza incrédulo acerca de lo que acababa de decirle mientras salía de su oficina.

Tal como había dicho, John se instaló el domingo. Llevó a Courtenay a Princeton el sábado y Hilary se fue en avión a Rhode Island el viernes por la noche. Dos horas después de volver de Nueva Jersey estaba ya en casa de Fiona, acompañado por media docena de maletas y un puñado de trajes colgados del brazo. Y tres cajas archivadoras cargadas de carpetas y papeles. Dijo que podría traer el resto más adelante. En esta ocasión, Fiona había pasado horas creando más espacio para él. Seguía sin ser suficiente, habida cuenta de lo que él se había traído, pero era toda una mejora. La noche del domingo eran una pareja feliz, viviendo juntos oficialmente. Las hijas de John habían vuelto a la universidad. La señora Westerman tenía todo el apartamento para ella, y Fifi se había hecho con el mando. En la casa de Fiona, ella y John se sentían felices. Sir Winston incluso movía su corto rabito cuando veía a John. La transición había resultado sorprendentemente sencilla. Otro capítulo de sus vidas acababa de dar comienzo. Todo parecía estar moviéndose muy rápido.

Y en ese clima suave siguieron desarrollándose las cosas hasta el Día de Acción de Gracias. No había modo de saltarse la cuestión de las vacaciones, y John y sus hijas mantuvieron una enconada batalla acerca de si Fiona tenía que estar con ellos o no. Las dos chicas amenazaron con no aparecer por casa si ella estaba allí. Como deferencia a su familia, Fiona insistió en mantenerse al margen, y después de interminables discusiones sin posible solución con las chicas, John acabó aceptando su propuesta. Ella había planeado pasar el Día de Acción de Gracias en casa de Adrian junto a un extenso número de amigos, y le dijo a John que, a decir verdad, lo prefería así. No se le ocurría nada más deprimente que pasar las fiestas con gente que no deseaba su compañía. Y si bien John sí la deseaba, sus hijas no. Por no hablar de la señora Westerman y de Fifi. Era una situación estúpida, pero era la mejor solución en ese momento. Y John se sintió tremendamente agradecido por su comprensión.

Lo pasó estupendamente bien con Adrian y sus amigos. Y John tuvo un solitario y solemne Día de Acción de Gracias con sus dos hijas, y la enjuta ama de llaves sirvió la comida con cara lúgubre. Aquella comida fue de todo menos alegre y feliz. Y dado que tanto Ann como él habían sido hijos únicos y que ambos habían perdido a sus padres siendo jóvenes, no tenían más familia con la que compartir ese día. Esas vacaciones solo ayudaron a que sus hijas echaran aún más de menos a su madre. Fueron un sombrío encuentro. Y al final de la silenciosa comida, John las encaró y les dijo que estaba cansado de que le castigasen no solo por la muerte de su madre, sino también por mantener una relación con Fiona.

– No voy a permitir que sigáis haciéndolo -dijo con cara de pocos amigos. Las dos chicas se echaron a llorar y le dijeron que no querían que él olvidase a su madre.

– ¿Cómo podéis decir algo así? -preguntó ofendido-. La amaba. Sigo amándola. Siempre la amaré. Jamás podré olvidarla, ni tampoco los felices momentos que compartimos. Pero eso no significa que tenga que estar solo el resto de mi vida… para recordarla mejor. Vosotras dos ya no vivís aquí, estáis en la universidad. Aquí estoy solo. Y quiero estar con Fiona. Es una mujer maravillosa.

– No, no lo es -espetó Hilary-. Nunca ha estado casada ni tiene hijos.

– Eso no la convierte en una mala persona. Tal vez no encontró al hombre adecuado.

– Estaba demasiado ocupada trabajando -añadió Courtenay, a pesar de que no la conocía. De hecho, se habían esforzado al máximo por no conocerla.

– Esa no es razón suficiente para castigarla a ella. O a mí. Y eso es lo que habéis estado haciendo las dos. No es justo para mí.

– ¿Vas a casarte con ella? -preguntó Hilary con gesto de pánico. Habían señalado a Fiona como enemiga, y estaban dispuestas a odiarla, aunque no tuviesen motivo racional para hacerlo. No le habían dado una sola oportunidad, ni siquiera habían fingido dársela. Pero John no tenía intención de permitir que sus hijas dirigiesen su vida.

– No lo sé -les dijo su padre con sinceridad-. No creo que ella quiera casarse conmigo. Le gusta su vida tal como es. Y seguramente tenga razón. Después del modo en que os habéis comportado con ella, ¿qué motivo tendría para querer pertenecer a una familia como la nuestra, o tener hijastras como vosotras? Está mejor soltera. -Las dos chicas no parecían en absoluto avergonzadas. Hilary le había confesado a una de sus compañeras de piso lo mal educada que había sido con Fiona, y de hecho se sentía orgullosa de ello. Y su hermana mostraba la misma disposición.

– No queremos una madrastra -concluyó Hilary.

– Todavía podéis hacerlo peor -dijo John con firmeza-. Mucho peor. Es una buena mujer. Y eso no tiene que ver con vosotras. Tiene que ver conmigo. No sois dos niñas. Tenéis diecinueve y veintiún años. No podéis seguir actuando como si lo fueseis. Si eso es lo que queréis, es cosa vuestra. Pero no voy a permitir que arruinéis mi vida.

– Si te casas con ella, no vendremos en vacaciones -dijo Courtenay petulante, con el tono de voz de una niña de cinco años, no de una estudiante universitaria de segundo año en Princeton.

– Lamento oír eso. Es posible que os encontraseis con una situación un tanto diferente -dijo amenazándolas sutilmente. Ambas captaron el mensaje.

– ¿Nos retirarás la asignación? -Ellas estaban probando hasta dónde podían llegar y hasta qué punto le afectaría a él. Habían llegado lo bastante lejos. De hecho, demasiado lejos.

– Si yo estuviese en vuestra posición, no me propondría comprobarlo. Voy a sentirme muy decepcionado con vosotras si continuáis comportándoos de ese modo si Fiona y yo nos casamos. -Lo que les dijo esa noche les llevó a reunirse en la cocina con la señora Westerman después de cenar. Por lo que había dicho, daba la impresión de que iba a casarse con Fiona.

– La sacaremos de aquí en seis meses si lo hace -le dijo en voz baja a las dos chicas la señora Westerman. A ellas les pareció un buen plan. Les gustó la idea de librarse de ella en un plazo de seis meses. Al menos no tendrían que estar con ella durante el resto de sus vidas, y así volverían a tener a su padre para ellas solas. Era lo único que querían. Su madre había muerto y no querían que nadie ocupase nunca su lugar. Nunca.

– ¿Y qué pasará si te despide? -preguntó Courtenay con voz entrecortada. Aparte de su padre, era la única persona que tenían en el mundo, y ella lo sabía.

– Que lo haga. Volvería a Dakota del Norte y vosotras podríais venir siempre que quisieseis. -Había ahorrado algo de dinero y también había heredado una pequeña casa allí. John no podía hacerle nada. Y, en cualquier caso, ella ya le había perdido el respeto. Creía que lo que estaba haciendo con esa mujer no era propio de cristianos.

– No queremos que te vayas -dijo Hilary con tristeza-. Queremos que te quedes aquí para siempre. -Pero la señora Westerman sabía que un día se jubilaría y se iría a su casa. Llegado el momento, las chicas se harían mayores y se casarían. Ya estaban en la universidad. No le quedaba mucho tiempo. Y si lograba evitar que John se casase con esa mujer, al menos le habría hecho un último servicio a la señora Anderson. Habría cumplido lo que prometió tras su muerte, que evitaría que él mancillase su recuerdo, o que hiciese alguna clase de tontería. Se lo debía. E iba a hacer todo lo que estuviese en su mano para protegerla. Ann Anderson había sido una mujer excelente. Y esa otra mujer, esa que él andaba acechando y con la que se acostaba, con la que se degradaba en definitiva, pues bien, fuera lo que fuese o creyese ser a ojos de John, por lo que a ella respectaba, no era nadie.-Y mientras Rebeca Westerman estuviese viva, Fiona nunca conseguiría a John. Lo había jurado solemnemente y cumpliría con ello costase lo que costase.

10

Al contrario de las tensas relaciones entre John y sus hijas, las cosas eran poco menos que una balsa de aceite entre él y Fiona. No parecía haberles costado un gran esfuerzo adaptarse a vivir juntos, y ella intentaba convertir el caos que era su vida en un leve ronroneo para que él no se sintiese incómodo. Intentó que Jamal vistiese de un modo más respetable, que no fuese por la casa pasando la aspiradora con unos bombachos o con un taparrabos. Y cuando la gente se dejaba caer por la casa, como venía sucediendo desde hacía años, ella les sugería que, en la próxima ocasión, llamasen antes.

Dejó de programar sesiones fotográficas en casa, como había hecho en otras ocasiones, y tampoco había vuelto a invitar a ningún fotógrafo de fuera de la ciudad a que se alojase allí. Estaba intentando, por decirlo de algún modo, ser respetuosa con John. Él llevaba una vida diferente a la suya, y ella no podía comportarse con tanta libertad y despreocupación como había venido haciendo cuando estaba sola. Había tomado muy en cuenta el consejo de Adrian porque quería que John fuese feliz. El punto donde había situado una línea infranqueable era en lo relativo a Sir Winston. No pensaba hacer cambio alguno que tuviese que ver con el perro. Seguía durmiendo en la cama, y seguía tan malcriado como cualquier niño pequeño.

Pero, por fortuna, John había llegado a tomarle cariño y le encontraba la mar de divertido. Y a Fiona ya solo le quedaba una pequeña cicatriz en el tobillo, cortesía de Fifi. Por otra parte, no había vuelto al apartamento de John. Prescindiendo incluso de lo que había vivido en él, lo encontraba deprimente. Él solo acudía allí cuando una de sus hijas estaba en la ciudad para pasar el fin de semana, lo cual sucedía muy de cuando en cuando. Estaban muy ocupadas en la universidad. Nunca hablaban de Fiona, y él no se la mencionaba. Aun así, él seguía creyendo que se trataba de una situación muy triste y quería que las cosas cambiasen. No sabía cómo convencerlas o imponerse a ellas. La señora Westerman avivaba las brasas, mantenía el fuego encendido, siempre que hablaba con las chicas. Les recordaba una y otra vez que tenían que serles fieles a su madre por encima de todo. Era una especie de vendetta que la señora Westerman se había empeñado en llevar a cabo. Y después de los muchos años de amabilidad y lealtad a la familia, y del vínculo que existía entre las chicas y ella, John no tenía valor para enviarla de vuelta a Dakota del Norte, a pesar de lo mucho que le habría gustado hacerlo. Y dado que la perra había pertenecido a Ann, tampoco tuvo ánimo para hacer algo respecto a ella. Tenía pensado pasar una semana en el apartamento con las chicas en Navidad. Después de eso, Hilary y Courtenay se irían a esquiar a Vermont con unos amigos, y él y Fiona se irían al Caribe para pasar el fin de año. Irían a St. Bart's, y se detendrían en Miami de regreso a casa. John tenía un nuevo cliente muy importante en Miami, y ella quería echarle un vistazo a South Beach por cuestiones de la revista. Tenían pensado estar fuera dos semanas. John había dicho que pasaría Nochebuena con Fiona y el día de Navidad con sus hijas. Era un modo absurdo de hacer las cosas, pero no tenía otra elección por el momento. Era un tratado de paz muy poco convincente entre dos bandos, pero nada es perfecto. Su vida con Fiona le proporcionaba lo más parecido a la felicidad de lo que había gozado nunca. Era realmente feliz con ella. Y Adrian afirmaba que jamás había visto mejor a Fiona. El trabajo les iba muy bien a los dos, y a pesar de lo incómodo de la situación, incluso habían logrado organizar las Navidades.