– Eructando en público -dijo. -¿Qué dirían mis lectores?

Aquel quebrantamiento del decoro rompió también la tensión que había entre ellos y Nora no tardó en dejar de pensar en los besos de Pete Beckett y se descubrió disfrutando de su compañía. Pete le enseño a silbar con los dedos, una conducta que habría horrorizado a su madre. Y le hizo memorizar algunas reglas del juego utilizando el mismo soniquete con el que de pequeña le habían enseñado a multiplicar.

También le dio algunas lecciones sobre cómo fastidiar al bateador del equipo contrario e insultar al árbitro.

Al cabo de un rato, Pete le pasó un par de prismáticos que había conseguido en la tribuna de prensa. Nora estuvo observando atentamente al lanzador y, cuando tras la jugada se reclinó en su asiento, advirtió que Pete había extendido su brazo por el respaldo y, mientras bebía su cerveza, comenzó a acariciarle el hombro con aire distraído. Estaba tan cautivada por aquella deliciosa sensación, que no se dio cuenta de que la pelota había salido del campo.

No alzó la mirada hasta que vio que todos los que estaban a su alrededor comenzaban a gritar y entonces advirtió que la pelota se dirigía directamente hacia ella. Nora soltó un grito, dejó caer los prismáticos y se cubrió la cabeza con los brazos. Esperó a que la pelota la golpeara, anticipando ya el dolor. Pero no ocurrió nada. Al cabo de unos segundos, alzó lentamente la cabeza y miró a su alrededor.

Pete sostenía la pelota en la mano. A su alrededor todo el mundo lo aplaudía.

– Ya te dije que conmigo estabas a salvo.

Nora suspiró y tomó la pelota. Al ver la marca que le había dejado en la mano pestañeó.

– Uf, ¿te duele?

– No, soy un hombre duro. Pero siempre puedes darme un beso en la mano o si eso te hace sentirte mejor -su mirada traviesa demostraba que seguía bromeando. Pero Nora no estaba dispuesta a dejar pasar la oportunidad de darle una dosis de su propia medicina. Tomó su mano y le dio un beso en la palma. Cuando alzó la mirada, la reacción de Pete la pilló completamente por sorpresa. La sonrisa había desaparecido de su rostro y la estaba mirando con lo que solo podía ser descrito como… incomodidad. Nora luchó contra la tentación de pedirle disculpas y dejó caer rápidamente la mano, confundida por su reacción.

La tarde había sido tan perfecta… Por primera vez en su vida, se había sentido absolutamente cómoda con un hombre. Por vez primera había sido capaz de ser sí misma y no una versión altiva de su faceta más profesional. Y tenía que estropearlo todo con aquel torpe intento de humor.

Agradeció que el partido terminara al cabo de unos minutos. Cuando todo el mundo se levantó para irse, Nora miró el campo por última vez. Suspiró y tomó todos los recuerdos que Pete le había comprado. Había llegado a la conclusión de que tener a Pete Beckett como amante había sido su última fantasía hecha realidad. Pero había mucho más. Pete Beckett como amigo era absolutamente maravilloso. Como amigos no había juegos entre ellos, no había mentiras en su nueva relación. Habían encontrado una nueva forma de relacionarse y Nora no tenía nada de lo que arrepentirse… salvo de que jamás podrían volver a compartir una noche de pasión.

Mientras regresaban al coche, Pete le pasó el brazo por los hombros y Nora se sintió tensarse. Pero si iban a ser amigos, tendría que aceptar aquel tipo de contactos sin perder la compostura. Tendría que aprender a disimular las oleadas de placer que sentía cada vez que la tocaba.

No sería fácil.

Podría ser incluso imposible.


Pete había pensado en llevarla al Vic después del partido para observar su reacción. Pero en aquel momento no le apetecía hacer nada que pudiera estropearle el día. Así que optó por conducir hacia el Golden Gate, para cenar en un pequeño restaurante situado frente al muelle de Sausalito. Comieron marisco y disfrutaron de uno de los vinos favoritos de Nora. Y mientras comían, Pete recordaba una y otra vez la noche que habían pasado juntos. ¿Habría pensado ella en su encuentro tanto como él?

Al principio, Pete pensaba que los recuerdos de aquella noche de pasión irían desvaneciéndose con el tiempo… el sabor de su boca, la suavidad de su piel, la sensación que había fluido por su cuerpo al hundirse en ella… Pero los recuerdos habían ido dando paso a una necesidad constante de volver a hacer el amor con Nora.

Y pasar más tiempo con ella hacía que su deseo fuera cada vez más insoportable. Dios Santo, eran ya incontables las veces que había deseado besarla hasta dejarla sin sentido, las veces que había pensado en deslizar las manos por sus deliciosas curvas. ¿Pero reaccionaría Nora como lo había hecho aquella noche, con una pasión completamente desbocada, o lo rechazaría?

Todavía le costaba reconciliar la imagen de aquellas dos mujeres: de aquella mujer sensual que había gritado de placer entre sus brazos y de aquella otra inocente que saltaba cada vez que la tocaba. Y cada vez le resultaba infinitamente intrigante que aquellas dos mujeres fueran la misma.

Pete aparcó cerca de casa de Nora y ambos pasearon juntos hasta llegar la entrada.

– He pasado un día maravilloso -susurró Nora, bajando la mirada.

Pete la tomó por la barbilla y le hizo mirarlo a los ojos.

– Pero crees que ya ha llegado el momento de que termine.

Nora esbozó entonces una simpática sonrisa, asintió y se volvió hacia el interior de la casa. Pete la tomó de la mano para que se detuviera. Si hubiera sido cualquier otra mujer, la habría besado justo entonces. Habría sido un beso largo y suave… E incluso la habría levantado en brazos y la habría llevado al interior de su casa.

Pero mezclado con aquel sobrecogedor deseo por Nora, sentía una auténtica confusión. Él siempre había sido capaz de mantener un control en sus relaciones con las mujeres. Las mujeres ocupaban un limitado espacio en su vida… y en su cama. Pero con Nora Pierce se sentía feliz simplemente paseando con ella por las calles de San Francisco y admirando su perfil, teñido de oro por el sol.

– ¿Por qué no damos un paseo? -le sugirió, tomándola del brazo. Comenzaron a caminar y fueron subiendo hacia Coit Tower. Al cabo de un rato, se detuvieron en uno de los miradores para tomar aire y Pete fijó en Nora su mirada. La suave luz de las farolas iluminaba su perfil mientras ella miraba hacia las luces del puerto.

– ¿Cuándo daremos nuestra próxima clase? -le preguntó Pete. -Podríamos quedar mañana por la tarde e ir después a ver una película…

– No creo que sea una buena idea.

Pete no podía leer su expresión, pero su voz le sonó fría e indiferente.

– ¿Qué es lo que no te ha gustado? ¿Lo de la película o lo de la clase? Yo creo que no estaría mal mezclar los negocios con el placer…

Nora abrió los ojos como platos, pero continuaba negándose a mirarlo.

– ¿El placer?

– ¿Qué ocurre? ¿Hay alguna norma de etiqueta que vaya contra él? -preguntó con involuntario sarcasmo, del que se arrepintió en cuanto Nora giró hacia él y le preguntó con enfado:

– ¿Qué es lo que quieres de mí?

Aquella pregunta lo pilló completamente desprevenido. Pero, por supuesto, no iba a responderle que lo que de verdad deseaba era llevarla de vuelta hasta su casa y seducida hasta hacerle gritar de placer.

– No sé a qué te refieres -contestó, enfadado consigo mismo.

– ¿Qué tiene esa mujer? ¿Por qué es tan importante para ti? Al fin y al cabo, no es más que una desconocida. Una desconocida sin principios morales, por cierto.

– ¿Nunca te has preguntado si no acabarás de cruzarte con el amor de tu vida por la calle? ¿O si te habrás sentado a su lado en el autobús? ¿O si quizá sea ese hombre que espera detrás de ti en la tienda de ultramarinos? He conocido a muchas mujeres, Nora, y he llegado a la conclusión de que conocer a esa mujer en particular ha sido una cosa del destino.

– Son tus hormonas las que están hablando.

– No lo creo.

– Entonces quizá solo estés interesado en el desafío.

– ¿El desafío?

– Sí, el hecho de que ella no te desee, de que desapareciera tras hacer el amor, te hace considerarla más deseable. ¿O crees que sentirías lo mismo si al día siguiente te hubiera llamado y te hubiera invitado a cenar con sus padres?

Pete consideró aquella opción. Y decidió que no habría habido ninguna diferencia. De hecho, en aquel momento no se le ocurría nada mejor que el que Nora lo deseara como él la deseaba a ella, tener la libertad de acariciarla y besarla sin reservas… y conocer a sus padres si era preciso.

– ¿Lo ves? -le dijo Nora. -La típica reacción masculina. Todo va bien cuando el amor representa un desafío. Pero en cuanto ella quiere un compromiso, salís corriendo.

– No sabes mucho de mí, ¿verdad? -preguntó Pete.

Sus palabras la sorprendieron y, por un momento, no supo qué decir.

– Lo siento. Solo estaba intentando comprender.

– No crees que tenga muchas oportunidades, ¿verdad?

Nora sacudió la cabeza.

– No estoy segura de que puedas empezar otra vez desde el principio. Por ejemplo, ¿qué harías en tu primera cita?

Comenzaron nuevamente a caminar y Pete le tomó la mano, alegrándose de poder tocarla otra vez.

– No sé, ¿qué se supone que tenemos que hacer?

Nora se quedó helada. Se detuvo y se volvió lentamente hacia él.

– ¿En nuestra primera cita? -preguntó con voz atragantada.

– No, en mi primera cita con ella. ¿Qué sugieres?

– No tengo ninguna sugerencia que hacer – se volvió y comenzó a bajar los escalones. -Estoy muy cansada. Me gustaría irme a casa.

Pete la alcanzó casi al instante y la agarró del brazo.

– Esta puede ser nuestra primera clase. Podemos fingir que estamos en nuestra primera cita y tú irás diciéndome lo que tengo que hacer.

– No me cito con las personas con las que trabajo.

– Pero todo será fingido. Fingiremos que tú eres la mujer misteriosa -se interrumpió, esperando su reacción. Advirtió una sutil expresión de incomodidad en su rostro. -Haremos como que por fin nos hemos encontrado y yo te he pedido una cita.

Nora fijó la mirada en el suelo.

– ¿Y qué haremos después? -le preguntó Pete.

– No creo que debamos fingir eso…

– Vamos -insistió Pete. -Esto nos servirá de ayuda. Y ahora dime, ¿es correcto que le dé la mano?

Nora se quedó mirando sus dedos entrelazados.

– Solo como una forma de cortesía. Para ayudarla a salir del coche y cosas así. Pero normalmente, deberías tomarla del codo y soltarla en cuanto deje de ser necesario.

Pete le soltó la mano y se frotó las palmas.

– De acuerdo. Regla número uno: nada de tocarse en la primera cita.

– Algunas mujeres podrían considerarlo demasiado atrevido, pero quizá no sea una regla que haya que seguir a rajatabla.

Pete le volvió a tomar la mano, le hizo volverse y continuó subiendo la calle que conducía hacia Coit Tower. Se detuvieron en un lugar desde el que se veía una magnífica puesta de sol y, sin pensarlo siquiera, Pete le deslizó la mano por la cintura para que se acercara a él.

Cinco minutos y había roto ya la primera regla: no tocar. Pero intentar mantener las manos lejos del cuerpo de Nora era como intentar dejar de respirar.

– ¿Y ahora qué? -musitó, inclinándose hacia ella para poder disfrutar de su fragancia.

– Ahora hablemos. Puedes comentarme algo sobre el paisaje, sobre el tiempo… Incluso algo sobre ti, pero que no sea demasiado personal.

– De acuerdo -respondió Pete y miró a su alrededor. -¿Sabes que este es el primer lugar que visité cuando vine a vivir a San Francisco? Salí un día de casa y estuve paseando hasta llegar aquí -alzó la mirada hacia la torre. -No sabía lo que era.

– Es un monumento en memoria a los bomberos voluntarios de la ciudad. Hay gente que dice que parece una manguera.

Pete se echó a reír.

– Y lo parece.

– El nombre se lo debe a Lillie Hitchcock Coit. Cuando tenía diecisiete años, salió corriendo de una fiesta de boda para ayudar apagar un fuego. La nombraron bombera honoraria y, cuando murió, una mujer rica donó dinero para hacer este monumento. Mi padre me contó esa historia cuando era pequeña y decidí que quería ser bombera.

– Sin embargo has terminado escribiendo una columna sobre normas de etiqueta.

– No era a eso a lo que pretendía dedicarme.

A mí me apetecía trabajar en un museo de arte, pero he terminado ayudando a la gente a resolver sus problemas.

– Ahora me estás ayudando a mí.

Nora sonrió.

– Estoy ayudándote a perseguir a una mujer de la que ni siquiera sabes el nombre solo para que puedas seducirla otra vez y probablemente luego la dejes en la estacada. Porque dime, ¿qué ocurrirá si al final ella no es el amor de tu vida?

– Eso no lo sabré hasta que no la vea otra vez -dijo Pete.