Molly no pudo evitar sonreír ante su caballerosidad innata. Habían hablado mucho del pasado, pero cada vez descubrían algo nuevo e interesante.
– Deja que lo adivine. Dijo que no.
Él asintió.
– Según me dijo, no quería atraparme de ese modo.
– Creo que es más probable que ella no quisiera sentirse atrapada -murmuró Molly con disgusto.
A medida que encajaban las piezas del rompecabezas, habían llegado a la conclusión de que la madre de Molly se había marchado a California, había conocido al hombre millonario a quien Molly siempre había creído su padre y le había hecho creer que él era el padre de su hija. Para la madre de Molly, Francie, aquél había sido el primero de muchos matrimonios por dinero. Si aquel embarazo había sido un error o parte de un plan más amplio, nadie lo sabía. Sin embargo, había una cosa que estaba clara: Francie nunca se habría atado a un hombre que sólo tuviera el sueldo del ejército.
Hasta que Francie no volviera de Europa y estuviera dispuesta a mantener una conversación seria, nunca conocerían los detalles que faltaban en la historia.
– El día que supe que eras mi hija y que eras abogada, me sentí orgulloso. Pero lo mejor fue el descubrir lo mucho que teníamos en común. Te especializaste en derecho de la propiedad inmobiliaria, y yo establecí un negocio de compraventa de inmuebles. Pese a que yo no te eduqué, te pareces a mí. Cuando lo supe, me sentí reconfortado y me dije que superaríamos el pasado porque éramos una familia y tú eras mi hija.
Molly no se había dado cuenta de que tenía los ojos llenos de lágrimas hasta que una se le derramó por la mejilla. Su padre la quería. Ojalá hubiera sido el general quien la hubiera criado. Sin embargo, Molly pensó que se conformaba y se sentía agradecida por el hecho de que él formara parte de su vida en aquel momento.
– Incluso Jessie se convencerá finalmente, ya lo verás -le dijo su padre.
– Ahora sí que te estás haciendo ilusiones -respondió Molly con una sonrisa.
– Al final se convertirá en una adulta. Espero estar allí para poder verlo, y no encerrado en una maldita celda.
A Molly se le encogió el estómago.
– Te sacaremos de este lío -le prometió.
– No es problema tuyo.
– No voy a permitir que pases por esto tú solo.
El general movió la cabeza para estirar los músculos tensos del cuello.
– Debería haber vigilado lo que estaba haciendo Paul con el negocio -dijo, hablando más consigo mismo que con Molly-. Cuando estábamos en el ejército, ya sabía que podía llegar a ser un canalla, y también sabía que estaba teniendo problemas personales últimamente. Su conducta era cada vez más imprevisible, y no debería haber seguido confiando en él en el aspecto financiero del negocio. Ahora, la policía cree que tenía un móvil para matarlo.
Molly se inclinó hacia delante. Aquélla era la primera vez que oía decir que Paul tenía problemas, y eso le dio esperanzas para creer que quizá hubieran ocurrido más cosas en aquella oficina de las que nadie sabía.
– ¿Qué tipo de problemas personales?
– Nada de lo que tú debas preocuparte.
Molly frunció el ceño.
– Odio esa vena independiente y obstinada tuya.
– Al menos, sabes de quién la has heredado, jovencita.
Ella sacudió la cabeza con frustración.
– Quería preguntarte… -la voz de su padre se acalló. De repente, parecía inseguro, algo que no era propio del general.
– ¿Qué?
– Acabe o no acabe en la cárcel por esto…
– ¡No vas a acabar en la cárcel!
– Bueno, sea como sea, me gustaría que formaras parte de mi negocio. No es una gran oferta, porque en este momento no queda nada. Paul lo agotó todo casi por completo, y Sonya necesita parte de lo que queda para vivir y para poder criar a Seth. Sin embargo, todavía están los terrenos, aunque tengan hipotecas. Necesito una abogada que deshaga todo el lío que montó Paul, y tú tienes licencia para ejercer aquí. Después, tendremos que limpiar nuestra reputación y comprar nuevas propiedades -dijo, explicándole a su hija cosas que ya sabía.
Desde que se había mudado allí, Molly había estado haciendo trabajo voluntario con gente de la tercera edad. Eso le había proporcionado también trabajos pequeños como agente inmobiliaria, ayudando a los ancianos a resolver sus asuntos legales. A ella le encantaba hacerlo, aunque no pudieran pagar mucho; su gratitud era una gran compensación. Como había estado viviendo en casa de su padre, no había tenido que pagar alquiler, pero sabía que pronto tendría que cambiarse de casa y encontrar un trabajo fijo.
Ni siquiera en sus mejores sueños había imaginado que pudiera formar parte de un negocio familiar.
– ¿De verdad quieres que trabaje para ti? -le preguntó al general, que la sorprendía constantemente con gestos paternales.
– No. Quiero que trabajes conmigo. Al menos, tú serás una socia en la que puedo confiar.
Molly comenzó a asentir antes, incluso, de haberse tomado un instante para pensar las cosas.
– ¡Sí! -exclamó.
Se levantó de la silla, ansiosa por abrazarlo, pero sintió que el guardia se acercaba por detrás.
– No pasa nada -le dijo Frank al guardia, haciéndole un gesto para que se alejara, y miró a Molly a los ojos-. Y yo que creía que tendrías ofertas mejores.
– Nunca -le aseguró Molly.
El general necesitaba que se lo asegurara. Pese a su tono de broma, Molly había percibido incertidumbre en su voz cuando él le había pedido que formara parte de su negocio, y lo notaba de nuevo en aquel momento. Él aún no estaba seguro de cuál era su relación ni de cómo iba a desarrollarse en el futuro, de igual modo que ella temía que su padre pudiera cambiar de opinión y pedirle que se apartara de su camino, tal y como siempre había hecho su madre.
Era evidente que aún tenían mucho que aprender el uno sobre el otro, y que necesitaban tiempo para confiar plenamente en sus sentimientos y sus compromisos. Tiempo que, debido a aquel arresto, quizá se les estuviera terminando.
Jessie estaba en su habitación, revisando sus frascos de laca de uñas. Había elegido un tono blanco porque le iba bien con la ropa, pero lamentaba no haber comprado el color lavanda que había visto unos días antes en la perfumería. El lila era relajante, al menos eso era lo que había leído en su revista preferida, y Jessie necesitaba algo tranquilizador en aquel momento.
Su vida era un caos. Su padre iba a pasarse el resto de su existencia en la cárcel, su abuela se hacía mayor y quizá muriera, como había muerto la madre de Jessie, y su hermana, Robin, seguramente querría terminar la carrera. De ese modo no quedaría nadie más que su nueva hermana, Molly, para cuidarla. ¿Y quién sabía dónde iba a estar Molly para entonces?
A Jessie se le llenaron los ojos de lágrimas. Cuando estaba tan disgustada, normalmente iba a ver a Seth, pero ¿cómo iba a molestarlo? Seth estaba sufriendo por la muerte de su padre. Paul, su tío Paul, el mejor amigo de su familia. La misma persona de cuyo asesinato habían acusado a su padre.
En el colegio, sus compañeros cuchicheaban a sus espaldas, y sus amigas la evitaban. Por eso, después de las clases se había ido directamente a casa. Sin embargo, allí no tenía nada que hacer. Su abuela estaba en el piso de abajo, aprendiendo a hacer punto, y Robin había vuelto a la universidad hasta el fin de semana. Sólo quedaba Molly.
Jessie la odiaba, aunque odiar fuera una palabra demasiado fuerte, según decía la comandante. Jessie detestaba el modo en que su padre miraba a Molly. Y detestaba que Molly se llevara bien con todo el mundo de la casa salvo con ella. Incluso el guacamayo hablaba con Molly, y aquel pájaro idiota sólo hablaba con los que le caían bien. Jessie no veía en su hermanastra nada que le agradara.
Sacó un pañuelo de papel de la caja y se enjugó las lágrimas, aunque sabía que se estaba emborronando la máscara de pestañas. En el fondo, sabía que estaba siendo mala con Molly y que les estaba dando motivos de enfado a Robin y a su abuela. No le importaba. Nada iba bien.
Se dejó caer sobre la cama al mismo tiempo que sonaba el timbre de la puerta.
– ¡Seth! -exclamó.
Saltó de la cama corriendo. No podía ser nadie más. Muy contenta por verlo, abrió de par en par la puerta de su dormitorio y bajó de dos en dos los escalones. Necesitaba un amigo en aquel mismo momento.
Sin embargo, en el umbral se encontró cara a cara con un extraño.
– Oh.
Si la comandante se enteraba de que había abierto sin preguntar quién era, le daría con el bastón en la cabeza, así que Jessie cerró la puerta inmediatamente en las narices del hombre.
El timbre sonó de nuevo.
– ¿Quién es? -preguntó Jessie.
– Daniel Hunter -respondió el visitante.
Jessie no conocía a nadie llamado Daniel Hunter, así que él seguía siendo un extraño. Miró hacia atrás, pero no parecía que ni su abuela ni Molly se acercaran a ver quién era.
– Soy amigo de Molly -dijo él en voz alta.
Bueno, aquello era otra cosa, pensó Jessie, y abrió la puerta.
– ¿Y por qué no lo has dicho antes?
– Me has cerrado la puerta en la cara antes de que pudiera hacerlo -dijo él. Se metió las manos en los bolsillos del pantalón y sonrió.
Jessie sintió un cosquilleo en el estómago, como cuando el chico más guapo del instituto le guiñaba el ojo al pasar por delante de su taquilla. Sin saber qué decir, lo miró con atención. Llevaba unos vaqueros oscuros, una cazadora de cuero y, tras él, Jessie vio una moto en la acera. Vaya. No conocía a nadie que tuviera una moto.
El visitante la observó también, mirándola durante tanto tiempo que consiguió ponerla nerviosa. Tenía los ojos castaños, casi dorados, y era guapo, para ser tan mayor. No sólo guapo. Guapísimo.
– ¿Está Molly? -preguntó él por fin, y a Jessie se le quitó el cosquilleo del estómago.
Molly. Jessie se había olvidado de por qué estaba allí. Siempre era todo cuestión de Molly.
– Sí -respondió con reticencia. No le gustaba que aquel tipo tan mono preguntara por su hermanastra.
Se volvió hacia las escaleras.
– ¡Eh, Molly, aquí hay un señor mayor que quiere verte! -gritó, porque cuando había pasado por delante de la habitación de invitados, la puerta estaba cerrada. No quería pensar que fuera la habitación de Molly. Ella no iba a quedarse para siempre. Al menos, Jessie esperaba que no.
– ¿Un señor mayor? -preguntó él con una carcajada.
Jessie se ruborizó.
– Mayor que yo -dijo, avergonzada.
Molly comenzó a bajar las escaleras.
– ¿Quién es?
– Un señor llamado Daniel que lleva una cazadora de cuero y tiene una moto. A mí me parece demasiado cool como para ser tu amigo.
– No conozco a nadie que tenga moto y se llame Daniel… ¡Hunter!
– Eso es lo que he dicho. Se llama Daniel Hunter y es evidente que lo conoces -dijo Jessie.
Lo dijo porque su hermana se había quedado con los ojos muy abiertos, y de repente se pasó las manos por el pelo como si le importara qué aspecto podía tener. Jessie miró después al hombre de la cazadora y después a Molly otra vez. Él no podía apartar la mirada de su hermana, ni su hermana de él.
Muy interesante.
– ¿Vas a aceptar el caso de mi padre… de nuestro padre? -le preguntó Molly.
Jessie abrió y cerró la boca.
– ¿Éste es el abogado? ¿El tipo con el que…?
– No lo digas -le advirtió Molly en un tono de severidad que Jessie nunca había oído en boca de su hermana.
– No te preocupes, no iba a decir nada… -respondió Jessie, dando un paso hacia Molly.
Por algún motivo, no quería enfadarla en aquel momento. No estaba segura de por qué, pero quería saber qué ocurría entre aquellos dos. Era mejor que un episodio de Anatomía de Grey.
– ¿Es que no te parezco un abogado? -le preguntó Daniel.
Jessie se volvió hacia él.
– No he visto muchos como tú -respondió ella, ruborizándose.
– Me lo tomaré como un cumplido -dijo él, y le lanzó de nuevo aquella sonrisa que hacía que se sintiera especial por dentro.
– Entonces, ¿vas a llevar el caso de mi padre? -le preguntó Jessie. Quizá aquel tipo no pareciera abogado, pero tenía mucha confianza en sí mismo, y Jessie estaba segura de que era bueno en su profesión.
– Tu… hermana y yo vamos a hablar de eso.
Jessie alzó las manos hacia el cielo.
– Entonces, ¿lo que decidas depende de ella? Estupendo.
Aquel tipo tan guapo arqueó una ceja.
– ¿Problemas en el paraíso?
Molly suspiró.
– Ella me odia, como tú -le dijo a Daniel-. Y los dos tenéis un buen motivo, pero, en este momento, lo único que me importa es limpiar el nombre del general. Sólo te pido que dejes a un lado tus sentimientos personales, que escuches los hechos y que representes a mi padre. Después de que hagas eso, no tendrás que verme nunca más. Nunca.
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