Empezar de nuevo

Título original: Second Chance

Traducción Joan Trejo

Para los pocos afortunados

que han tenido una segunda oportunidad

y han inspirado este trabajo.

Y para mis maravillosos, maravillosos hijos

Trevor, Todd, Beatriz, Nick, Samantha,

Victoria, Vanessa, Maxx y Zara,

que son mi razón de vivir, la alegría de mi existencia,

con todo mi corazón

d. s.


Todos conocemos a alguien singular que es bueno para nosotros. Pero cuando has tenido unas cuantas relaciones empiezas a sospechar que no es la persona adecuada, sino que tiene puntos defectuosos.

¿A qué se debe? Pues a que tú mismo eres defectuoso en algún aspecto y buscas parejas que lo son en otros complementarios. Pero él o ella ocupan una parcela de tu vida para crecer plenamente dentro de tus propios defectos. Hasta que no tropiezas con tus demonios más profundos -tus problemas irresolubles- no sabes cómo eres realmente, que estás preparado para encontrar un compañero para toda la vida. Solo entonces sabes lo que estás buscando.

Tú estás buscando una persona defectuosa. Pero no cualquier persona defectuosa, sino la persona defectuosa «correcta», esa que miras con amor y piensas: «Este es el problema y quiero que lo sea».

Yo busco esa persona especial que es inadecuada para mí precisamente de la manera correcta.


Andrew Boyd,

Daily Aflictions

1

Era un abrasador día de junio en Nueva York y el aire acondicionado había dejado de funcionar otra vez en la redacción de la revista Chic. Era el segundo apagón de la jornada y Fiona Monaghan parecía dispuesta a matar a alguien cuando entró en su oficina después de pasar veinte minutos encerrada en el ascensor. Le había ocurrido exactamente lo mismo el día anterior. En cuanto bajó del taxi, después de almorzar en el Four Seasons, se sintió como si le hubiesen extraído todo el aire de los pulmones. Dentro de dos semanas tenía que irse a París…, si para entonces todavía seguía con vida. Los días como ese hacían que cualquiera odiase la ciudad de Nueva York, pero dejando de lado el calor y el enfado, a Fiona le encantaba todo lo que entrañaba vivir allí. La gente, la atmósfera, los restaurantes, el teatro, la avalancha cultural y el movimiento continuo… Incluso le gustaba la casa de ladrillo rojo de la calle Setenta y cuatro Este que había comprado hacía diez años dejándola al borde de la más absoluta bancarrota. Había invertido hasta el último centavo en remodelarla. Era una casa exquisita, con estilo, el símbolo de todo aquello en lo que ella se había convertido.

Tenía cuarenta y dos años y había dedicado su vida a convertirse en Fiona Monaghan, una mujer que suscitaba admiración entre los hombres y, de entrada, envidia entre las mujeres, aunque era fácil quererla cuando se la conocía bien y pasaba a ser tu amiga. Por otra parte, si se la ponía en un aprieto, podía ser una temible oponente. Incluso las personas que no la tenían en gran estima admitían respetarla. Era una mujer fuerte, apasionada e íntegra, y habría luchado hasta la muerte por aquello en lo que creía o por una persona a la que hubiese prometido apoyar. Jamás rompía una promesa, así que cuando daba su palabra uno sabía que podía contar con ella. Se parecía a Catherine Hepburn con un ligero toque a lo Rita Hayworth, era alta y delgada, de brillante cabellera pelirroja, y con unos grandes ojos verdes que siempre brillaban, ya fuese por rabia o por placer. Era imposible olvidar a Fiona Monaghan una vez la habías conocido, y en sus dominios era absolutamente popular, llamativa, poderosa y atenta. Amaba su trabajo por encima de todas las cosas, y había trabajado muy duro para estar donde estaba. Nunca se había casado, nunca había querido hacerlo, y a pesar de que le gustaban mucho los niños, no había querido tenerlos. Estaba satisfecha con lo que había conseguido. Era la editora jefe de la revista Chic desde hacía seis años, y como tal era un icono en el mundo de la moda. Disfrutaba de una vida íntima muy plena. Había mantenido una relación más o menos estable con un hombre casado, y llegó a vivir ocho años con otro hombre. Antes de eso había tenido unas cuantas aventuras esporádicas, por lo general con artistas o escritores, pero desde hacía año y medio estaba sola. El hombre casado era un arquitecto británico que vivía entre Londres, Hong Kong y Nueva York. Y el hombre con el que había vivido era director de orquesta, y la había dejado para casarse y tener hijos; ahora vivía en Chicago, un destino que Fiona consideraba peor que la propia muerte. Fiona opinaba que Nueva York era el centro del mundo civilizado. De no vivir en Nueva York podría hacerlo en Londres o París, pero en ningún otro lugar. Ella y el director de orquesta seguían siendo buenos amigos. Había pasado por su vida antes que el arquitecto, al que ella dejó cuando su historia se complicó en exceso, pues amenazó con dejar a su esposa por ella. No había querido casarse con él, ni con ningún otro. Tampoco había querido casarse con el director de orquesta, a pesar de que se lo pidió en repetidas ocasiones. El matrimonio siempre le había parecido una empresa demasiado arriesgada para ella, habría preferido dedicarse a recorrer la cuerda floja en el circo antes de arriesgarse con el matrimonio, y así se lo hacía saber a los hombres. El matrimonio nunca había sido una opción para ella.

Su infancia había sido lo bastante dura para estar convencida de que no quería arriesgarse a hacerle pasar a nadie por semejante trance. Su padre las abandonó cuando su madre tenía veinticinco años y ella tres. Su madre volvió a casarse en dos ocasiones con hombres que Fiona odiaba, ambos alcohólicos, igual que lo había sido su padre. No volvió a verlo después de que se largase, ni a él ni a su familia, y lo único que supo es que había muerto cuando ella tenía catorce años. Su madre murió estando ella en la universidad. Fiona no tenía hermanos ni familiares conocidos. Así que a los veinte años se vio sola en el mundo, con un graduado por Wellesley, y tuvo que buscarse la vida. Fue ascendiendo peldaños en pequeñas revistas de moda y aterrizó en Chic a los veintinueve. Siete años después, se convirtió en editora jefe, y el resto ya era historia. Fiona ya era una leyenda cuando tenía treinta y cinco años y era la más importante editora de revistas de la región a los cuarenta.

Fiona disponía de una incontestable capacidad de juicio, un infalible sentido para lo que estaría de moda y para lo que podía o no funcionar. En otro orden de cosas, tenía muy buena cabeza para los negocios y todos los que trabajaban con ella la admiraban por eso. Pero por encima de todo era una mujer valiente. No le asustaba afrontar riesgos, excepto en su vida sentimental. En ese territorio no daba un paso más de la cuenta, no sentía la necesidad de hacerlo. No le asustaba estar sola, y de hecho durante el último año y medio se había convertido en su situación ideal. En cualquier caso, nunca estaba realmente sola, pues estaba constantemente rodeada de fotógrafos, ayudantes, diseñadores, modelos, artistas y un considerable rebaño de parásitos. Su agenda estaba cubierta, su vida social era muy activa y disfrutaba de un buen puñado de amigos interesantes. Siempre decía que le importaba bien poco volver a vivir con alguien. A decir verdad, en su armario no había espacio para la ropa de nadie más, y no tenía ganas de hacerlo. La revista ya entrañaba suficientes responsabilidades como para desear responsabilizarse también de un hombre. Fiona Monaghan no tenía un minuto de respiro en su vida, y a ella le encantaba que así fuese. Mostraba una elevada tolerancia, así como una leve tendencia, hacia la confusión, el nerviosismo y el caos. Llevaba una falda de seda negra, larga y estrecha, que le caía desde la cintura formando pequeños pliegues al caminar, saliendo del ascensor en el que había permanecido encerrada durante veinte minutos después del almuerzo. Vestía también una blusa blanca estilo campesina, con los hombros al descubierto, y llevaba la larga cabellera pelirroja recogida con una trenza informal. La única joya que lucía era un enorme brazalete de turquesas que prácticamente le cubría toda la muñeca y que causaba envidia en todas aquellas personas que llegaban a verlo. David Webb lo había diseñado especialmente para ella. Calzaba unas sandalias de tacón alto Manolo Blahnik, un gigantesco bolso Fendi de piel de cocodrilo color rojo, y debido a que llevaba los accesorios a juego, así como a las líneas largas y claras, transmitía una impresión de estilo y elegancia inimitables. Fiona era tan deslumbrante como cualquiera de las modelos que aparecían en la revista, era mayor que ellas pero igual de hermosa, si bien a ella no le importaba en absoluto su aspecto físico. Nunca había utilizado su atractivo sexual, estaba mucho más interesada en la mente y en el alma, y ambas cosas destellaban en lo más profundo de sus verdes ojos. Estaba pensando en la portada del número de septiembre cuando se sentó tras su mesa, se sacó las sandalias y tomó el teléfono. Había tenido noticia de un nuevo diseñador en París y quería que una de sus jóvenes editoras adjuntas investigase sobre él. Fiona siempre tenía alguna clase de misión entre ceja y ceja, necesitaba un montón de ayudantes para poder mantener el ritmo, y era tan temida como admirada. Había que correr de lo lindo para seguirle el paso, pues había demostrado no tener paciencia alguna con los vagos, los holgazanes o los tontos. Todo el mundo en Chic sabía que si Fiona te señalaba con el dedo, era mejor cumplir a rajatabla… o dejarlo correr.

Su secretaria le recordó diez minutos después que había quedado con John Anderson media hora más tarde, y ella gruñó. Había olvidado la cita, y debido al calor, la falta de aire acondicionado y el ratito que había pasado dentro del ascensor no se sentía de humor. Anderson era el nuevo jefe de la agencia de publicidad que la revista había contratado. Se trataba de una compañía sólida y con solera que, gracias a él, había sabido llevar adelante toda una serie de nuevas ideas realmente interesantes. La propuesta del encuentro había sido cosa de Fiona, pues se había visto con casi todos los miembros de la agencia excepto con él. El trabajo que esa empresa estaba desarrollando, así como su trayectoria, hablaban por sí mismos. El encuentro era en sí una mera formalidad, conocerse personalmente. Estaba reorganizando la redacción de Londres cuando decidió contratar los servicios de esa compañía, y ahora que había vuelto a la ciudad, decidieron conocerse. Él le sugirió que quedasen para comer, pero ella no disponía del tiempo necesario, así que le propuso que quedasen en la redacción con la idea de que el encuentro fuese lo más breve posible.

Devolvió una docena de llamadas telefónicas antes de que llegase su cita, y Adrian Wicks, su editor más destacado, estuvo con ella cinco minutos para comentar los desfiles de moda parisinos. Adrian era alto, delgado y elegante, un hombre negro ligeramente afeminado que se había dedicado durante años al diseño de ropa antes de empezar a trabajar en Chic. Era tan listo como ella, lo cual a Fiona le encantaba. Adrian se había licenciado en Yale, tenía un master en periodismo de la Universidad de Columbia, había trabajado diseñando ropa y, finalmente, aterrizó en Chic para, formar, junto a ella, un impresionante equipo. Él había sido su mano derecha durante los últimos cinco años. Era tan moreno como pálida era Fiona, tan adicto a la moda como ella e igualmente apasionado en todo lo relativo a la revista y a sus propias ideas. Aparte de eso, era su mejor amigo. Le invitó a que estuviese con ella cuando llegase John Anderson, pero Adrian había quedado a las tres con un diseñador y en cuanto salió de su oficina, la secretaria le dijo a Fiona que el señor Anderson acababa de llegar. Ella le dijo que le hiciese pasar.

Levantó la vista de la mesa y miró hacia la puerta, vio entrar a John Anderson y se levantó para saludarle. Fiona sonrió cuando sus miradas se cruzaron. Se estudiaron durante unos segundos. Era un hombre alto, de constitución recia, cabello canoso impecablemente peinado, brillantes ojos azules y rasgos juveniles que casaban a la perfección con la actitud que transmitía. Todo lo que ella podía tener de llamativa él lo tenía de conservador. Sabía por el material biográfico del que disponía, así como por los informes que le habían proporcionado amigos mutuos, que era viudo, que acababa de cumplir cincuenta y que tenía un M.B.A. de Harvard. También sabía que tenía dos hijas en la universidad, una en Brown y otra en Princeton. Fiona siempre recordaba esa clase de detalles personales, los encontraba interesantes, y a veces resultaban muy útiles para hacerse una idea de con quién estaba tratando.