– No puedo creer que lo haya hecho -dijo incrédula.
– Ni yo tampoco. Estoy tan contento de que lo hayas hecho. De que lo hayamos hecho -se corrigió. Decidieron no llamar a las chicas hasta la mañana siguiente. No querían hacer nada que pudiese empañar ese momento.
Pasaron la noche en la cama, abrazados, e hicieron el amor, y todo a su alrededor parecía tranquilo y en paz. Y cuando se despertaron por la mañana, estaba nevando y el mundo por completo parecía haber quedado cubierto por un manto blanco.
Prepararon el desayuno y sacaron al perro a pasear. John la miró asombrado.
– Por cierto, ¿cómo vas a llamarte ahora? Lo digo para saberlo cuando te presente a alguien.
– ¿A ti qué te parece? ¿Fiona Anderson no te suena un poco raro? Fiona Monaghan-Anderson me parece demasiado pretencioso. ¿Sabes qué haré?, probaré con Anderson durante unas semanas, si me gusta, lo dejaré así.
– Eso es todo un detalle de tu parte. Tengo que admitir que espero que te guste.
– Podemos intercambiar apellidos -dijo juguetona.
Después del paseo, Fiona llamó a Adrian y John subió al piso de arriba para telefonear a sus hijas. El resultado de ambas llamadas resultaba previsible. Adrian estaba de su lado, estaba muy ilusionado, y las chicas se mostraron desagradables con su padre. Sabía que ellas tenían la esperanza de detenerle mediante sus numeritos, por eso les horrorizó descubrir que no habían podido hacerlo. Ahora ya no podían hacer nada. Se había casado con Fiona y esperaba que ellas, tarde o temprano, lo aceptasen, pero de no ser así, nada iba a cambiar. Fiona no le hizo muchas preguntas cuando volvió a bajar. No esperaba que sus hijas reaccionasen de un modo diferente a como lo habían hecho hasta entonces. Adrian le preguntó si todavía tenía intención de ir a París para los desfiles de alta costura de enero.
– Por supuesto. No voy a dejar mi trabajo, solo me he casado -dijo. Solo le había llevado cuarenta y dos años hacerlo. Realmente no dejaba de ser algo alucinante.
Pero apenas tuvieron tiempo de celebrarlo. Fiona ya le había dicho que habían celebrado la luna de miel antes de la boda yendo al Caribe. Se fue a París diez días después para los desfiles de las colecciones de primavera/ verano de alta costura. Y justo después, ya en Nueva York, estuvo muy ocupada con los desfiles de prêt-à-porter durante la semana de la moda. La semana infernal, como ella la llamaba. Tuvo muchísimo trabajo, así que apenas vio a su marido durante el primer mes de matrimonio. Ni siquiera dispusieron de tiempo para planear la fiesta. Y cuando las chicas llegaron a la ciudad, John les dijo que podían quedarse en casa de Fiona o bien que Fiona y él se alojarían juntos en el apartamento, pero que ya no tenía intención alguna de verlas a solas.
A Fiona le horrorizó que las chicas aceptasen, a regañadientes, la idea de que ella se alojase con él en el apartamento, pero John insistió mucho y finalmente decidió pasar allí un fin de semana. Sabía lo importante que eso era para él. Era uno de esos atroces sacrificios de los que Adrian le había hablado, los que marcaban la diferencia, así que acordó hacerlo. Y resultó ser casi tan desagradable como había esperado que fuese.
Las chicas apenas le dirigieron la palabra, y cuando lo hicieron se mostraron desdeñosas y maledicientes, pero al menos toleraron su presencia, lo cual supuso una mejora. La maldita señora Westerman estuvo a punto de envenenarla con un curry tan especiado que casi acaba con ella, y para susto de John, y para aumentar sus suspicacias, dejó suelta a Fifi fuera de la cocina «accidentalmente», y la perra se lanzó directamente hacia la pierna izquierda de Fiona en esta ocasión, y le dio un buen mordisco en el tobillo izquierdo en lugar de en el derecho. Esta vez solo necesitó cuatro puntos. Adrian la miró anonadado cuando ella llegó a la revista el lunes por la mañana.
– ¿Otra vez? ¿Estás loca? ¿Cuándo van a matar a esa perra?
– Me temo que John va a matar al ama de llaves. Gritó con tanta fuerza que las chicas se echaron a llorar, y ella amenazó con dejar el trabajo. Creo que tendré que llevar conmigo una de esas pistolas falsas la próxima vez que las chicas vengan a visitarnos.
– Espero que no vengan a menudo. ¿John ha despedido al ama de llaves?
– No puede. Las chicas la adoran.
– Fiona, está intentando matarte.
– Lo sé. Muerte por envenenamiento de curry. Todavía me arde el estómago. Gracias a Dios, la perra es muy pequeña y no puede llegarme a la garganta, si no acabaría conmigo. Pero tengo que aguantar lo mejor que pueda. Le amo.
– Pero no tienes por qué amar a la perra, ni al ama de llaves, ni a sus hijas.
– Eso es un reto mayor -confesó.
John, sin ir más lejos, había vuelto a pasarlo mal. Había sido un fin de semana bastante espantoso, y por otra parte estaba sufriendo mucha tensión en la oficina. Fiona estaba más ocupada de lo que había estado desde hacía meses. La revista parecía inmersa en un huracán. Varias personas se habían ido, el formato había cambiado, y la nueva campaña de publicidad estaba causando algunos problemas y se habían visto obligados a rediseñarla, lo cual suponía también uno de los problemas de John. Un fotógrafo había demandado a la revista. Una supermodelo sufrió una sobredosis durante una sesión fotográfica y estuvo al borde de la muerte, atrayendo a su vez mucha publicidad negativa. Fiona llegaba a casa todos los días a las diez de la noche y viajaba más que nunca. Voló tres veces a París en un solo mes, y al mes siguiente pasó dos semanas en Berlín, y después tuvo que ir a Roma para una importante reunión con Valentino. John se quejaba de que no la veía nunca, y tenía razón.
– Lo sé, cariño, y lo siento. No sabía que esto iba a pasar. Y lo malo es que no sé cuándo se van a calmar las cosas. Cada vez que resuelvo un problema, surge uno nuevo. -Pero la oficina de John no pasaba por una situación más relajada. La agencia volvía a cambiar de manos y eso conllevaba un montón de problemas. Y en abril, una de sus hijas le dijo que se había quedado embarazada y que había abortado. Culpó a su padre y le dijo que de no haberse casado con Fiona no habría estado tan fuera de sus casillas y no habría sido tan descuidada con el chico con el que se acostaba. Era ridículo culparlo por algo así, pero John, de algún modo, se sintió culpable y se culpó a sí mismo, e indirectamente, una noche en la que bebió más de la cuenta, a Fiona; algo que la dejó con la boca abierta.
– ¿En serio lo crees? ¿Crees que el aborto y el embarazo de Hilary han sido culpa mía? -Fiona le miró incrédula.
– No sé qué creer. Hemos alterado por completo sus vidas. Y, maldita sea, Fiona, no te veo nunca. -Esa era la cuestión que realmente le desagradaba.
– ¿Qué tiene eso que ver?
– Me da la impresión de vivir con una azafata. Vienes a cambiarte de ropa, haces la maleta y vuelves a largarte. Y yo me quedo aquí con tu jodido perro y un lunático que va por ahí medio desnudo con un bañador Speedo de lamé dorado. Necesito algo más de cordura a mi alrededor. Me gustaría venir a casa y sentir que todo es normal, ya tengo suficiente estrés en la oficina.
– Entonces tendrías que haberte casado con una persona normal -espetó. Lo que le había dicho no le había gustado.
– Creía que lo había hecho. No puedo vivir envuelto en todo este caos.
– ¿Qué caos?
Ella ya apenas invitaba a nadie a su casa. Sus famosas fiestas habían desaparecido del mapa, precisamente porque no quería incomodarlo. Y había prometido pedirle a Jamal que se pusiese algo más de ropa. Ella ya se lo había dicho con anterioridad, pero en cuanto ella no estaba presente, él hacía lo que le venía en gana. Pero no hacía daño a nadie, y no cabía duda de que era un hombre dulce.
Adrian se percató de lo furiosa que estaba cuando llegó a la redacción esa mañana y se lo contó. Ella y John habían tenido otra discusión acerca de Jamal.
– Te dije que tenías que comprometerte. Cómprale un uniforme a Jamal y dile que lo lleve puesto.
– ¿Qué diferencia supondría eso? ¿A quién le importa lo que lleva puesto cuando pasa la aspiradora?
– A John -dijo Adrian con tono severo-. ¿Y qué hiciste al final con los armarios?
– No he tenido tiempo de hacer nada. Llevo tres meses subiendo y bajando de aviones. No he tenido ni un solo día de descanso, Adrian, ya lo sabes.
– Pues bien, tendrás que hacer algo al respecto. No quieres perderlo, ¿verdad?
– No voy a perderlo -dijo confiada-. Estamos casados.
– ¿Desde cuándo es eso una garantía absoluta?
– Bueno, se supone que tiene que serlo -respondió insistente-. Los votos matrimoniales significan algo, ¿no?
– Sin duda, siempre que te cases con un santo. Con los seres humanos, la garantía puede caducar. Fiona, las personas pueden ser impacientes. -Intentó alertarla.
– De acuerdo, de acuerdo. Le daré un armario. En cualquier caso, ¿para qué necesita él un armario? Ha dejado la mayoría de su ropa en el apartamento. Junto a la de su esposa, y ese retrato que tanto odio. También discutimos por eso el otro día. Quería traérselo para que las chicas se sintiesen cómodas en mi casa. Por amor de Dios, ¿por qué demonios querría yo vivir con el retrato de su otra esposa?
– ¡Compromiso, compromiso, compromiso! -Adrian blandió un dedo frente a su cara-. Él tiene su punto de vista particular. Eso tal vez haría que les gustases más a las chicas. Podrías ponerlo en su dormitorio. No tienes por qué verlo.
– No voy a convertir mi casa en un santuario de su otra esposa. No podría vivir con eso.
– El primer año es siempre el más duro -dijo Adrian con mucha calma, pero eso lo decía porque no era él quien tenía que comprometerse. Pero Fiona tampoco se estaba comprometiendo. Ella quería que todo siguiese estando en el mismo sitio, y cada vez que John cambiaba o movía algo, ella tenía que volver a ordenarlo todo. Le había dicho a Jamal que no le permitiese a John cambiar nada. Ese fue el motivo de su gran discusión cuando ella estaba en Los Ángeles supervisando una sesión fotográfica de Madonna. John había colocado algunos de sus libros en la biblioteca y Jamal no quiso dejar que lo hiciese. John la telefoneó a Los Ángeles y amenazó con irse si no le decía a Jamal que le dejase en paz. Era la primera vez que lo hacía y Fiona se asustó, así que le dijo a Jamal que le permitiese hacer lo que quisiese. Jamal discutió con ella por teléfono, le recordó que le había pedido que no dejase que John cambiase nada, y ella casi se dejó llevar por la histeria y le gritó, diciéndole que obedeciese sus órdenes y que no pusiese más problemas. Jamal la llamó después llorando y amenazó con renunciar a su trabajo, pero ella le suplicó que no se fuese. Fiona deseaba que a su alrededor hubiese gente, lugares y cosas familiares. Tenía dos hijastras a las que no soportaba y un hombre que quería dejar huella en su vida, algo a lo que tenía todo el derecho.
Pero tras toda una vida de hacer las cosas a su manera, de controlar su entorno, sentía que todos los cambios que proponía John eran como una especie de invasión de su persona. Incluso el mero hecho de ver sus libros en las estanterías la ponía un poco nerviosa. John había colocado alguno de los libros de Fiona en el estante superior para hacer algo de hueco para los suyos.
La cosa estaba siendo bastante dura, por lo que estaban al borde del ataque de nervios todo el día, dispuestos a discutir o a lanzarse a la garganta del otro a la menor oportunidad. La señora Westerman había amenazado con dejar el trabajo, John estaba planteándose la posibilidad de vender el apartamento y sus hijas estaban indignadas. Pasara lo que pasase, Fiona no estaba dispuesta a hacerse cargo de la perra. Le había dicho a John que estaba dispuesta a matarla si la traía a su casa, John les dijo algo al respecto a Hilary y Courtenay y ahora ellas la odiaban un poco más. Se había formado un círculo vicioso inquebrantable a base de malentendidos y tergiversaciones, y nervios a flor de piel, y constantes situaciones estresantes para todos los implicados.
En abril los acontecimientos sufrieron un dramático cambio de orientación a peor, cuando John le dijo que estaba organizando una cena para un nuevo cliente. Quería celebrarla en Le Cirque, en un reservado, y le pidió ayuda a Fiona. Su secretaria no era buena con ese tipo de cosas y le pareció razonable pedirle a Fiona que le echase una mano. Lo único que él quería era que ella reservara plazas, escogiera el menú, encargara flores y le ayudara con la distribución de los asientos. Tenía que invitar a varias personas de la agencia y al menos un miembro del equipo de creativos, por lo que conformarían un grupo algo heterodoxo. Conocía bastante bien al cliente, pero nunca había visto a su esposa, por lo que esperaba el juicio de Fiona respecto a los detalles y a cómo sentar a los invitados. El cliente era un tipo extremadamente severo del Medio Oeste, tan alejado del mundo de Fiona como uno pudiese imaginar.
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