Adrian regresó el domingo para seguir ayudándola. Ella pasó el resto de la siguiente semana preparando sus cosas. A modo de homenaje a su particular sentido del humor, salió para París el día de Halloween.

– Sé buena contigo misma. Deja de castigarte. Las cosas siempre suceden por una razón. -Sí. Su padre se fue. Su madre murió. John se divorció de ella. Sir Winston murió. Dejó un trabajo que, durante un tiempo, lo fue todo para ella. Ahora nada de eso tenía significado-. Y llámame. Me preocupo por ti.

– Haz un buen trabajo -le dijo Fiona con lágrimas en los ojos. Sabía que lo haría. Él era, punto por punto, tan buen editor como lo había sido ella, y atesoraba, en ese momento, mucha más vida que ella en su interior-. Haz que me sienta orgullosa. -De hecho, ya lo estaba.

– Te quiero -dijo con las mejillas cubiertas de lágrimas. Sus caras estaban húmedas cuando se besaron-. Dales lo que se merecen a esos parisinos. Te veré en enero, o antes si puedo escaparme. -Enero les pareció a los dos una eternidad. Faltaban casi tres meses para los desfiles de alta costura. Y el mayor problema para ella era que Nueva York le había dado a ella lo que se merecía, con total efectividad. Sentía que tal vez habrían tenido que montarla en aquel avión metida en una bolsa para cadáveres, no en un asiento. Nunca antes en su vida se había sentido tan mal.

– Cuídate -susurró bajando la cabeza y echando a andar cegada por las lágrimas. Él se quedó allí hasta que dejó de verla, sin dejar de llorar.

13

La habitación que tenía Fiona en el Ritz era pequeña, casi diminuta para lo que ella estaba acostumbrada, y las vistas daban al cielo invernal. A veces se sentaba a contemplarlo, echando de menos todo y a todo el mundo, a John, a Adrian, su trabajo, su casa, Nueva York, Sir Winston e incluso a Jamal. En cuestión de meses, lo había perdido prácticamente todo, y ahora estaba allí, sin estar segura de qué iba a hacer a partir de ese momento. El invierno en París fue lluvioso y gris, pero casaba a la perfección con su estado anímico, por lo que le parecía correcto estar allí. No necesitaba hablar con nadie, ni ver a nadie. De hecho, no quería hacerlo. Se había instalado en su propio dolor y soledad.

A mediados de diciembre, los papeles del divorcio llegaron a París. Ya poco importaba. No hizo nada. Pasó Nochebuena y el día de Navidad en su habitación. Acudió a la misa en el Sacré Coeur y oyó cantar de forma exquisita a un coro de monjas. Se sintió como si hubiese muerto y estuviese en el cielo. Se sentó a escucharlas con lágrimas en los ojos.

Y esa noche, cuando regresó al hotel, empezó a escribir. No se trataba del libro que había imaginado que escribiría. Era un libro sobre una niña pequeña, con una infancia parecida a la suya, una niña que se hizo mujer como ella, que cometió los mismos errores y que andaba también en busca de una curación. Escribir aquello fue para Fiona una especie de catarsis, y aclaró su mente sobre varias cuestiones. Le resultaba más claro ahora ver los caminos que había escogido en la vida, los hombres que había temido, aquellos a los que había escogido en su lugar, su determinación, su carrera. Las cosas que había escogido a modo de sustitutivo de las auténticas relaciones, el trabajo, que había representado tanto para ella que había oscurecido todo lo demás, los sacrificios que había querido realizar, los hijos que nunca había tenido. La búsqueda de la perfección y cómo había conducido su propia existencia. Incluso el perro, que se había convertido en un sustitutivo de los hijos. Y los compromisos que no había tomado por John, porque le había asustado demasiado la idea de hacer espacio para él, no en sus armarios sino en su corazón. Porque si se lo entregaba todo, lo cual había hecho igualmente, perdería demasiado si le perdía a él, lo cual había ocurrido igualmente. Y todo eso había quedado reflejado en su historia, página tras página, del mismo modo que diciembre desemboca en enero. Estaba totalmente inmersa en la escritura cuando llegó Adrian. Él observó que tenía mejor aspecto, aunque seguía estando muy delgada y tan pálida que casi parecía gris. Ella no había salido de la habitación desde hacía días. Estaba escribiendo de un modo furioso. Y Adrian todavía estaba en París cuando llamaron de la inmobiliaria para decirle a Fiona que habían encontrado un apartamento para ella. En el distrito séptimo, en el bulevar de La Tour Maubourg. Llamó a Adrian, que también estaba alojado en el Ritz, como era costumbre, y él le prometió que iría a ver el apartamento después del desfile de Gaultier. Fiona había evitado tener contacto alguno con la gente del mundo de la moda. Ya no tenía nada que compartir con ellos. Salió del hotel junto a Adrian procurando ir de incógnito, ataviada con unas gafas oscuras, el pelo peinado hacia atrás y un abrigo con capucha. Estaba lloviendo. Pero incluso lloviendo el apartamento era hermoso. La casa daba a la parte trasera de otro edificio, con un patio adoquinado y un pequeño jardín cuidado con mucho esmero. Los propietarios de la casa eran una pareja que ahora vivían en Hong Kong y que nunca estaban allí. No habían tenido valor para venderla y no resultaba difícil entender por qué. El apartamento ocupaba la planta superior y el desván, y tenía un jardín en el terrado. Era lo bastante grande para ella sola. Y había un estudio en el desván donde podía escribir. Se lo quedó al instante, y le dijeron que podía instalarse en cuanto quisiese. Estaba amueblado de un modo muy sencillo con algunas antigüedades y había una cama con dosel. Los techos lucían unos adorables artesonados y los suelos de madera tenían unos trescientos años. Podía verse viviendo allí durante mucho tiempo, y Adrian también.

– Parece el desván de Mimi en La Bohème. Y tú también estás empezando a parecerte a ella -dijo Adrian con evidente preocupación, pero al mismo tiempo se alegraba por ella. Le resultaba evidente que Fiona era feliz allí, y ella le había hablado del libro. No tenía ni idea de cuándo iba a acabarlo. Según el ritmo al que escribía, esperaba finalizar en primavera. Pero eso no le importaba. Ni siquiera sabía si intentaría publicarlo, pero escribirlo le estaba haciendo bien.

Cuando firmó el contrato de alquiler al día siguiente y rellenó uno de los cheques, se dio cuenta de que era el día de su aniversario de boda. No supo si se trataba de una especie de profecía o simplemente de una infeliz coincidencia, pero después de eso volvió al Ritz y se emborrachó con champán en presencia de Adrian. Él todavía estaba preocupado por ella, y con razón. Parloteaba sin descanso, y cuanto más bebía, más hablaba de John, sobre el perdonarle por lo que había hecho, por haberla dejado, que lo entendía y que no pasaba nada, y que no importaba, y que había hecho lo correcto, y que ella se había comportado fatal con él. Pero no tan mal como se había comportado consigo misma desde entonces, como bien entendió Adrian. Seguía culpándose, y él se preguntó si echaría de menos su trabajo, aunque ella le había asegurado que no, porque él no estaba seguro de si la creía o no. La vida de Fiona le parecía ahora tan vacía, tan carente de gente a excepción de los personajes de su libro. Y Adrian sabía que, por encima de todo, ella tenía que perdonarse a sí misma, por eso se preguntó si sería capaz de hacerlo algún día o si los fantasmas la perseguirían hasta el día de su muerte. A él todavía seguía doliéndole verla de esa guisa. Y eso provocaba que sintiese furia contra John por haberla abandonado. Su vida podía haber sido caótica, pero seguía siendo una mujer de primera. Adrian creía que John había sido tonto dejándola, por haber perdido la paciencia tan pronto.

Adrian no quería abandonarla, pero tenía que irse de París a finales de semana. Fiona se mudaba a su apartamento al día siguiente y él no podía echarle una mano. Tenía que volver a Nueva York pues tenía un montón de citas a las que atender, entre ellas una con John Anderson. Chic estaba teniendo problemas con la agencia de publicidad, pero no se lo dijo a Fiona. No era sencillo ocupar el hueco que había dejado, suponía todo un reto para él. Cada día que pasaba la admiraba un poco más, pues su puesto entrañaba ejercer de equilibrista: lanzar cien pelotas al aire y rezar para que ninguna cayese al suelo. Le había pedido consejo a Fiona en varias ocasiones, y le impresionaba que ella siempre encontrase la respuesta adecuada, que siempre tuviese la mente en su sitio, que su juicio siguiese siendo infalible y su gusto extraordinario. Era una mujer sin igual, y estaba convencido de que su libro sería bueno. Estaba poniendo en ello todo su corazón. Cuando el avión de Adrian despegó del aeropuerto Charles de Gaulle, pensó en ella, como hacía siempre, y rezó para que estuviese bien. Parecía tan vulnerable y tan frágil, y aun así tan fuerte al mismo tiempo. Admiraba su valor incluso más que su estilo.

Mientras Adrian volaba hacia Estados Unidos, Fiona se instalaba en el apartamento del bulevar de La Tour Maubourg. Las habitaciones no eran muy ventiladas y el cielo estaba gris, y encontró una pequeña gotera en la cocina, pero todo estaba limpio. El alquiler incluía mantelería y platos, ollas y sartenes. Tenía dos dormitorios y dos baños, un diminuto salón, una acogedora cocina donde podía recibir a sus amigos, y un estudio arriba, en el que imperaría la luz en los días soleados. Era todo lo que necesitaba. Durante los primeros días echó de menos el Ritz y los rostros conocidos, la camarera del turno de noche que siempre se interesaba por ella, el telefonista que reconocía su voz, el portero que se llevaba la mano al sombrero cuando ella pasaba, los botones con cara de niño con sus gorras redondas de color azul que siempre llevaban sus paquetes, y los conserjes que se ocupaban incluso de sus menores necesidades. Nunca iba a ninguna parte, por lo que no necesitaba hacer reservas, pero le traían cosas, se encargaban de sus cartas y sus paquetes, sus faxes, compraban los libros que necesitaba a modo de documentación y siempre eran amables cuando se detenía en el mostrador para hablar con ellos.

En un principio, se sintió sola en el apartamento. No tenía nadie con quien hablar. No podía pedir nada de comer a la hora que fuese, pero de algún modo era bueno para ella. Tenía que vestirse y salir a la calle, aunque solo fuese ponerse unos vaqueros y un viejo suéter. Había un bistrot al volver la esquina donde comía de vez en cuando, o tomaba un café, y una tienda de alimentación a pocas manzanas de distancia. A veces se quedaba en el apartamento hasta que se le acababan la comida y los cigarrillos. Había empezado a fumar otra vez, lo que no le ayudaba con la cuestión del peso. Estaba más delgada y la ropa le iba ancha, pero tampoco importaba mucho porque solo se ponía sudaderas, viejos suéteres y vaqueros. Se sentía muy francesa cuando fumaba, sentada en la terraza de un café, mientras leía las últimas páginas de su manuscrito. Y durante la mayor parte del tiempo, le agradaba.

Llovió mucho en París ese invierno, y siguió haciéndolo cuando el invierno dio paso a la primavera. En abril, cuando apareció definitivamente el sol, empezó a dar largos paseos por los quais. Un día, mientras observaba el fluir del Sena, se acordó de la noche en que cenó con John en el Bateau Mouche. Hacía de eso casi dos años, pero a ella le daba la impresión de que había transcurrido una eternidad. La vida que llevaba entonces se había esfumado como por ensalmo. La gente, su trabajo en Chic, incluso Sir Winston. Y John, obviamente. Él, en especial, parecía encontrarse a años luz de distancia.

En mayo se encontraba mejor, y el libro iba por buen camino. Sonreía de vez en cuando al releer las páginas e incluso reía abiertamente sentada en el estudio. Llevaba una existencia de lo más solitaria en París desde hacía más de seis meses, pero ahora entendía que había sido lo mejor que podía haber hecho. Se sentía mejor en su propia piel cuando Adrian apareció por allí en el mes de junio, por lo que él se sintió aliviado al verla. Había ganado algo de peso, fumaba como un carretero, pero tenía buen color. Se había cortado un poco el pelo, sus verdes ojos brillaban y transmitían viveza. Tenía buen aspecto, incluso Adrian podía apreciarlo. Siempre había sido muy crítico con ella, y Fiona seguía siendo una de sus amigas más queridas, a pesar de vivir tan alejados. Le gustó lo que le contó del libro.

Fiona quiso ir a Le Voltaire con él en esta ocasión, y no le importó que les acompañase la editora de otra revista. Ahora no tenía nada que ocultar. Ya no parecía hundida y las cosas estaban empezando a ir bien. Y cuando le preguntaron qué estaba haciendo en esos momentos, ella respondió con una sonrisa que estaba escribiendo un libro.

– Oh, Dios, espero que no sea uno de esos roman à clef-dijo la editora con cara de pánico, y Fiona se echó a reír.