En la Noche
All through the night (2000)
CAPÍTULO 01
Prudence Trueheart no le caía muy bien. Pero tenía que admitir que le encantaba cómo se movía.
Pete Beckett colocó los brazos sobre el separador de su pequeño cubículo y apoyó la barbilla entre las manos. A su alrededor, los empleados del departamento de deportes de El Herald corrían para tener a tiempo las noticias del mediodía. En ese momento, casi todos estaban tecleando frenéticamente en sus ordenadores, dando lugar al familiar golpeteo de la redacción. Pete, uno de los principales columnistas del periódico, había visto anteriormente los titulares y había escrito ya su columna. Y como todavía no había decidido el tema del día siguiente, se encontró sin nada que hacer, salvo pensar en los atributos físicos de Prudence Trueheart, otra de las columnistas del periódico.
Aunque siempre iba vestida con trajes discretos y remilgadas blusas, el cuerpo que ocultaba bajo su ropa se negaba a encajar con su imagen externa. Al ver una indumentaria como aquella, uno esperaba encontrarse una espalda recta como una baqueta y unos labios apretados en permanente expresión de desaprobación.
Y, sin embargo, Prudence poseía una gracia especial; mecía las caderas al caminar y alzaba la barbilla con un atractivo gesto de desafío. Los brazos le colgaban grácilmente a ambos lados del cuerpo y al extremo de sus delicados dedos brillaban sus uñas suavemente pintadas de rosa.
Y su boca… Vaya, había algo en aquella tentadora boca que convertía cualquier palabra de amonestación que de ella saliera en algo inútil, por mucho que Prudence intentara parecer una rígida profesora. Apenas podía dominar las ganas de quitarle cada una de las horquillas que sujetaban el moño con el que se recogía su rubia melena. O de tomarla entre sus brazos y besarla hasta hacerle perder el sentido. O de lamer lentamente cada uno de sus deliciosos dedos, o de…
– Echarle mal de ojo a Prudence no te va a servir para quedarte con el despacho de la esquina.
Pete se volvió y descubrió a Sam Kiley a su lado, con la mirada fija en su mismo objetivo.
– ¿Alguna vez te has preguntado qué aspecto tiene fuera de la oficina? -le preguntó Pete. -Por ejemplo, ¿qué se pondrá para dormir?
Prudence desapareció en el interior de su despacho y Pete estiró el cuello, intentando no perderla de vista. No conseguía comprender aquella contradicción. ¿Cómo podía una mujer ser tan condenadamente sensual, tan irresistiblemente femenina y a la vez ser tan estirada? Aquella pregunta llevaba mucho tiempo inquietándolo, pero su relación con Prudence era demasiado distante para adivinar una respuesta.
– Si de verdad tienes curiosidad por saberlo, supongo que podrías preguntárselo a Ellie -le sugirió Sam.
Ellie era la mujer de Sam, además de la directora de ventas del periódico. También era, casualmente, la mejor amiga de Prudence Trueheart. Ellie y Sam se habían conocido en el periódico y llevaban casados un año.
– No tengo ninguna curiosidad -mintió Pete y rió secamente. -¿Por qué voy a tener curiosidad en Prudence Trueheart?
– Sabes que tiene un nombre real, ¿verdad? -dijo Sam.
– Pierce -musitó Pete. -Laura Pierce, ¿o es Nora? ¿Nola quizá? Mantuvimos algunas conversaciones hace años. Una vez cuando ocupé su sitio del aparcamiento y en otra ocasión en la que ella me acusó de haberle robado su grapadora. Incluso llegué a besarla en la fiesta de Navidad. Y creo que soy el único de la sección de deportes que lee sus notas antes de quitarlas de la puerta del refrigerador.
Realmente no podía culpar a Prudence. Como era la única columnista sobre temas de sociedad del San Francisco Herald, no encajaba en ninguna otra sección. Prudence era, en ese sentido, una especie de huérfana y le habían asignado el único despacho disponible. Y ocurría que aquel despacho estaba en la sección de deportes, aunque ambos codiciaban un enorme despacho que estaba a punto de quedar vacío y se encontraba en el otro extremo de la planta.
Diablos, Prudence podría haber tenido más éxito con sus notas en la sección de estilo. O incluso en Sucesos. Pero intentar convertir a un puñado de pendencieros periodistas de deportes en un educado grupo de compañeros de trabajo era una tarea imposible. Aun así, ella nunca dejaba de intentarlo. No había un solo mes en el que no escribiera una nota sobre las normas de etiqueta en el comedor, o acerca de la higiene del frigorífico y la cafetera. De hecho, no había una sola norma de educación que Prudence Trueheart no intentara imponer en la sección.
Pero la Zona Caliente se llamaba así por una buena razón.
Los periodistas y fotógrafos deportivos del Herald, hombres y mujeres, eran un grupo extraño. Cabezotas y devotos de cualquier tipo de deporte… y ajenos a toda regla de cortesía. Para observadores externos, podían parecer un puñado de adolescentes pendencieros. Pero a él le encantaba aquel ambiente en el que, además, se trabajaba siempre duramente.
Pete dejó de lado sus pensamientos sobre Prudence Trueheart, regañándose a sí mismo por gastar neuronas pensando en ella, y centró su atención en las competiciones del día.
Los jueves siempre había un partido de béisbol en la propia redacción. Otros días eran de hockey, de golf o de baloncesto. Aquel día competía contra Sam Kiley y su equipo de reporteros.
Miró el reloj y se dirigió al comedor para sacar la pelota y el bate del armario. Mientras agarraba el equipo, echó un vistazo al frigorífico. Había una nota nueva, escrita con la cuidada letra de Prudence. Se acercó y leyó el texto: Derechos de propiedad sobre los alimentos. Al parecer, Prudence echaba de menos un yogur desde hacía días.
Pete agarró el papel, lo arrugó en la mano, tiró la bola de papel al aire y la golpeó con el bate. La nota de Prudence salió volando por la habitación, chocó contra la pared y cayó en la papelera.
– ¡Grand slam! -Pete alzó la mano e hizo un gesto triunfal con el brazo antes de salir de la habitación. Para cuando llegó a la Zona Caliente, los equipos ya se habían formado y esperaban expectantes que se iniciara el juego. Pete le tiró la pelota a Sam y gritó:
– Los perdedores pagan mañana la cerveza en el Vic.
Sam Kiley golpeó la primera pelota alto y lejos y Pete volvió a golpearla con el bate, lanzándola directamente a la puerta abierta del despacho de Prudence Trueheart. Un instante después, un grito desgarraba el aire. Pete dejó caer el bate. Los jugadores se miraron unos a otros y terminaron fijando la mirada en Pete.
Este hizo una mueca.
– Eh, no lo he hecho a propósito. Estaba justo en línea con el campo. Si la hubiera atrapado Ramírez, no habría pasado nada -señaló al fotógrafo. -Ha sido un error.
Sam alzó las manos en gesto de burlona rendición.
– La has tirado tú, Beckett, así que eres tú el que tiene que ir a disculparse.
Pete maldijo suavemente. Lo último que necesitaba en aquel momento era una regañina de Prudence Trueheart, especialmente cuando hacía solo unos minutos estaba fantaseando sobre su boca. Quizá si lo dejaba pasar, ella se limitaría a escribir una nota. Pero el partido no podría continuar a menos que fuera a recuperar la pelota.
– Iré por ella -dijo por fin. Se sentía como cuando era niño y la Hermana Amelia, la directora del colegio, lo llamaba a su despacho por haber roto un cristal de la rectoría. -Si no he vuelto dentro de cinco minutos, podéis ir a buscarme.
Cruzó la Zona Caliente y se acercó lentamente al despacho. Asomó la cabeza, esperando encontrarse a una Prudence furiosa como un tigre hambriento y dispuesta a hacerlo trizas. Pero la encontró sentada en el suelo, al lado del escritorio, frotándose la ceja izquierda con expresión dolorida. Rápidamente, se agachó a su lado y posó la mano en su tobillo.
– ¿Estás bien?
Prudence alzó sus ojos azules como el agua y pestañeó. En el momento en el que sus ojos se encontraron, los pulmones de Pete dejaron de funcionar y respirar se convirtió en una tarea imposible. Había empleado una considerable cantidad de tiempo especulando sobre la mujer que ocupaba aquel despacho, pero tenía que admitir que con el pelo revuelto y sin las gafas, estaba mucho más guapa. Su complexión no tenía un solo defecto y su perfil era prácticamente perfecto. En aquel momento, entreabría sus labios llenos para respirar. Tenía una boca hecha para ser besada… Y si se hubiera tratado de otra mujer, Pete lo habría intentado en aquel preciso instante.
– Nora -musitó, deslizando la mirada por sus largas piernas y sus estilizados tobillos. Se llamaba Nora Pierce, sí. Siempre había pensado en ella como Prudence Trueheart, pero mientras sentía su perfume flotando en el aire y el calor de su piel bajo la palma de su mano, le resultaba imposible llamarla Prudence.
Nora se aclaró la garganta, fijó la mirada en la mano de Pete, entrecerró los ojos y le tendió la pelota de béisbol.
– Señor Beckett. Creo que esto es suyo.
Pete forzó una sonrisa. Apartó la mano del tobillo y tomó la pelota.
– Gracias.
Nora arqueó ligeramente la ceja, con gesto desdeñoso.
– ¿Y?
– ¿Y? -la mente de Pete corría toda velocidad. ¿Y qué? ¿Y muchas gracias? ¿Sería eso lo que estaba esperando? Frunció el ceño y desplazó la mirada desde la pelota de béisbol hasta sus fríos ojos. Vio entonces el ligero moratón que comenzaba a salirle bajo el ojo. -Ah, sí, y perdón – aventuró. -Lo siento, de verdad, lo siento.
Nora suavizó su expresión y él dejó escapar un sonoro suspiro de alivio.
– Gracias. Disculpa aceptada. Y, quizá, la próxima vez, pueda cerrarme la puerta antes de empezar el partido.
– Hum… -musitó Pete, dejando que su mirada vagara por su cuerpo y deteniéndose significativamente en los botones de la blusa. Podría desabrochárselos en cuestión de segundos. En alguna parte, bajo aquella anodina indumentaria se escondía un cuerpo de mujer que, por lo que él podía apreciar, no se merecía el ser encerrado en tan conservador disfraz. Pete apretó los puños, descartó rápidamente aquella idea y volvió a mirarla a la cara.
Nora se frotó el ojo y tomó aire. Cuando intentó levantarse, Pete posó la mano en su hombro para que volviera a sentarse.
– No se mueva. Déjeme ver eso.
– ¿Estoy sangrando?
Pete fijó la mirada en sus ojos. En aquellos ojos tan increíblemente azules. ¿Por qué no se habría fijado antes en ellos? Eran unos ojos grandes e inocentes. Tentadores. Fascinantes. Se agolpaban en su mente toda suerte de adjetivos. Un hombre podría perderse en aquellos ojos. Por un momento, no fue capaz de concentrarse en otra cosa que no fuera el batir de sus pestañas, o la forma en la que aquel pelo rubio como la miel caía por su frente. Nora se aclaró la garganta otra vez, arrastrándolo de nuevo a la realidad.
– No, no estás sangrando. Y el moratón no tiene muy mal aspecto. Solo está de color negro y azul.
– ¿Negro y azul? -gimió Nora. -No puede ser.
Pete se encogió de hombros. Después miró el moratón más de cerca.
– Puedes ponerte un poco de maquillaje, así no se notará.
– Pero… ¡pero no puedo tener un ojo morado!
Pete fue incapaz de contener una carcajada.
– ¿Por qué? ¿Tienes una ardiente cita esta noche? -cuando vio el sonrojo que tiñó las mejillas de Nora, se maldijo en silencio. -Lo siento, no debería haberme reído.
– No, no debería -musitó. -Ha sido muy grosero.
– Jamás habría pensado que tú, quiero decir… que Prudence… Bueno, ya sabes lo que quiero decir. Jamás habría pensado que Prudence tuviera una vida social que fuera más allá de dedicarse a hacer ganchillo o jugar a las cartas.
– Yo no soy Prudence -repuso Nora, sintiéndose herida. -Y… y quizá tenga una cita esta noche. No sé por qué resulta tan difícil de creer.
Pete le acarició suavemente la mejilla.
– Bueno, pues me temo que vas a tener que salir con un bonito ojo a la funerala como no te pongas un poco de hielo -se incorporó y le tendió la mano para ayudarla a levantarse. -Te traeré un poco del frigorífico. ¿Por qué no te sientas? Y no te lo toques. No tardaré.
Nora asintió y consiguió esbozar una sonrisa de agradecimiento mientras Pete salía a grandes zancadas del despacho. Los muchachos ya habían formado un pequeño grupo, dispuesto a acudir a su rescate.
– Prudence está bien -les dijo Pete. -Voy a buscar algo de hielo. Le he dado en el ojo.
El miedo paralizó las expresiones de sus compañeros de trabajo que se dispersaron rápidamente antes de verse implicados en aquel accidente. Pete agarró lo más parecido a un paquete de hielo que encontró en el frigorífico y corrió al despacho de Nora.
La encontró recostada contra el respaldo de su silla, con los ojos cerrados y las piernas estiradas.
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