– ¡A Andrew Page le ha encantado mi libro! Voy a firmar con él mañana. Y tiene una comida con una editorial para hablar de mi novela. -Hablaba como si acabase de dar a luz a gemelos, y en cierto modo así era. También le había hablado de su nuevo libro, por lo que iba a intentar conseguir un contrato por dos o tres libros. A los editores les gustaba saber que no iba a ser la obra de un autor de un solo libro. Y ese no era, obviamente, su caso.

– ¿Se supone que tendría que sorprenderme? -le preguntó Adrian con tono displicente-. Te dije que el libro le encantaría. -Fiona acababa de poner en marcha una nueva carrera profesional-. Lo siguiente que hará será vender los derechos para hacer una película y todos iremos a Hollywood para el estreno. Y si escribes el guión, quiero ser tu acompañante cuando te den el Osear.

– Te quiero, y gracias por tu voto de confianza, pero estás mal de la cabeza. Ahora lo que tienes que hacer es quedar para cenar conmigo esta noche y así podremos celebrarlo. ¿Estás disponible? -Él todavía estaba intentando librarse de un compromiso anterior, pero le prometió que lo estaría. Quería sacarla por ahí y darle un poco de marcha. Quedaron en encontrarse a las ocho en La Goulue, que seguía siendo el restaurante favorito de ambos en Nueva York.

Cuando montó en el taxi camino de su cita, Fiona llevaba puesto el único vestido un poco elegante que se había traído consigo. Se trataba de un vestido de cóctel negro de Dior con cierto aire vintage que había comprado en Didier Ludot en el Palais Royal. Estaba espectacular. Llevaba el pelo suelto y brillaba como cobre pulido, y en honor a su nueva carrera de autora incipiente, se había dignado a maquillarse. El vestido era corto y dejaba las piernas al descubierto. Lucía, además, unas alucinantes sandalias Manolo Blahnik de tacón alto con cintas alrededor de los tobillos que le pusieron los dientes largos a Jamal. Daba bastante el perfil de Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes, a excepción del brillante pelo rojo.

Al chef de La Goulue le encantó verla, hablaron en francés y él se quejó de no haberla visto por allí desde hacía un año. Ella le explicó que ahora vivía en París, y cuando les acompañó hasta una mesa en un rincón del salón, las cabezas fueron volviéndose a su paso. Fiona estaba más espectacular que nunca. Estaba a punto de sentarse cuando un rostro familiar llamó su atención. En cualquier otra situación no le habría saludado, pues habría sido lo más sencillo. Pero estaba tan solo a dos mesas de distancia y habría sido demasiado incómodo. Era John.

Ella se detuvo a su lado y le sonrió, pero no se trataba de un saludo seductor, era el agridulce reconocimiento de alguien con quien se compartieron viejos tiempos. Se fijó en que la mujer sentada a su lado parecía muy respetable y muy rubia. Parecía casi un calco de su difunta primera esposa. Y era la presidenta de la Junior League. Habían estado saliendo durante seis meses y transmitían la confortable sensación de la gente que se conoce a la perfección.

John dio la impresión de haber sido pillado a contra-pié, de hecho la sorpresa fue mayúscula y no le resultó cómodo en absoluto, pero enseguida se levantó con un grácil movimiento, saludó a Fiona y le presentó a su acompañante. Su rostro cambió de color cuando las dos mujeres se dieron la mano.

– Elizabeth Williams, Fiona Monaghan. -Ambas mujeres se estudiaron y en los ojos de la rubia, durante un segundo, hubo un chispazo de reconocimiento. Sin duda debía de haber oído hablar de Fiona, y parecía ligeramente contrariada debido a su larga cabellera y a sus estupendas piernas. Fiona tenía aspecto de modelo, y parecía diez años más joven que ella. Era el tipo de mujer que habría puesto nerviosa a cualquier otra, y más sabiendo que el hombre con el que mantenía una relación se había acostado con ella, o peor aún: que había estado enamorado de ella. Pero John, después de todo, la había dejado, no al revés. Así que no era precisamente el portador de una antorcha con el nombre de Fiona.

– Encantada de verte, John -dijo Fiona amablemente, tras presentarle a la mujer con la que estaba cenando. No prestó demasiada atención a su nombre. Más que cualquier otra cosa, era una mujer tipo, exactamente la clase de mujer que Fiona suponía que saldría con John. Coincidía punto por punto con el estilo de mujer con la que Fiona había predicho que acabaría John, y por lo visto así era. El tenía buen aspecto. De repente, quiso contarle lo de su libro y su nuevo agente, pero le pareció una niñería hacerlo y se refrenó.

– ¿Qué tal te han ido las cosas? -le preguntó como si fuesen dos viejos amigos pertenecientes al mismo club de tenis que no habían podido verse durante el último año, o como si se conociesen únicamente por cuestiones laborales.

– De maravilla. Estoy viviendo en París -dijo, pero a pesar de no haberle visto en todo un año, de haber desaparecido de su vida desde entonces, sintió cómo se le aceleraba el pulso. Muy a su pesar, comprobó que, después de todo ese tiempo, la química entre ellos no había desaparecido. No se había curado. Pero él, como resultaba obvio, sí. John sabía que había dejado de trabajar en la revista, pero aunque sabía que se había ido a París durante unos meses, ignoraba que se hubiese instalado allí-. Acabo de vender mi casa -«¡y he escrito un libro!», estuvo a punto de exclamar. Pero se mostró cauta y reservada. Él asintió, y sin añadir una sola palabra más, ella se puso en movimiento y fue a sentarse. Esperaba que Adrian apareciese pronto.

Para su infortunio, tuvo que esperar media hora más hasta verlo allí. A pesar de que tenía todo el aspecto de una mujer sofisticada, dispuesta y fría, y no dejó de tomar notas en una libretita sin alzar la vista para no mirar a John, estaba a punto de sufrir un ataque de nervios cuando Adrian llegó. Se obligó a parecer tranquila y despreocupada.

– ¿Has visto quién está sentado allí? -le susurró a Adrian sin apenas despegar los labios cuando se sentó frente a ella dándole la espalda a John.

– ¿Es alguien maravilloso? -le preguntó al tiempo que ella le advertía que no se volviese.

– Antes lo era -susurró-. Es John. Está con una rubia en plan puesta de largo que da la impresión de estar dispuesta a asesinarme.

– ¿Está con una chica joven? -Adrian parecía sorprendido, pues jamás habría imaginado que John fuese de esa clase de hombres.

– No, es mayor que yo, creo. Pero es de esa clase de mujeres.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó solícito.

– No. -Se sentía como si estuviese a punto de ponerse a llorar, pero antes habría preferido morir allí mismo y, por lo tanto, se sentía mal-. Es duro. -Había echado mano del máximo nivel de control y disciplina para hacer el papel de mujer indiferente justo hasta que Adrian llegó.

– Lo sé. -Ella había abandonado la vida que llevaba, había dejado su trabajo, su ciudad, su casa y su país para superar que la había dejado. Volver a verlo tenía que ser terriblemente doloroso-. ¿Quieres que nos vayamos? -murmuró Adrian. No le parecía nada fuera de lugar en ese caso.

– Parecería tonta… o débil… -Luchó por contener las lágrimas, aunque nadie de los presentes lo habría dicho.

– De acuerdo. Entonces, siéntate recta y sonríe. Ríete como una posesa. Finge que te divierto muchísimo. Vamos… Eso es… Enséñame los dientes, Fiona…, más… Quiero que finjas que no has sido más feliz en toda tu vida. -Estaba en lo cierto.

– ¿Y qué pasaría si vomito?

– Te mataría. Por cierto, ¿de dónde has sacado ese vestido? Uno podría matar por él. -Solo Adrian podía fijarse en su vestido en un momento como ese. Sonrió y le respondió.

– Didier Ludot. Es alta costura vintage de Dior, de los años sesenta. Apenas me cubre el trasero.

– Bien. Espero que él le dé un buen vistazo y que se sienta tan mal como tú al saber lo que se ha perdido. -A Fiona le sorprendieron sus palabras.

– Creía que pensabas que había sido culpa mía por no haberme comprometido ni adaptado.

– Nunca dije algo así -la corrigió Adrian, y ella pareció indignada.

– Sí que lo dijiste.

– Soy tu amigo, Fiona. Siempre señalo aquello en lo que me parece que te equivocas. Para eso están los amigos. Siempre soy sincero contigo. Por eso te dije que creía que tenías que adaptarte. Pero también estoy convencido de que John actuó como un gallina y un hijo de puta al tirar la toalla y largarse en cuestión de meses. Podrías haber cambiado muchas cosas, y te aseguro que podrías haberlo hecho si hubieses querido hacerlo, como vaciar tus armarios y reducir el caos a la mínima expresión. Pero él tendría que haberle dado una patada en el culo a sus hijas, haber despedido a su ama de llaves, matado a su perra y haberse quedado con la mujer más estupenda que jamás conocerá. Fue un idiota. -Fiona estaba anonadada y, a un tiempo, complacida. Adrian nunca le había dicho lo mucho que lo sentía por ella, o lo enfadado que estaba con John. Ella había quedado tan dañada que él había intentado restarle a todo importancia, con el fin de que ella recuperase los arrestos para ponerse de nuevo en pie. Adrian siempre había temido que un exceso de empatía le diese carta blanca para dejarse ir. En lugar de eso, había sabido recomponer su vida con bastante tino.

– ¿En serio lo crees? -Por fin se sentía justificada, pero le habría gustado que se lo dijese antes. Su respeto significaba para ella tanto como su empatía.

– Por supuesto que sí. No eres la única culpable. Fuiste tonta, incluso estúpida en algunas ocasiones, y deberías haberme pasado a Jamal por aquel entonces. Un tipo como John no puede lidiar con excentricidades de esa clase. Necesitabas ser menos Holly Golightly y más Audrey Hepburn, y ahora lo pareces con ese vestido. -Ahora podía ser sincero con ella. Estaba bien. Mejor que bien. Estaba estupenda, a pesar de que algunas heridas siguiesen abiertas. Pero había sobrevivido.

– ¿A quién me parezco? -preguntó burlona; pero lo cierto era que le gustaba lo que le había dicho.

– A la señora Hepburn, por descontado.

– Creía que pensabas que todo había sido culpa mía.

– En absoluto. Ese tipo casi destruyó tu vida, por amor de Dios. Primero te pidió que te casases con él, y después te dio una patada en el culo porque tenías un mayordomo un poco loco, demasiada ropa en los armarios y porque sus hijas eran dos brujas de cuidado. Gran parte de eso, posiblemente la mayor parte, no fue responsabilidad tuya. Lo que creo es que eras demasiado para él, Fiona. Le asustabas demasiado. -Ambos sabían que eso era cierto.

– Sí, yo también lo creo. E hizo un pacto con sus hijas.

– Eso no está bien. Uno no debe permitir que sus hijos le chantajeen para que deje a su pareja. Él se enamoró de quien tú eras, en todo tu esplendor, y después echó a correr con el rabo entre las piernas porque no eras Heidi. Por favor. Ese tío no tiene lo que hay que tener. -Adrian parecía molesto, y Fiona rió.

– Supongo que esa es la clave del asunto. -Adrian estaba logrando que el hecho de haberse encontrado con John le resultase más fácil de asimilar. Poco a poco se estaba relajando. Casi estaba empezando a entusiasmarse. Y John podía apreciarlo. O al menos eso era lo que Adrian esperaba.

– Él debería haber puesto toda la carne en el asador y haber logrado que funcionase. Y hablando de todo un poco, ahora que vas a convertirte en una escritora famosa, ¿qué vas a hacer con tu vida?

– ¿Qué vida? -La pregunta le pilló fuera de lugar. Casi había logrado olvidar que John estaba sentado dos mesas más allá con la rubita de sus sueños.

– Ahí es adonde yo quería llegar. No tienes una vida. Eres demasiado joven para rendirte. Mírate, eres la mujer más imponente de todo el restaurante. No tienes por qué ser editora de Chic para tener una vida. Tienes que empezar a salir.

– ¿Te refieres a tener citas? Ni hablar. -El mero hecho de pensarlo le horrorizaba.

– No hables así -le regañó Adrian-. Tienes que conocer gente en París. Salir a cenar. No tengas citas si no estás preparada para ello: Pero por amor de Dios, al menos de vez en cuando, sal de tu casa.

– ¿Por qué? Soy feliz escribiendo. -Y se disponía a empezar otro libro.

– Estás malgastando tu vida, y te arrepentirás de ello cuando seas mayor. Nunca volverás a tener este aspecto. Sal y diviértete un poco. Si no lo haces, ¿para qué quieres vivir en París?

– Puedo fumar.

– Voy a tener que ir a París y sacarte por las orejas si no haces algo pronto. Te estás convirtiendo en una especie de reclusa.

– No, ya lo soy -dijo confiada y transmitiendo un glamour increíble.

Fiona tenía algo que ninguna otra mujer tenía, y por lo que podía apreciarse a dos mesas de distancia, John era plenamente consciente de ello. Era una mujer valiente, brillante y tenía estilo, además de un aspecto que quitaba el hipo. Y a Elizabeth Williams no le hacía ninguna gracia. John había intentado no mirar a Fiona desde que se había sentado, pero el impulso fue más fuerte que su voluntad y no pudo evitarlo. Parecía estar pasándoselo de maravilla. Ella no lo miró ni una sola vez.