– Pronto se acallará todo -comentó, dejando el periódico sobre la mesa.

Celeste se abanicó con su agenda y se llevó la mano al pecho.

– He estado contestando el teléfono toda la mañana. Y supongo que sabes cómo nos afecta tu conducta a tu padre y a mí. Todo esto nos arruinará socialmente, Nora. Nos echarán del club. Y… y la gente se negará a venir a mi fiesta de recaudación de fondos para la ópera. Dios mío, ¡somos padres de una delincuente!

Nora gimió, tomó un cojín y lo abrazó con fuerza.

– Por favor, ¿no te parece que te estás poniendo un poco melodramática? Solo he intentado entrar en una casa y ni siquiera me acusaron de nada.

– En ese caso, ¿por qué aparece la noticia en el periódico?

– Porque soy Prudence Trueheart. El más mínimo error en mi conducta se considera noticia. Además, han bajado sus ventas por culpa de El Herald y supongo que me consideran parcialmente culpable de ello. Quizá quieran arruinar mi reputación.

Celeste la miró con los ojos entrecerrados.

– Sabía que este trabajo te traería problemas desde el momento en que lo aceptaste. Periodista, ¿qué clase de profesión es esa para una joven de buena familia? Y además, ¿cómo se te ocurrió meterte en casa de ese hombre?

– En realidad lo único que quería era recuperar una cosa que me había dejado. En cuanto todo se aclaró…

– ¿Una cosa que te habías dejado? ¿Y qué puedes haberte dejado en casa de un desconocido? ¿Y quién es ese Pete Beckett que aparece en la foto contigo?

– Solo es un hombre -musitó Nora, mientras sus pensamientos volaban nuevamente hacia él. -¡Ya está bien! -murmuró para sí, llevándose los dedos a la sien e intentando borrar su imagen de su cerebro.

– No pienso parar -la contradijo Celeste. -Soy tu madre y tengo derecho a decirte lo que quiera.

Nora suspiró.

– No estaba hablando contigo. Estaba hablando conmigo misma.

– ¿Y bien? ¿Quién es ese hombre?

¿Por qué molestarse en ocultarlo?, reflexionó Nora. Quizá hubiera llegado el momento de que Celeste Pierce se diera cuenta de que su hija tenía su propia vida. Tenía necesidades, deseos, pasiones. Y el cómo intentara satisfacerlos era algo que le concernía únicamente a ella.

– En realidad, mamá, había pasado la noche con él. Él no sabía quién era yo, o por lo menos eso era lo que yo pensaba. Iba disfrazada, llevaba una peluca… y me la dejé en su cama.

– No juegues conmigo -le advirtió su madre. -Contándome esas tonterías no vas evitar del escándalo. Además, ya sabes que yo no tengo sentido del humor.

Nora dio un sorbo a su té, mirando a Celeste por encima del borde de la taza.

– Deberías estar contenta, mamá. Por lo menos no han contado lo que de verdad pasó.

Llamaron a la puerta y Nora se levantó para abrir, pensando que sería Stuart, ansioso por dar su opinión. Pero no era él el que estaba esperando al otro lado de la puerta.

– Señor Sterling -gritó Nora, cerrándose con fuerza la bata. -¿Qué está haciendo aquí?

– Señorita Pierce. He pasado por su despacho y su secretaria me ha dicho que hoy se iba a quedar a trabajar en casa. Supongo que es lo mejor, puesto que lo que tengo que decirle es algo muy delicado.

– Por favor, entre.

Su jefe no se movió de la puerta.

– Creo que será mejor que no me ande con rodeos.

Nora sintió un nudo en el estómago. La expresión de Sterling, normalmente amistosa, era absolutamente fría e impersonal.

– ¿Ha leído el Chronicle. -le preguntó Nora.

Sterling asintió.

– Y también nuestros abogados. Esta mañana me han informado de que ha violado su contrato. Las cláusulas sobre actitud moral prohíben estrictamente cualquier actividad delictiva.

– Pero al final no me han acusado de nada. Todo ha sido un malentendido.

– La clase de malentendido que podríamos tolerar en Nora Pierce, pero no en Prudence Trueheart. Para resumir, me temo que tendremos que dar por terminado su contrato.

– ¿Me está despidiendo? -preguntó Nora, estupefacta.

Celeste se acercó a la puerta, sonriendo disimuladamente.

– La está despidiendo. ¡Gracias a Dios! Por lo menos ha salido algo bueno de todo esto. Nora, ¿no vas a presentarnos?

Nora fulminó a su madre con la mirada.

– Tú no te metas en esto -le advirtió.

– Continuaremos publicando columnas antiguas hasta que contratemos a su sustituía -continuó diciendo Sterling. -Por supuesto, no diremos que la hemos despedido. Eso sería mala publicidad. Diremos que ha renunciado a su trabajo. Y si se mantiene en silencio, le daremos una generosa indemnización, aunque teniendo en cuenta la situación, no estaríamos obligados a hacerlo.

– Pero si no he sido acusada de ningún delito -repitió Nora. -No pueden hacerme esto.

– Oh, claro que pueden -intervino Celeste. -Y quizá sea lo mejor, querida. Así podrás dejar este minúsculo apartamento y volver a casa. Incluso podrías regresar a la universidad y hacer una licenciatura, que siempre es algo mucho más respetable que esa tontería del periodismo.

– Mamá, tengo veintiocho años. Ya soy demasiado mayor para vivir con mis padres.

Arthur Sterling forzó una sonrisa.

– Bueno, me alegro de que podamos arreglar todo esto de manera civilizada -le tendió la mano a Celeste. -Señora Pierce, siento que no nos hayamos conocido en mejores circunstancias.

– Señor Sterling, ¿le gusta la ópera?

Sterling frunció el ceño, confundido con su pregunta.

– Sí, claro. Mi mujer y yo compramos siempre abonos cada temporada.

Celeste lo agarró del brazo y salió con él al porche.

– Estoy organizando una fiesta benéfica a favor de la ópera, y estaría encantada de que usted asistiera. Le enviaré un mensajero a su oficina con una invitación.

– Sería maravilloso -Sterling se volvió y le hizo un gesto a Nora. -Le deseo suerte -sin más, comenzó a bajar los escalones de la entrada.

Celeste entró de nuevo en casa, estaba encantada.

– No me habías dicho que fuera un hombre tan encantador, querida. Y tan atractivo. Supongo que tiene dinero. Al fin y al cabo, es el propietario de El Herald.

– No puedo creerlo, mamá. Viene aquí a despedirme y tú te dedicas a pedirle una donación -se derrumbó en el sofá. Las cosas iban cada vez peor. -Y yo que pensaba que sería tan sencillo… Solo una noche de pasión y mi vida continuaría después como siempre -musitó.

– ¿Qué mascullas, hija? -Celeste suspiró dramáticamente. -Nora, siéntate bien. Las malas posturas son signo de mala educación. Espero que no te repantigues de esa forma en mi fiesta.

– No voy a ir a tu fiesta, mamá. No quiero ponerte en una situación difícil.

– Claro que vas a venir. Tu ausencia se notaría demasiado. Y siempre es mejor enfrentarse a los rumores que dar a los demás la oportunidad de seguir hablando. Además, Constance y Stanford Alexander van a venir con su hijo Elliot, el cirujano. Si tú no vienes, seremos impares. Y eso no puede ocurrir en una de mis fiestas.

– Mamá, va a haber más de ochenta personas allí, no creo que nadie se dedique a contarlas.

Celeste tomó el bolso que había dejado en la mesa del café y le dio a Nora un par de besos.

– Hazte la manicura y, por favor, no dejes de ir a la peluquería. Quiero que tengas un aspecto perfecto para mi fiesta.

Cuando la puerta del apartamento se cerró por fin detrás de Celeste, Nora soltó un gemido y se acurrucó en el sofá.

– Las cosas ya no pueden empeorar. He sido detenida, despedida y completamente humillada -alargó la mano, tomó el periódico y miró de nuevo la foto.

Quizá su vida se hubiera desmoronado desde la noche del Vic. Pero tenía que reconocer que en una semana había experimentado más emociones que en veintiocho años de vida.

Miró la fotografía de Pete y un torrente de emociones fluyó por su cuerpo. Cerró los ojos y estrechó el periódico contra su pecho. Tendría que vivir con sus recuerdos… y sus arrepentimientos. Si dejaba de trabajar en El Herald, dejaría de ver a Pete cada día. De hecho, quizá no volviera a verlo otra vez.

Un intenso dolor comenzaba a crecer cerca de su corazón. Nora tomó aire, esperando que cediera. Aquello no tenía por qué ser el final de su nueva vida. Podía considerarlo como un nuevo principio, como una oportunidad para comenzar desde cero. Como la mejor forma para dejar a Pete Beckett en el pasado.

– Estaré bien -dijo en voz alta. -A partir de ahora, dejaré de ser Prudence Trueheart y me concentraré en mí.

Pero no era Prudence Trueheart la que se había enamorado de Pete Beckett, sino Nora Pierce. Y sería ella la que tendría que superar aquel amor.


Pete permanecía en la Zona Caliente, con la mirada fija en el despacho de Nora. No había ido a trabajar desde hacía tres días. Había llamado a su casa por lo menos unas cinco veces al día sin obtener respuesta y el día anterior se había acercado por allí al salir del trabajo. Pero o Nora no estaba, o había decidido no abrir.

Pete suspiró y miró el reloj. Ya casi era la hora del partido de golf del vestíbulo. Se acercó hacia el comedor para sacar el cubo de plástico y la pelota de golf. Al entrar, vio una nota pegada en la puerta del frigorífico.

Pete sonrió y el corazón comenzó a latirle a toda velocidad. Así que Nora había estado allí, por lo menos el tiempo suficiente para dejar una de sus famosas notas. Se acercó rápidamente al frigorífico y leyó el texto. Esperaba encontrarse alguna diatriba sobre las tazas sucias, pero descubrió una carta escrita con la cuidadosa letra de Arthur Sterling.


La renuncia de Nora Pierce se hizo efectiva el miércoles. El equipo directivo del periódico le desea lo mejor.


Pete leyó la nota dos veces, seguro de que había cometido algún error. ¿Nora había renunciado? ¿Lo habría hecho por lo que había pasado entre ellos? ¿Se sentía tan dolida que no podía enfrentarse a la perspectiva de verlo todos los días en el trabajo?

– No puede hacer una cosa así -murmuró Pete, arrugando la nota. Salió a la Zona Caliente, con intención de tomar su chaqueta y acercarse a casa de Nora, pero al pasar por su despacho, advirtió que había luz. No se molestó en llamar. Abrió la puerta y entró. El suelo estaba lleno de cajas y Nora permanecía detrás del escritorio, ordenando papeles.

– ¿Qué diablos es esto? -le preguntó directamente Pete.

– Solo estoy recogiendo mis cosas -contestó ella.

– Ya lo veo. Pero quiero saber por qué. ¿Por qué has renunciado a tu trabajo? Nora sonrió sin entusiasmo. -¿Ya has visto la nota?

– Típico de Stearling. Dejar caer la bomba el viernes para que el humo haya desaparecido el lunes. Lo que no entiendo es por qué ha aceptado tu renuncia.

Nora alzó por fin la mirada y Pete descubrió la desesperada vulnerabilidad de sus ojos.

– Lee entre líneas -le dijo Nora. -Yo no he renunciado. Me han despedido por haber violado las cláusulas sobre moralidad del contrato – Pete se sintió como si acabaran de darle una patada en el estómago. -Sí, me despidió porque había sido detenida, cosa que no habría sucedido si no hubiera ido a tu apartamento aquella noche, algo que no habría ocurrido si no hubiera ido al Vic. De modo que todo empezó por las ganas de salir una noche. Irónico, ¿verdad? Prudence Trueheart despedida por no haber sido capaz de dominar su pasión.

– Tienes que oponerte. Esto es injusto. Además, yo soy tan culpable como tú de lo ocurrido.

– Pero yo firmé ese contrato. Conocía sus cláusulas. Y, en cualquier caso, no es tan terrible. Durante los últimos meses, la verdad es que no he disfrutado nada escribiendo esa columna. Por lo menos ahora podré continuar mis estudios en París o quizá en Roma, en cualquier parte en la que no me reconozcan. Además, si mi vida ha cambiado de forma tan drástica en una sola semana, ¿quién sabe lo que puede ocurrir en un año?

En tres grandes zancadas, Pete rodeó el escritorio de Nora y la agarró por los hombros.

– No te vas a ir ni a París ni a Roma -le enmarcó el rostro con las manos y la besó furiosa y precipitadamente, frustrado por su incapacidad para hacerle entrar en razón. Nora no se resistió, se limitó a ablandarse en sus brazos, como si estuviera demasiado agotada para resistirse. Y Pete intentó convencerla con su beso de lo que no había podido comunicarle con sus palabras.

– No tienes por qué irte -dijo suavemente.

– Soy yo la que quiere marcharse.

– Yo puedo ayudarte.

– Creo que ya me has ayudado suficiente – respondió Nora con una risa seca. Se separó de sus brazos y continuó empaquetando sus cosas, como si el beso de Pete no hubiera tenido ningún efecto en ella. -Deberías alegrarte, ahora te quedarás tú con el despacho de la esquina.

– Me importa un comino ese despacho. No voy a permitir que te marches como si no hubiera ocurrido nada entre nosotros.