– Todo eso es circunstancial. Pídale al juez que compense el peso de las pruebas con la reputación de mi padre en su comunidad, sus lazos familiares y su trabajo, y con el servicio que le ha prestado a su país -replicó Molly con frustración-. Y hablando de mi padre, ¿dónde está? Se suponía que tenían que haberlo traído hace veinte minutos a esta reunión.

– Ah, iré a ver a qué se debe el retraso -dijo Finkel, que se puso en pie y salió corriendo del despacho para huir de Molly.

A ella no le remordía la conciencia asustarlo. Aquel abogado era todo lo que podía permitirse su padre después de descubrir el desfalco llevado a cabo por su socio, lo cual significaba que, a menos que a Molly se le ocurriera una idea mejor, Bill Finkel tenía la vida del general en sus manos.

Desde el momento en que Molly había aparecido en casa de su padre, él la había aceptado de corazón y la había acogido de pleno en su familia. Tal vez Molly aún no se sintiera como una más, pero no podía negar que lo deseaba con todas sus fuerzas. Además, en aquellos ocho meses había llegado a querer mucho al general, y tenía intención de conseguir que saliera de la cárcel.

Pasaron diez minutos más hasta que Bill volvió al despacho.

– Dicen que están cortos de personal y que no pueden custodiarlo ahora mismo.

¿Y él había aceptado aquella excusa? Molly ya tenía suficiente. Necesitaba un abogado que se ocupara de representar legalmente a su padre y de conseguir su libertad. Necesitaba a Daniel Hunter. Sin pararse a pensar lo que suponía aquello, se puso el bolso al hombro y se dirigió rápidamente hacia la salida.

– ¿Adónde va? -le preguntó Finkel, corriendo tras ella-. Tenemos que hablar de la estrategia legal. Los guardias dijeron que vendrían con él en menos de una hora.

Molly miró hacia atrás.

– Voy a hacer lo que debería haber hecho en cuanto supe que mi padre estaba arrestado -respondió ella-. Dígale que lo veré mañana, pero que no se preocupe. Tengo un plan.

Bill palideció.

– ¿Y no me lo va a contar? Yo soy su abogado.

«No por mucho más tiempo», pensó Molly.

– Todavía no lo tengo completamente detallado, y en este momento aún no necesita saberlo -le dijo.

Su plan consistía en contratar al mejor abogado criminalista que conocía para que defendiera a su padre. Sin embargo, Molly sabía que había muy pocas posibilidades de que Hunter accediera. Después de todo, las cosas no habían terminado bien entre ellos: Daniel le había ofrecido desarraigar su vida y su profesión para ir con ella, le había ofrecido acompañarla al lugar al que ella quisiera huir con tal de estar juntos, y en vez de aceptar, ella lo había abandonado.

Aunque Molly había tenido sus motivos, no albergaba esperanzas de que lo comprendiera. A Hunter no le importaría que nunca hubiera dejado de pensar en él. Después del modo en que lo había rechazado, Molly no tenía más remedio que ir a verlo en persona si quería que, al menos, Daniel se planteara la posibilidad de representar a su padre.

Al pensar en que iba a verlo otra vez, a Molly se le encogió el estómago de emoción, de pánico y de miedo. Tendría que arriesgarlo todo al poner la vida de su padre y el futuro de su familia en manos de Hunter.


Molly sabía que podía ir y volver a Albany en el mismo día. Tres horas de ida, tres horas de vuelta. Podía hacerlo, sí, pero primero había ido a casa a ponerse ropa cómoda para conducir y a reunir valor. A solas en la habitación de invitados, donde se había instalado hasta que decidiera dónde quería vivir permanentemente, metió unas cuantas cosas en la bolsa de viaje por si acaso tenía que quedarse a dormir en un hotel.

En aquel momento, veía la ironía de su situación. Durante el último año sólo había pensado en encajar en aquella casa. Había dado paso tras paso para ganarse la confianza de sus dos hermanas y de la abuela, que se había hecho cargo de la familia desde que había muerto la esposa de su padre, nueve años antes. Y después de todo el esfuerzo, era ella quien debía conseguir que pudieran seguir juntos llamando a Daniel Hunter.

Respiró profundamente y se dispuso a bajar las escaleras.

Casi había llegado a la puerta cuando oyó hablar a su hermana Jessie.

– A mi padre lo han arrestado por asesinato. Eso es maravilloso para mi vida social.

Molly miró al cielo con resignación. Jessie tenía quince años. Era adolescente. La ira y el drama eran reacciones típicas ante el menor cambio que se produjera en la vida de su hermana.

A aquella edad, Molly llevaba años valiéndose por sí misma y no había tenido tiempo de permitirse rabietas. Al haber sido siempre una adulta, no tenía la capacidad de ponerse en el lugar de Jessie. Y como Jessie no la aceptaba, Molly se encontraba en punto muerto con ella.

– Eres una niña mimada -le dijo Robin, su otra hermana, que tenía veinte años.

Como Molly, Robin también había llegado a la edad adulta anticipadamente. Su madre había muerto, y la madre de Molly había estado siempre ausente. Robin le caía muy bien, y no sólo porque la hubiera aceptado sin condiciones, sino porque era buena persona. En el mundo de Molly no había mucha gente a la que pudiera describir así.

Molly había pensado ponerse en camino sin dar explicaciones, pero se dio cuenta de que debía decirles que iba a estar fuera durante el resto del día, y posiblemente la noche. Aunque aún no estaba acostumbrada a vivir en una casa con otras personas, donde las idas y venidas eran examinadas, había estado intentando acostumbrarse a ello.

Caminó hacia el despacho de su padre, donde se había reunido el resto de su familia.

– Cállate -le dijo Jessie a su hermana. Nunca se rendía sin pelear-. Tú no puedes decirme lo que tengo que hacer.

– Pero yo sí.

Molly sonrió al oír hablar a Edna Addams en un tono firme y autoritario, que explicaba por qué se la conocía más como la comandante que como la abuela. Ella era la madre del general, lo cual la convertía también en abuela de Molly.

Molly entró por la puerta al mismo tiempo que Edna daba dos golpes con el bastón en el suelo para llamar la atención de todo el mundo.

La comandante se puso en pie en el centro de la habitación, mirando a su nieta más joven.

– Y te sugiero que dejes de preocuparte por ti misma y pienses más en la situación de tu padre.

– Yo no quería decir que no me preocupara papá -dijo Jessie, a quien inmediatamente se le llenaron los ojos de lágrimas.

Edna se acercó a su nieta y le acarició el pelo largo, castaño.

– Sé que te importa tu padre, pero como ya te he dicho más veces, necesitarías una señal de ceda al paso entre el cerebro y la boca, para poder pensar antes de hablar.

Molly asintió, aplaudiendo en silencio las palabras de su abuela.

– Intentemos concentrarnos en lo que es importante, que es ayudar a papá -sugirió al entrar en la habitación.

Jessie se volvió hacia ella bruscamente.

– ¿Papá? -le preguntó. Se le habían secado las lágrimas y su tono era de sarcasmo e ira, como de costumbre cuando se dirigía a Molly-. Eso es gracioso, porque tú no lo conocías hasta hace poco. Es nuestro padre, no el tuyo.

– ¡Jessie! -gritaron Edna y Robin al unísono.

A Molly se le encogió el corazón, y casi inmediatamente comenzó a sentir un fuerte dolor de cabeza. Era el comienzo de una de las migrañas contra las que había luchado desde niña.

Pese a que estaba acostumbrada a los estallidos de furia de Jessie, el maltrato verbal de la adolescente le dolía. ¿Era demasiado pedir que su familia la aceptara? Estaba cansada de aguantar las tonterías de su hermana, pero, por respeto a su padre y por la paz familiar, se mordía la lengua. Esperaba que, de ese modo, Jessie reaccionara positivamente hacia ella, pero hasta el momento no había tenido suerte.

– Discúlpate -le dijo Robin, con las manos en las caderas-. Lo digo en serio -insistió, al ver que su hermana se quedaba callada.

Jessie miró a su abuela en busca de apoyo.

Sin embargo, la anciana negó con la cabeza y le ordenó a su nieta que obedeciera.

– Ahora -le dijo.

Jessie emitió un sonoro gruñido.

– ¡Siempre os ponéis de su parte! -exclamó con un sollozo. Después, entre aspavientos, dio una patada en el suelo y salió airadamente de la habitación.

– ¡Llorona! ¡Llorona! -dijo Ollie, el guacamayo de Edna, desde su jaula, al otro lado del despacho.

El animal tenía que hacer patente su presencia justo en aquel momento, pensó Molly. Al menos, parecía que Jessie ya se había alejado por el pasillo y no lo había oído.

– No te preocupes -le dijo Edna a su mascota. Después se volvió hacia Molly y Robin-. Yo hablaré con Jessie. No puede tratarte de ese modo.

– No, déjala -dijo Molly, fingiendo que aquel comportamiento no la había afectado.

– Sólo si prometes que no le vas a hacer caso. Algunas veces, Jessie se comporta como una adulta, y otras veces como si tuviera tres años -dijo Robin; se acercó a Molly y le puso la mano en el hombro para reconfortarla.

– Es cierto -dijo Molly con una risa forzada, e intentó no encogerse bajo la caricia de su hermana.

No estaba acostumbrada a las muestras de afecto, y aún tenía que habituarse a aquellos gestos que eran tan espontáneos para el resto de su familia. No quería ofenderlos de ningún modo, y además, el cariño de Robin era exactamente lo que necesitaba cuando había llegado allí. Acababa de dejar a Hunter, y el hecho de saber que había encontrado algo sólido era una gran ayuda para ella, aunque no pudiera reemplazarlo ni llenar el lugar que él hubiera podido tener en su vida.

– ¿Qué llevas en esa bolsa de viaje? -le preguntó la comandante, y la sacó de su ensimismamiento.

– ¿Te marchas? -añadió Robin con inquietud.

Molly negó con la cabeza.

– Tengo que ir a ver a un amigo para hablarle de papá -respondió.

Robin se relajó. Se inclinó hacia ella y se apoyó con ambas manos sobre el escritorio.

– Me preocupa dejaros a Jess y a ti solas aquí cuando vuelva a la universidad.

Robin estudiaba en Yale con una beca parcial, y su padre se había hecho cargo del resto del coste de su carrera. El general Addams pensaba que pagar la educación de los hijos era deber de los padres, y Molly lo respetaba por ello. Habían tenido más de una discusión porque él también quería pagar los préstamos de estudio de Molly.

Por mucho que le agradeciera la oferta, Molly no quería oír hablar de ello. Quería pagar por sí misma sus deudas. Nunca imitaría el comportamiento de su madre, que siempre se lo sacaba todo a los demás. Vivir en aquella casa era todo lo que Molly estaba dispuesta a aceptar, porque la convivencia era un compromiso que iba a cumplir para tener una familia de verdad.

Molly se rió.

– No te preocupes. Tu hermana y yo no vamos a matarnos mientras estás en la universidad. Todavía albergo la esperanza de que consigamos entendernos.

Robin asintió.

– Pero no pienses que nadie te hará un reproche si la estrangulas -dijo con una sonrisa. Después miró la bolsa de viaje-. ¿Y qué puede hacer ese amigo tuyo con respecto al arresto de papá?

– Quizá pueda representarlo.

– Gracias a Dios, porque el abogado de papá es idiota.

– En efecto -convino Edna-. De hecho, me gustaría ver su título.

Molly se rió. Su abuela, con quien había congeniado inmediatamente y que se había convertido en una influencia materna para ella, era una mujer muy inteligente. Su conocimiento de la gente y de la vida lo había acumulado a través de la experiencia. Después de que muriera su marido, había viajado mucho y había conocido diferentes culturas y países hasta que había vuelto a casa para ayudar a su hijo a criar a las niñas. Con Jessie había tenido mucho trabajo.

– Esperaba que la policía se diera cuenta de que ha cometido un error y pusiera en libertad a papá, pero parece que no va a ocurrir -explicó Molly-. Así que intentaré convencer a mi amigo de que acepte el caso de papá.

Robin asintió con interés.

– ¿Quién es? -preguntó.

– Se llama Daniel Hunter -respondió Molly, después de tragar saliva. Aquellas palabras le sonaron raras, después de haber estado un año pensando en él, pero sin pronunciar su nombre.

– ¡Oh, Dios mío! -exclamó Robin-. ¿El abogado defensor que consiguió demostrar la inocencia del hijo del gobernador en aquel caso de violación? Vi el juicio en la televisión.

A Robin le brillaban los ojos, azules como los de su padre.

Aunque Molly había heredado los ojos castaños de su madre, se había sentido muy contenta al comprobar que tenía los rasgos del general.

– ¿Tengo razón? ¿Es él? -preguntó Robin.

– El mismo -le confirmó Molly-. Como ya os he dicho, es un viejo amigo.

– Es guapísimo -dijo Robin-. Las chicas de mi residencia se reunían para verlo en la televisión. Es un monumento.