Lo primero que hizo Fiona fue insistir en que celebrasen la cena en casa. Dijo que eso le daría un toque más personal y que entrañaría mucho menos trabajo. Insistió en que todo el mundo se sentiría allí más cómodo que en un restaurante, lugar que a ella le parecía más impersonal, a pesar de que a los dos les encantaba Le Cirque.

– Siempre he preparado aquí las cenas de trabajo de la revista -insistió, pero John replicó que no estaba seguro del todo.

– Le gente de la revista a la que tú sueles invitar es muy diferente. No creo que en toda tu vida hayas visto a un tipo más estirado que este. Y no sé ni una sola palabra de cómo es su mujer.

– Confía en mí. Sé lo que hago -dijo confiada, dispuesta a redimirse por lo ocupada que había estado el mes anterior-. Los trataré como si fuesen dignatarios extranjeros. Encargaré la cena a los que siempre me llevan el catering. Si quieres, podemos preparar una estupenda cena a la francesa como las de Le Cirque.

– ¿Y qué pasará con Jamal? -preguntó inquieto-. Este tipo fue la cabeza visible del Partido Republicano en Michigan antes de mudarse aquí. No creo que pudiese entender la presencia de un hombre medio desnudo, y no quiero que piense que somos raritos.

– Tiene un uniforme. Haré que se lo ponga. Lo prometo. Le amenazaré con quitarle la vida -le tranquilizó creyendo en lo que decía. Era cierto que le había comprado a Jamal un uniforme de mayordomo tras casarse con John, en previsión de noches como esa, porque quería estar preparada. Nunca se lo había puesto, pero sabía que era de su talla. Le había obligado a probárselo, se lo confeccionaron a medida. Al día siguiente llamó al servicio de catering, a la floristería, encargó comida francesa para el menú y exquisitos vinos. Tenía pensado servir Haut-Brion, Cristal, Cheval Blanc y Château d'Yquem para los postres. Estaba empeñada en redimir todos sus pecados esa noche, y estaba absolutamente convencida de que todo saldría bien. No iba a dejar ni un solo cabo suelto.

El día de la cena, en la revista tuvieron que afrontar una crisis de grandes dimensiones, y dos de sus mejores editores amenazaron con retirar un diseño que no había salido bien y Fiona se vio obligada a imponerse. Había tenido que encarar la Tercera Guerra Mundial en la redacción, entre otras cosas porque su secretaria le anunció que estaba embarazada y se pasó toda la jornada vomitando. Adrian, por otra parte, estaba de baja debido a la gripe. A media tarde, Fiona tenía un dolor de cabeza tremendo que tenía visos de convertirse en migraña. En cuanto llegó a casa, se tomó dos pastillas de un pote sin etiqueta que le habían dado en Europa y que guardaba en el botiquín. Era un medicamento relativamente suave pero había dado buen resultado en otras ocasiones. Todo estaba bajo control. Y media hora antes de que empezase la cena, los del servicio de catering lo tenían todo dispuesto, Jamal llevaba puesto el uniforme, la mesa lucía estupenda y las copas de cristal centelleaban a la luz. Así pues, cuando John lo comprobó todo antes de que llegasen los invitados, parecía aliviado y contento. La mesa parecía sacada de uno de los diseños de la revista. Era perfecta, y la comida olía de un modo delicioso.

El invitado de honor y su esposa llegaron justo a la hora, de hecho con cinco minutos de adelanto, lo que a Fiona le pareció levemente inquietante. Se estaba subiendo la cremallera del sencillo vestido negro que había escogido para la ocasión cuando sonó el timbre de la puerta. John bajó a toda prisa la escalera. Ella se puso unas sandalias de tacón alto de satén y un par de grandes pendientes de coral. Tenía un aspecto tan sencillo y respetable que apenas se reconoció al mirarse en el espejo antes de bajar la escalera para reunirse con sus invitados. Todavía le dolía la cabeza, pero se sentía mejor desde que se había tomado las pastillas, por lo que le dedicó una cálida sonrisa al cliente de John. Su marido le presentó primero a Matthew Madison y después a su extremadamente mojigata esposa. Ambos daban la impresión de no haber sonreído desde hacía años. El resto de los invitados despejaron un poco la frialdad del momento al ir llegando uno a uno. Tenían que ser diez invitados en total, y con John y Fiona harían doce.

Jamal pasó la primera ronda de entremeses y todo fue bien, pero justo en ese momento Fiona empezó a notar que el dolor de cabeza regresaba con más fuerza incluso que antes. La preocupación de John por que todo saliese como era debido no ayudaba, porque ella se sentía tensa con solo mirarlo. John quería que todo fuese perfecto, y así fue. Fiona decidió no tomarse otra pastilla para el dolor de cabeza. En lugar de eso, y con mucha discreción, le pidió a Jamal una copa de champán. Pareció dar resultado. Fue a poner música para dar algo de ambiente y sonrió para sus adentros. No había preparado una cena tan formal como esa en años. Incluso era posible que no la hubiese preparado nunca. Le gustaba que las cosas fuesen más animadas y más divertidas, y sin lugar a dudas más exóticas. Pero quería hacerlo todo según se lo había pedido John.

Cuando Jamal pasó la segunda ronda de entremeses fue cuando apreció que John le hacía una señal apuntando hacia sí mismo, pero no entendió qué intentaba decirle. Él frunció el ceño con furia y miró hacia los pies de Jamal. Vio que a los pantalones negros con banda de satén al costado y la seria chaqueta negra del esmoquin, la correspondiente camisa blanca y la pajarita, Jamal había añadido, una vez iniciada la cena, unos zapatos de tacón dorados con pedrería incrustada. Fiona los reconoció de inmediato, pues eran suyos. Le siguió hasta la cocina y le dijo que se los quitase.

– ¿Por qué no llevas los zapatos adecuados? -le reprendió entre susurros en la cocina. Él la miró con inocencia y se encogió de hombros.

– Me hacían daño.

– Esos también hacen daño. Me salen ampollas cada vez que me los pongo. Jamal, tienes que quitártelos. John quiere que todo salga a la perfección.

– Odio los zapatos de hombre, son tan feos -dijo con gesto apenado.

– Me importa bien poco. La cena de hoy es importante. Cámbiate los zapatos.

– No puedo.

– ¿Por qué?

– Los he tirado.

– ¿Adonde?

– A la basura. -Fiona alzó la tapa del cubo y allí estaban, entre conchas de ostras, dos latas vacías de caviar y un par de tomates aplastados. No había modo de que volviese a ponerse esos zapatos. Estuvo a punto de proponerle que se pusiese unos de John, pero su pie era casi cuatro números mayor que el de Jamal.

– Sube arriba y ponte unos míos que sean planos, como mínimo. ¡Y negros! -inquirió. Jamal echó a correr escaleras arriba todavía con los zapatos de tacón puestos. Se tomó de un trago otra copa de champán y regresó con los aburridísimos invitados de John. Cuando estaba entrando en el comedor, tropezó y el contenido de su tercera copa de champán voló por los aires para aterrizar sobre el vestido de Sally Madison. Fiona sofocó una exclamación.

– Oh, Dios mío, lo siento, Sammy… Quiero decir, Sarry… Sally… -John se dio cuenta al instante de que Fiona arrastraba las palabras. Nunca antes la había visto bebida, así que no podía imaginar qué era lo que iba mal. Fiona fue a toda prisa a la cocina y regresó con una toalla y soda para limpiar el champán del vestido de aquella mujer.

La velada empezó a caer en picado a gran velocidad a partir de ese momento. Jamal regresó con otros zapatos, tal como le había dicho, pero en lugar de negros escogió unos llamativos zapatos planos de piel de cocodrilo color rosa. No era lo que Fiona le había propuesto, y todos los invitados se fijaron en ellos cuando pasó los entremeses. Para cuando se sentaron a cenar, Fiona estaba tan ebria que apenas podía mantenerse recta. Las pastillas para el dolor de cabeza, aparentemente inocuas, unidas al champán habían resultado ser un cóctel mortífero. Tuvo que subir al dormitorio y tumbarse un rato antes de los postres. La comida fue muy buena y los vinos excelentes, pero Jamal había dejado anonadados a los Madison, eso resultaba evidente, mientras servía la comida y hablaba amistosamente con los invitados. Y John quería asegurarles que iba a enviar a su esposa al centro de rehabilitación de Betty Ford. John, de hecho, estaba dispuesto a matar a su esposa cuando se fuesen los invitados.

Se sentía absolutamente furioso cuando subió al piso de arriba y la encontró tumbada de cualquier manera sobre la cama todavía vestida. Se despertó en cuanto él entró en el dormitorio.

– Oh, Dios mío, tengo el peor dolor de cabeza de la historia -dijo con un gruñido mientras rodaba sobre su espalda y miraba a su marido. Se llevó las dos manos a la cabeza.

– ¿Por qué demonios lo has hecho? -le preguntó iracundo. Ella nunca lo había visto tan enfadado y esperaba no volver a verlo así nunca más-. ¿Cómo has podido emborracharte en una cena tan importante como esta? Por el amor de Dios, Fiona, te has comportado como una candidata a Alcohólicos Anónimos.

– Me dolía la cabeza y me tomé unas estúpidas pastillas antes de cenar. Creí que el champán no interferiría. Nunca antes lo había hecho. -Pero es que nunca antes había probado la mezcla.

– ¿Y qué fue lo que te tomaste? -La miró ofuscado-. ¿Heroína? ¿Y qué ha hecho Jamal? ¿Estaba fumando crack mientras se vestía? ¿Qué demonios creía estar haciendo cuando se puso esos zapatos?

– ¿Los dorados o los de color rosa? -Estaba intentando concentrarse en lo que decía John, pero seguía estando muy ebria debido a la mezcla de las pastillas y el champán. Cinco minutos más tarde, a pesar de todos sus esfuerzos por prestar atención a lo que le decía, volvió a dormirse sin remisión.

Al día siguiente tenía una resaca de caballo y no podía recordar nada de lo sucedido durante la cena, pero durante el desayuno, y con un tono de voz helado, John la puso al corriente. Después de lo ocurrido, John estuvo de morros con ella durante una semana. En cualquier caso, consiguió la cuenta, para su sorpresa, pero aun así llamó a Madison al día siguiente para disculparse por el comportamiento de su esposa, manifestándole su deseo de que no hubiese causado daño irreparable alguno en el vestido de Sally al verterle el champán. Matthew Madison se mostró sorprendentemente comprensivo al respecto, y John le explicó que Fiona había mezclado, con muy poca fortuna, aspirinas para el dolor de cabeza y champán. Mientras lo decía entendió que era la clase de excusa que cualquiera podría inventarse para justificar a una esposa alcohólica. Sin lugar a dudas, al tiempo que abril dejaba paso a mayo, lo ocurrido esa noche pasó factura en su relación. John seguía enfadado, a pesar de que Fiona se había disculpado un millar de veces. De todas las veces que Fiona podía haber experimentado mezclando pastillas y alcohol, esa era la noche menos indicada; así lo entendía John.

En mayo, por otra parte, durante una importante sesión fotográfica que duró una semana, un fotógrafo de fama mundial fue expulsado de su hotel por discutir con el director. Había llevado a su habitación a cinco prostitutas a la vez y eso había incomodado a otros clientes. Fiona no tuvo más remedio, a pesar de sus reparos, de llevarlo a casa e instalarlo en la habitación de invitados; lo cual conllevó que todas las perchas con ruedas fuesen a parar al salón. El caos se había apoderado definitivamente de la casa cuando John llegó de su oficina y se topó con el fotógrafo, dos prostitutas y el camello que le pasaba la cocaína practicando sexo en el salón. Fiona todavía estaba en la revista. John perdió los estribos, con toda razón, y los sacó a todos a la calle. Temblaba de rabia cuando llamó a Fiona a la redacción. Ella no le culpó por lo que acababa de hacer, también estaba enfadada, pero el fotógrafo era uno de los nombres más importantes de su profesión y no quería que se marchase, aunque él igualmente lo hizo al día siguiente, volando de vuelta a París. Fiona no tenía ni idea de cómo completar ahora el número de julio. Estaba sentada tras su escritorio, llorando a lágrima viva, cuando Adrian entró en su despacho y ella empezó a gritarle.

– Si vuelves a decirme una vez más que me comprometa, te mato. Ese idiota de Pierre St. Martin montó una orgía en mi salón anoche y John le echó de casa. Ahora se ha marchado y ha destrozado por completo el maldito número de julio. Y hace tres semanas me emborraché a base de mezclar champán y unas pastillas francesas para el dolor de cabeza en una cena de trabajo que John montó en casa. Nos estamos volviendo locos. El retrato de su mujer cuelga de mi salón, sus hijas me odian y una de ellas me culpa por haber tenido que abortar. ¿Y qué demonios voy a hacer con el número de julio? Ese hijo de perra se ha largado y me ha dejado tirada después de que John lo echase a patadas, y que conste que no le culpo por ello. Se lo estaba montando con dos putas y su camello cuando John llegó de su oficina. Yo también me habría subido por las paredes. Y eso se añade a que todavía no me ha perdonado por lo de la borrachera. Tenía migraña. Y Jamal se puso mis Blahnik dorados de doce centímetros de tacón de la temporada pasada. -Toda una letanía de lamentos.