– Lo entiendo -le dijo Molly-, pero yo estaré contigo, y no te sentirás como un intruso. Además, hago una tarta de chocolate buenísima.
– ¿Es eso lo que estabas haciendo anoche?
Ella asintió.
– Entonces, ¿vendrás conmigo? Por favor.
Él gruñó. ¿Por qué cada vez que quería decir que no se veía diciendo que sí?
Fueron en el coche de Molly hasta el centro de mayores, porque no podían llevar la tarta en la moto. Ella le había pedido que la acompañara para impedir que Daniel la excluyera del caso de su padre, lo cual, a juzgar por su maletín abultado, era lo que él pretendía hacer.
Sorprendentemente, no le había costado mucho que aceptara su ayuda. Por el contrario, parecía que la entendía.
Cuantos más detalles sabía Molly del tiempo que él había vivido en hogares de acogida, mejor lo entendía a Daniel. Normalmente, Hunter mantenía oculto su dolor, pero debido a la fiesta de Lucinda, había confiado en ella por un momento. Lo suficiente como para causarle una punzada de dolor en el corazón.
Su misión de aquel día era mostrarle lo que significaba estar incluido en una familia. Tenía que admitir que aquello también era nuevo para ella, pero quería que Daniel sintiera el calor de una fiesta familiar. Molly comenzaría con la de Lucinda y con sus amigos, y quizá después, él se abriera un poco más a Molly y a su familia.
Sacudió la cabeza para quitarse aquella idea de la mente. «No pienses en eso», se advirtió. Sabía que debía ir paso a paso, aprovechar el momento. Lo que llegara después tenía potencial para ser bueno también.
Cuando entraron en el centro de mayores, la fiesta ya había empezado, y los residentes estaban reunidos en el salón de actos, alrededor del ponche. De hecho, se había formado una cola por la sala.
– ¿Por qué vive aquí Lucinda? -le preguntó Hunter-. ¿No es muy joven para estar en una residencia?
– Alzheimer -dijo Molly.
No hacía falta explicar nada más. Dejaron sus paquetes con el resto de los regalos, y ella puso la tarta en la mesa de la comida.
– No parece que la familia de Lucinda haya llegado todavía, así que todos los que están aquí deben de ser miembros de la Asociación Americana de Personas Retiradas.
Allá donde miraba, Molly veía cabellos grises.
– Eso parece -dijo Hunter, un poco más atrás que Molly. Claramente, no le apetecía mucho integrarse.
– Vamos a buscar a la homenajeada -le indicó Molly, y lo tomó de la mano para llevarlo por entre los invitados.
Ella iba saludando a sus conocidos y sonreía a los que no conocía. Finalmente, llegó a su destino.
– ¡Lucinda!
– ¡Molly!
La anciana abrazó a Molly con afecto.
– Me alegro mucho de que hayas venido.
– ¿Es que pensabas que no iba a venir?
– Eres muy buena conmigo -dijo Lucinda. Rodeados de arrugas, los ojos azul pálido de la anciana brillaban con la vitalidad de la juventud, pese a su edad.
– Me gustaría presentarte a un amigo mío -le dijo Molly, haciendo un gesto para quitarle importancia al cumplido-. Lucinda Forest, éste es Daniel Hunter -dijo Molly, y señaló a Hunter, que estaba a su lado.
No parecía que estuviera muy incómodo, y ella se alegró.
– Así que éste es el guapísimo joven que vive en casa de Edna -dijo Lucinda, mirando fijamente a Hunter-. He oído hablar mucho de ti. Me alegro de conocerte.
– Le aseguro que el placer es mío.
Ante aquel cumplido, la anciana se rió como una niña. Daniel tenía que admitir que nunca había tenido aquel efecto en una mujer de su edad.
– Eres encantador -le dijo ella.
– Eso intento.
– Bueno, ¿y dónde está tu abuela? -le preguntó Lucinda a Molly.
– Tenía que hacer unos recados, pero me dijo que vendrá a tiempo para tomar la tarta.
– Oh, gracias a Dios. No me gustaría que se perdiera lo más importante de la fiesta.
Molly la miró con confusión.
– Bueno, yo no creo que mi tarta sea lo más importante de la fiesta, pero te la he traído, tal y como prometí.
Lucinda dio unas palmadas, mostrando de nuevo la exuberancia de una adolescente.
– Muchísimas gracias. Significa mucho para mí. Es incluso mejor que en Navidad, cuando alquilaste Qué bello es vivir y trajiste un DVD para que todos pudiéramos verla.
Mientras escuchaba a Lucinda, a Hunter se le hizo un nudo en la garganta. Molly se preocupaba de verdad por aquella mujer y por sus amigos, aunque no tuviera parentesco con ellos. Y era evidente que la mujer también le tenía cariño. El gesto sencillo de Molly de aparecer allí, incluso en mitad del caos que vivía su familia en aquel momento, le había alegrado el día a Lucinda. A Hunter le llegó al corazón.
– Bueno, yo tengo que socializar -dijo la anciana-, pero vosotros dos id por ahí a pasarlo bien. Podéis empezar tomando un poco de ponche.
– ¿Y qué pasa con el ponche, a propósito? -preguntó Molly-. ¿Por qué está todo el mundo haciendo cola?
– Lo ha hecho Irwin Yaeger especialmente para mí -dijo Lucinda-. Tiene muy buena mano para el ponche.
– En otras palabras, que se le va la mano con el alcohol -tradujo Hunter.
– Exacto.
Molly miró al cielo.
– Bueno, de todos modos cualquier hombre que haga un ponche sólo para ti tiene muy buen gusto.
– Como tú, por cierto -dijo Lucinda, mirando a Hunter con aprobación.
Él se ruborizó de verdad.
De repente, Lucinda abrió unos ojos como platos, y en su cara se reflejó una enorme alegría.
– ¡Ahí está mi familia! -exclamó, y comenzó a saludar a un grupo que entraba en la sala.
– Ve -le dijo Molly.
– Bueno, os veré más tarde -respondió la anciana, despidiéndose, y con emoción, se alejó y los dejó junto a la mesa de las bebidas.
Hunter se volvió hacia Molly, feliz de tenerla para sí durante un rato. La melena rubia le enmarcaba el precioso rostro, y parecía que por unos momentos había dejado a un lado los problemas de su padre.
– ¿Te apetece algo de beber? -le preguntó.
– Sería estupendo un refresco de cola -dijo ella.
Hunter fue a buscarlo y, cuando se lo entregó, servido en un vaso de plástico, ella tomó un sorbo, y después se lamió el líquido que se le había quedado sobre el labio con la lengua. Sin querer, él siguió el movimiento y notó una inyección de lujuria en las venas. No era el momento ni el lugar, pero no le importó.
Miró a su alrededor por la habitación, buscando un lugar para poder estar solos, y encontró una vía de escape. Se había dado cuenta de que Lucinda estaba guiando a sus familiares por la abarrotada sala hacia ellos.
– Vamos -le dijo a Molly, que aún no sabía que tendrían compañía en muy pocos instantes.
– ¿Adónde? -le preguntó ella, confusa.
Él se acercó y le quitó el vaso de refresco de la mano.
– A algún lugar donde podamos estar a solas -respondió él, con la voz ronca.
Aquella ronquera se la había provocado la vista directa del escote de Molly, que era visible pese a sus esfuerzos por vestirse de un modo menos llamativo del que acostumbraba. Tenía los pechos llenos, elevados de un modo seductor en el sujetador de encaje que se le transparentaba ligeramente a través de la camisa.
Antes de que ella pudiera negarse, Hunter la tomó de la mano y se la llevó hacia la puerta más próxima, dejando el vaso en una mesa al pasar. Un momento después, habían llegado a un pasillo corto y oscuro, y él hizo que entraran en lo que parecía un armario de almacenamiento. Él palpó la pared interior del armario en busca de un interruptor, y lo apretó. Se encendió una pequeña bombilla que les proporcionó luz suficiente como para verse.
– ¿Hunter? -dijo Molly en un susurro. Sus intenciones no se le escapaban.
Él avanzó hacia ella y dejó que su calor lo envolviera. Inhaló su esencia femenina, y los músculos se le tensaron.
– No he podido soportar verte lamiéndote el refresco de los labios sin querer ayudarte.
Inclinó la cabeza y la besó. Hunter pensaba que tendría que convencerla para aquello. Después de todo, la había sacado de una fiesta llena de gente.
Antes de que pudiera hacer algo más que comenzar su placentera misión, pasándole la lengua por los labios y probando una combinación de refresco de cola y de Molly, ella se convirtió en la agresora. Le metió la lengua en la boca, enredándola con la de él, ansiosamente. A Daniel lo dominó el deseo. Le enredó los dedos en la melena e hizo que inclinara la cabeza para poder hundirse más profundamente en ella, para tener mejor acceso a su boca, pero aquello no era suficiente.
Parecía que ella lo entendía y también quería más. Pegó su cuerpo esbelto al de él; sus pechos, duros y puntiagudos, se le apretaron contra el torso, y sus caderas se adaptaron a él con precisión. Hunter notó cómo se excitaba por momentos.
Molly gruñó de placer al notarlo, y le hundió las uñas, a través de la camisa, en la piel.
Hunter no recordaba la última vez que había sentido tanto deseo tan rápidamente. Y, mientras ella giraba las caderas con movimientos sensuales contra el cuerpo de Hunter, él comenzó a subirle la falda, más y más alto, pasándole los dedos con delicadeza por la piel sedosa, hasta que por fin apartó toda la tela y le agarró los muslos con las manos.
Interrumpió el beso y la miró. Ella tenía los párpados medio cerrados, los labios separados y la respiración entrecortada. Él tampoco estaba relajado precisamente. La necesidad le tensaba el cuerpo.
Hunter percibió los sonidos de la fiesta en la distancia, mientras, lentamente, los acercaba a la pared. La miró durante un instante, esperando a que ella pusiera fin a aquella situación, dándole la oportunidad de parar.
– Por favor, no me digas que tienes dudas.
Él sacudió la cabeza.
– No, demonios -dijo Hunter.
Le pasó el dedo por los labios a Molly y después se lo metió en la boca para saborearla de nuevo.
– Eres deliciosa -le susurró.
Ella lo tomó por sorpresa; se inclinó hacia él y le pasó la lengua por los labios.
– Y tú -respondió con una sonrisa sexy y los ojos muy brillantes.
Era evidente que parar no entraba en sus planes, y Hunter se lo agradeció al cielo.
Después le deslizó los pulgares bajo el borde de la ropa interior. El suave material estaba caliente y húmedo.
Molly emitió un gemido interminable que a él lo sacudió por dentro, y después se inclinó hacia atrás, dejando que la pared la sujetara. Entonces, Daniel comenzó a juguetear con ella, pasándole los dedos resbaladizos por los pliegues sensibles, haciendo caso omiso de los impulsos de su propio cuerpo en favor de los de ella. Estaba húmeda y excitada, y por la forma en que movía las caderas, él supo que no iba a tardar mucho en llevarla hasta el éxtasis. Quería presenciar su clímax y observarla.
Al pensarlo, notó las pulsaciones de su propio cuerpo, pero continuó concentrándose en Molly hasta que ella comenzó a temblar y a sacudirse, y se deshizo en su mano.
Quedó laxa entre sus brazos, y Hunter esperó hasta que se recuperó y lo miró.
– Vaya.
– Sí -respondió él con una sonrisa, satisfecho consigo mismo. Aunque fuera una respuesta engreída, le gustaba haberle proporcionado placer.
Entonces, Molly se irguió y comenzó a colocarse la ropa y a arreglarse.
– Te debo una -susurró, con la respiración todavía entrecortada.
Él asintió. Tenía el cuerpo tenso.
– Te tomo la palabra -le dijo. Con un dedo en su barbilla, le hizo inclinar la cabeza hacia atrás y la besó-. Hay una fiesta en la otra habitación -le recordó después, no sin lamentarlo.
– Sí, es cierto -respondió, cruzándose de brazos y observándolo fijamente-. Una fiesta a la que tú no querías venir. No pienses que no me he dado cuenta de que esto… -hizo un gesto entre ellos dos-, es consecuencia directa de que querías escapar de la familia de Lucinda.
Hablaba con seguridad, pero su tono de voz era cálido, no de lástima. Ella conseguía ver su interior como nadie lo había conseguido nunca.
Y eso le asustaba más que la idea de una fiesta de cumpleaños y una reunión familiar a la vez.
Capítulo 8
Molly se sentía mortificada. No podía creer que hubiera dejado a Hunter hacer algo así con tanta gente dos puertas más allá. Y quería que se lo hiciera de nuevo. Se puso las manos en las mejillas que, horas más tarde, continuaban sonrosadas.
Después de la fiesta de Lucinda, Molly y Hunter pasaron la tarde en la pequeña biblioteca del centro. Él estudió los documentos que le habían enviado desde la oficina, y Molly también leyó algunas cosas y apuntó las preguntas que se le ocurrieron. La primera de ellas era qué había sucedido con el arma homicida.
En aquel momento, Molly y Hunter estaban sentados en una mesa de la pizzeria, esperando a que les sirvieran la cena. Molly daba sorbitos a su refresco y, aunque estaba concentrada en el caso de su padre, había cosas que la distraían de vez en cuando. Cosas como los largos dedos de Hunter sujetando una lata de cerveza, y lo que podían hacer aquellos dedos.
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