Nada más entrar, le habían mostrado una invitación y le habían preguntado si tenía un esmoquin. Por lo que Ellie decía, él estaba a punto de asistir a una fiesta en casa de los padres de Nora para rescatarla de las garras de un cirujano libidinoso. Se necesitaba una corbata negra para aquella importante misión de rescate y, por lo que ellos decían, si jugaba bien sus cartas, Nora podría volver con él.

Había pasado solo una semana desde la última vez que la había visto y, aunque había pensado en llamarla, no estaba seguro de que el momento fuera el indicado. Sin embargo, monopolizar a Nora en una fiesta de la alta sociedad era una oportunidad que no estaba dispuesto a perder.

– ¿Cómo conociste a Nora? -le preguntó Pete a Stuart, mirándolo a través del espejo.

– Soy el propietario de su piso. Y su mejor amigo.

– Yo soy su mejor amiga -lo contradijo Ellie. -Ese es un papel que les corresponde a las chicas, no a los chicos.

– Bueno, pero yo soy el que la alzó para que se metiera por la ventana de tu dormitorio.

– Y yo la que conducía el coche. Y también la que le dijo a Pete que habían detenido a Nora para que pudiera ir a rescatarla.

Pete deshizo el nudo de la corbata e intentó hacérselo de nuevo.

– Con amigos como vosotros, Nora no necesita enemigos -bromeó, pero su pequeña broma le valió dos miradas asesinas. -¿Sabe Nora que estáis conspirando a sus espaldas?

– Esto no es una conspiración -respondió Ellie. -Stuart no puede ir a esa fiesta y quiere que vayas tú en su lugar.

Pete miró a Stuart. Por su malhumorada expresión, era evidente que no había renunciado voluntariamente a su invitación. Pero parecía sinceramente preocupado por la felicidad de

Nora.

– No estoy muy seguro de que deba aparecer por sorpresa en esa fiesta -comentó, mientras seguía intentando anudarse la corbata. -¿Qué ocurrirá si me echan?

Ellie le alisó las solapas del traje y comenzó a atarle la corbata.

– Eres un hombre encantador, Pete Beckett. Estoy segura de que encontrarás la forma de entrar en esa fiesta.

– Y una vez dentro, no se te ocurra hacer ninguna estupidez -le advirtió Stuart. -Como sonarte la nariz con la servilleta o morder el tenedor. No quiero que avergüences a Nora.

– No soy ningún patán -refunfuñó Pete. -Sé qué tenedor debo usar: el de pescado, el de los entremeses, el de la ensalada, el de la fruta., Tengo que esperar a que la anfitriona empiece a comer para hacerlo yo y no puedo irme hasta que no haya pasado al menos una hora y media desde que se sirvió la última copa o el último plato.

Ellie y Stuart se miraron estupefactos ante aquel despliegue de conocimientos. Ellie terminó de hacerle el nudo de la corbata y le pidió que se mirara al espejo. Pete obedeció sin excesivo entusiasmo, agarró sus llaves y se encaminó con ellos hacia la puerta.

– ¿Dónde es la fiesta?

– En Sea Cliff, en casa de los padres de Nora. Debo advertirte que la casa es un poco… abrumadora. Y la madre de Nora un poco…

– Avasalladora -terminó Stuart por Ellie. -Pero no te dejes amilanar por tanto glamour – añadió.

Pete tomó la invitación que Stuart sostenía en la mano y sonrió.

– Gracias. Aprecio la ayuda -contestó, antes de correr hasta el garaje y montarse en el coche.

Todo había sucedido tan rápidamente, que no había tenido tiempo de pensar. Había comenzado la tarde pensando en ponerse a ver un partido de fútbol. Y de pronto allí estaba, vestido de esmoquin y a punto de ver a la mujer que amaba.

¿Qué diablos le diría? ¿Cómo podría convencerla de sus sentimientos? Aunque no había hecho otra cosa que pensar en Nora durante la semana anterior, todavía no creía que estuviera preparado para ir a verla. Las preguntas sobre sus verdaderos sentimientos hacia ella lo asaltaban cada mañana. Estaba seguro de que la amaba, pero Nora no había hecho otra cosa que rechazarlo. Si se hubiera tratado de cualquier otra mujer, se hubiera alejado ele ella casi desde el principio, agradeciendo el poder librarse de tan frustrante manipulación. Pero mientras continuara pensando que tenía un futuro al lado de aquella mujer, no pensaba renunciar a ella. Aunque Nora no se lo había dicho nunca con palabras, él lo había visto en sus ojos, lo había sentido cuando lo acariciaba y cuando la había oído gritar su nombre en medio de su apasionado encuentro.

Para cuando Pete llegó a la Baker Beach, ya estaba convencido de que realmente quería ver a Nora. Sacó la invitación y buscó la dirección de su casa. Sea Cliff difícilmente podría ser considerado un «barrio», aquella palabra era demasiado vulgar para los habitantes de las grandes mansiones que rodeaban la bahía. Pete asumió que Sea Cliff Avenue sería una calle paralela al mar y a los pocos minutos dio con la casa de Nora.

Detuvo el coche y se quedó mirando fijamente la mansión.

– Diablos -susurró. Sabía que Nora procedía de una familia de dinero, pero aquello era mucho más de lo que había imaginado. ¡Nora era una condenada princesa! De pronto, comprendió por qué lo había rechazado: su familia jamás aprobaría que se emparejara con un ex jugador procedente de un barrio obrero de la ciudad.

Un mayordomo se acercó al coche y le dio un golpecito en el cristal.

– ¿Viene a la fiesta? -le preguntó.

Pete negó con la cabeza y puso el coche nuevamente en marcha. Pero en el último segundo, se detuvo, apagó el motor del coche y salió. No tenía nada que perder. Por Nora estaba dispuesto a infligirle algunas heridas a su ego. Además, desde que la conocía, Nora nunca se había dado aires de grandeza. De modo que, ¿qué le hacía pensar que iba a hacerlo en ese momento?

Salió del coche y le dio las llaves al mayordomo para que lo aparcara. Cuando llegó a la puerta principal, se pasó el dedo por el cuello de la camisa y se estiró la chaqueta. Se sentía como si estuviera a punto de empezar a jugar el partido más importante de su vida. Tomó aire, cruzó la puerta y se adentró en un inmenso vestíbulo de mármol y madera. Tenía ante él una enorme escalera que conducía al segundo piso. Otro mayordomo, se acercó a él.

– ¿Su nombre, señor?

– Beckett -dijo, tendiéndole la invitación, -Pete Beckett.

El mayordomo leyó la invitación.

– Esta invitación es para la señorita Nora y su acompañante.

– Yo soy su acompañante.

– He sido informado ele que su acompañante sería el señor Stuart Anderson. Usted ha dicho que su nombre es Beckett.

Pete asintió con impaciencia.

– Estoy aquí en lugar de Stuart. Él me ha pasado su invitación.

– Me temo que esto no es un concierto de rock, señor. Las invitaciones a esta fiesta son intransferibles.

Pete sentía cómo iba elevándose su furia y luchó contra la urgencia de agarrar aquel hombrecillo de las solapas.

– Lo comprendo, pero Nora me dio esta invitación y me pidió que viniera -la mentira sonó convincente. Y si el mayordomo decidía ir a buscar a Nora para comprobarlo, Pete podría salir de allí sin ser visto. -Se enfadará si se entera de que no me ha dejado pasar. ¿Por qué no va a preguntárselo?

El mayordomo pensó un momento en su propuesta y a continuación forzó una sonrisa.

– Espere un momento, señor.

Mientras esperaba, Pete se puso a pasear por el vestíbulo, examinando los cuadros que colgaban de las paredes. Por lo que estaba viendo, la familia llevaba en San Francisco desde mediados del XIX. Un enorme cuadro de la mansión le llamó la atención, leyó en una placa que la mansión había sido destruida durante el terremoto de 1906. Se volvió, para contemplar los cuadros de la otra pared y se quedó completamente helado.

Frente a él tenía el retrato una mujer tan idéntica a Nora, tan bella que se quedó sin respiración. Lo observaba desde el cuadro con unos ojos azules como el cielo. Llevaba el pelo suelto, cayendo sobre sus hombros en suaves ondas. El deseo caldeó su sangre y alargó el brazo, queriendo sentir el calor de su piel.

– Por favor, no toque eso.

Pete bajó la mano y se volvió. Descubrió detrás de él a una mujer que, a juzgar por su parecido, tenía que ser la madre de Nora.

– ¿Señor Beckett? Soy Celeste Pierce. Me temo que ha habido una confusión. Estamos esperando a Stuart Anderson.

– Lo sé, pero yo soy amigo de Nora. Si me permite…

Un suave gemido escapó de los labios perfectamente pintados de Celeste.

– ¡Es usted! Es el que aparecía en el periódico. El que… -no terminó la acusación. -Creo que debería marcharse inmediatamente. Nora está ocupada con otro caballero en este momento y no quiero que la molesten. Además, no creo que tenga tiempo para hablar con usted.

Pete respondió a su indiferente mirada con una idéntica.

– ¿Cuánto? -preguntó, al tiempo que sacaba su chequera del bolsillo.

– ¿Cuánto? -repitió Celeste con desdén.

– Este es un acto benéfico. ¿Cuánto tengo que pagar para entrar? ¿Mil, dos mil dólares?

Aunque Celeste Pierce tenía sus escrúpulos, en lo que se refería a sus actos benéficos, siempre tenía un precio. A los tres mil dólares asintió imperceptiblemente. Pete arrancó un cheque, lo firmó y se lo tendió.

– Es de cinco mil dólares -le dijo, intentando olvidar que acababa de deshacerse de la mayor parte de sus ahorros. -Los dos mil que sobran son para sentarme al lado de Nora en la mesa. Estoy seguro de que usted puede arreglarlo, ¿verdad?

Celeste asintió y llamó al mayordomo.

– Courtland, asegúrate de que el señor Beckett se sienta en la cena al lado de Nora.

El mayordomo asintió y desapareció en las profundidades de la casa.

– Siga el pasillo hasta el final -le murmuró Celeste a Pete. -Encontrará a Nora en la terraza. No puedo garantizarle que vaya a alegrarse de verlo, pero en cualquier caso, gracias por el cheque.

Mientras se alejaba por el pasillo, Pete sonrió de oreja a oreja. Se había ganado a Celeste. Aunque le hubiera costado cinco mil dólares, había merecido una pena. Le había bastado ver el retrato de Nora para darse cuenta de lo desesperado que estaba por verla.

Por las puertas de la terraza, se filtraba el aire de la noche. Nada más acceder a ella, Pete se detuvo para contemplar aquella vista maravillosa.

La mansión estaba situada en lo alto de un acantilado, justo al borde del mar. Los invitados a la fiesta ya estaban allí reunidos. Las mujeres iban vestidas con trajes de diseño y ellos con elegantes esmóquines. Los camareros caminaban entre ellos, ofreciéndoles champán y entremeses exquisitos. Al final de la terraza, había una enorme tienda bajo la que habían colocado las mesas.

Pete tomó una copa de champán cuando se la ofrecieron y encontró un lugar situado cerca de un pilar de piedra. Semi-escondido entre las sombras, saboreó su copa mientras buscaba a Nora entre los invitados.

La descubrió al borde de la terraza, inclinada contra la barandilla y enfrascada en una conversación con un hombre. Pete tuvo que mirarla dos veces para reconocerla. No llevaba su recatado traje habitual, sino un vestido de color azul, bordado de abalorios que resplandecían bajo la suave luz de los faroles. Llevaba los hombros al descubierto y el satén de su piel protegido únicamente por dos tirantes diminutos.

El pelo lo llevaba recogido en lo alto de la cabeza, convertido en una suave y tentadora masa de rizos. Ella se apartó un mechón rebelde de la frente y Pete apretó la mano mientas se imaginaba haciendo lo mismo y quitándole una por una las horquillas, hasta dejar que la melena cayera libremente por sus hombros.

Deseaba tocarla, deslizar las manos por su piel, trazar un camino de besos desde su oreja hasta la dulce curva de su hombro… Tomó aire e intentó tranquilizarse. Se fijó en el acompañante de Nora y sintió el aguijón ele los celos, especialmente al advertir su expresión extasiada.

Pero al mirarla otra vez a ella, comprendió que no estaba disfrutando de la conversación. Cada vez que su acompañante intentaba tocarla, ella evitaba su mano. Además, su sonrisa parecía forzada y su comportamiento excesivamente tenso y formal. Definitivamente, parecía una mujer que necesitaba ser rescatada.

Pete sonrió para sí. Él era el hombre indicado para hacer ese trabajo.


– La tecnología del láser está cambiado el rostro de la cirugía moderna. No habíamos visto tantos progresos médicos desde el descubrimiento de los antibióticos.

Nora forzó una sonrisa y asintió. Dios Santo, si tenía que escuchar otra desagradable anécdota sobre algún procedimiento quirúrgico, iba a empezar a gritar. Miró por encima de su hombro, moviendo el pie con impaciencia. ¿Dónde se habría metido Stuart? Había prometido llegar diez minutos antes de que la fiesta comenzara y ya llegaba una hora tarde.

– Me encantaría llevarte al hospital para que vieras una operación.

– No creo que sea una buena idea -contestó, intentando parecer agradecida por la invitación. -Me impresiona mucho la sangre.