Aun así, no le resultaba difícil imaginarse el poder que ejercía sobre otras mujeres tras considerar su propia reacción a su contacto. Pete tenía unas manos hermosas, dedos largos y fuertes y una caricia delicada. Un escalofrío le recorrió la espalda y de pronto se encontró pensando en el aspecto que tendrían aquellas manos mientras la desnudaban lentamente, lo que sería sentirlas sobre su piel… y todo el tipo de cosas que podrían desencadenar en su cuerpo.
Se rozó el labio con el dedo pulgar. Aquel no había sido el único contacto físico que habían compartido, reflexionó. La había besado una vez, en el aniversario de El Herald, justo después de que la hubieran contratado como Prudence. Aunque probablemente él ni siquiera lo recordara, la vivida imagen de aquel momento acudió a su mente: estaban debajo del muérdago, sintió su dura boca sobre sus labios y la delicada caricia de su lengua…
Había sucedido tan rápidamente, que no había podido protestar. Además, en cuanto la había besado, Nora recordaba haber abandonado toda resistencia. Cuando al final Pete se había separado de ella, le había dirigido una tentadora sonrisa y había hecho algún comentario sobre las viejas damas y las supuestas vírgenes antes de ir a buscar otro tipo de diversiones. Nora había evocado aquel beso miles de veces en la soledad de su cama, cuando el sueño se negaba a acudir.
En ese momento, tenía otro gesto que añadir a sus fantasías. Pensó en el instante en el que Pete había posado la mano en su tobillo, en el calor de sus dedos sobre su piel… el primer contacto físico con un hombre desde hacía tanto, tanto tiempo. Recordó cómo le había acariciado el rostro, y su cálido aliento contra su mejilla, y la intensa fragancia de su colonia…
Nora maldijo suavemente. ¿Cómo lo hacían? ¿Cómo conseguían aquellos hombres hacer perder el sentido común a una mujer? Prudence había recriminado a sus lectoras una y otra vez y ella acababa de caer en la misma trampa: había perdonado a un hombre todos sus pecados por la simple razón de que le había rozado la mano. Se acercó el teclado y su indignación comenzó a crecer con todo el espíritu de la Prudence del pasado.
Querida lectora:
Abriste la puerta del establo en tu primera cita y ahora te resulta difícil meter nuevamente al semental. Prudence cree que deberías mantenerte firme en tu decisión. El celibato es una virtud y tu cuerpo un premio que debe de ser cuidado como un tesoro. Si ese hombre no es capaz de respetar tus sentimientos, olvídate de él. Y, por favor, prométele a Prudence que no volverás a montar hasta que hayas dicho «sí, quiero.
La metáfora del caballo estaba un poco trillada, pero era típica de Prudence: ingeniosa, descarada y con un toque de sarcasmo. Nora pulsó la tecla que enviaría una copia de su columna al editor. Aunque los tiempos habían cambiado, el lenguaje que ella empleaba podría haber sido utilizado por la primera Prudence, una mujer llamada Hortense Philpot, encargada de aconsejar sobre normas de etiqueta en los bulliciosos veinte.
Nora había sido contratada como ayudante de Prudence IV. Con una diplomatura en arte medieval, sus perspectivas de trabajo eran bastante limitadas. Pero tenía algo mucho más valioso que una licenciatura: ser miembro de una de las familias más importantes de San Francisco le proporcionaban una predisposición casi genética hacia las normas de etiqueta. Nora había nacido en Sea Cliff, el bastión de las buenas maneras.
Tras la jubilación de Prudence IV, Nora había firmado cinco años de contrato como la nueva Prudence. Había aceptado aquel trabajo porque… bueno, porque no había muchos puestos de trabajo en San Francisco para una experta en tapices medievales. Pero, además, había pensado que podría inyectar un poco de clase y buenos modales a la vida cotidiana de sus lectoras.
Se quitó las gafas, se frotó los ojos y tomó el montón de cartas que su ayudante había seleccionado para posibles columnas. Se levantó de la silla y comenzó a pasear por el despacho.
– Infidelidad -leyó en voz alta, tirando la primera carta al suelo. -Decepción -mientras iba lanzando las cartas, encontraba nuevos problemas que sustituían a los que acababa de resolver. -Enfado. Resentimiento. Fantasías Sexuales.
Nora se acercó a la ventana desde la que se veía la Zona Caliente. Curioseó a través de las tablillas de la persiana. Continuaban jugando a aquel juego estúpido y Pete Beckett estaba en medio de todos ellos. Lo vio estirarse para agarrar la pelota. La camisa se ajustaba a su torso. Y todo pensamiento razonable escapó de su mente.
– Fantasías sexuales -musitó.
De acuerdo. Quizá encontrara a Pete Beckett increíblemente atractivo, pero aquello solo era una reacción física. No tenía nada que ver con el hombre en sí, sino solo con su cuerpo. Un vientre plano y un bonito trasero no mitigaban todos sus defectos. Y tampoco su perfecto perfil, ni su pelo oscuro, siempre despeinado como si una mujer acabara de revolvérselo. Y quizá tuviera una sonrisa capaz de derretir el corazón de una mujer, pero rara vez se la dedicaba a ella. Nora había oído que las mujeres encontraban irresistible su malicioso sentido del humor, aunque, cuando él se había molestado en dirigirle una gota de su encanto, ella normalmente le había respondido con alguna regañina.
– ¿Alguna carta jugosa?
Nora se apartó rápidamente de la ventana y se volvió hacia la puerta, desde donde la estaba mirando Ellen Kiley. Avergonzada al haber sido sorprendida espiando, Nora le dirigió a su amiga una mirada de desaprobación y le tendió una carta.
– ¿Tú también? ¿Ya te has unido a aquellos que consideran que la vulgaridad se traduce en más ventas?
Ellie había empezado a trabajar en El Herald el mismo año que Nora y desde entonces habían sido amigas inseparables, por lo menos hasta que Ellie se había casado con Sam Kiley un año atrás.
– Yo soy la directora de ventas, así que es lógico que me guste que aumenten. ¿Pero por qué estás tan nerviosa, Prudence?
– ¡No me llames así! -Nora suspiró, sorprendida por su reacción a la amistosa pregunta de Ellie. Se derrumbó en la silla y alzó la mirada hacia su amiga. -Cuando piensas en mí, ¿me ves como Prudence Trueheart o como Nora Pierce?
Ellie frunció el ceño, se sentó frente a ella y tomó una carta.
– No sé -musitó. -¿Hay alguna diferencia?
– ¡Claro que haya alguna diferencia! -gritó Nora, inclinándose sobre el escritorio y arrebatándole la carta a su amiga. -¿No lo ves? -arrugó el papel, lo tiró al suelo y comenzó a pasear nerviosa por la oficina. -Yo no soy Prudence Trueheart. Escribo por ella, pero soy yo, no ella.
– ¿Te ocurre algo?
– No, no me ocurre nada -replicó Nora, sin querer dar más explicaciones. Pero no podía seguir conteniendo su frustración. -Ella es tan ¡remilgada! -en cuanto la palabra salió de sus labios se dio cuenta de que era esa la descripción que Pete había hecho de Prudence. -La gente espera que sea ella. Y es terriblemente difícil averiguar dónde empieza una y dónde termina la otra.
– A mucha gente le cuesta separar el trabajo de su vida personal -la consoló Ellie.
– Yo… esperaba que las cosas fueran diferentes. Cuando conseguí trabajo en El Herald pensé que mi vida iba a cambiar. Me había ido de casa de mis padres, me había alejado de mi madre y había encontrado un apartamento. Esperaba que mi vida fuera más excitante. Y mírame ahora. Tengo que ponerme estos trajes y tengo que pasarme el día arrugando la nariz cuando los vulgares mortales no cumplen con sus deberes morales -lo último lo dijo al borde de la histeria y tuvo que tomar aire para tranquilizarse. -¿Cómo puedo aconsejar a la gente sobre la pasión cuando no hay pasión en mi vida?
– Bueno, eres una persona muy apasionada en tu trabajo…
– Una persona puede ser apasionada y aun así no tener pasión en su vida. Mira esas caitas. Esa gente tiene pasión. Viven siguiendo los dictados de su corazón, no los de su cerebro. Yo nunca he hecho una cosa así. Claro, ha habido algunos hombres en mi vida. Amantes, incluso. Pero jamás he sentido esa pasión sobrecogedora que te anula la razón. Eso es lo que me está volviendo loca.
Nora abrió un cajón de su escritorio y sacó una bolsa de pastillas de chocolate. Tomó un puñado y se lo metió en la boca.
– Debería detenerme -musitó con la boca llena. Prudence jamás habría hablado con la boca llena, pero Nora no estaba en ese momento para preocuparse de sus modales. -Podría volver a la universidad. Doctorarme en Historia y buscar un trabajo en París o en Roma.
– No puedes dejarlo ahora. Eres la heredera de la sabiduría de nuestras abuelas. Y ganas más dinero que ningún otro periodista de El Herald, excepto quizá Pete Beckett. Y algún día, llegarás a ser una diosa de los medios de comunicación, como Martha Stewart.
– No pronuncies ese nombre en este despacho -dijo Nora, metiéndose otro puñado de pastillas de chocolate en la boca.
– ¿Martha Stewart?
– No, Pete Beckett. Es la antítesis de todo lo que Prudence Trueheart valora en un hombre. Es un ser variable, sin escrúpulos… ¡y por culpa suya tengo el ojo así!
Ellie examinó la herida de Nora.
– ¿Y a Nora Pierce qué le parece? -preguntó intencionadamente.
Nora tosió ligeramente y estuvo a punto de atragantarse con el chocolate.
– Esto es lo que me parece: su forma de tratar a las mujeres es atroz. La promiscuidad es un rasgo que Prudence y yo detestamos.
– Acabas de hablar como lo habría hecho tu madre.
Nora gimió.
– Y también parecías un poco celosa -observó Ellie. -¿Cuánto tiempo has pasado últimamente pensando en Pete Beckett desde un punto de vista romántico?
– Ninguno en absoluto -mintió Nora. Pensó en eludir el tema, pero Ellie era su mejor amiga y nunca se habían ocultado nada la una a la otra. -Es solo que después de que me golpeara con una pelota de béisbol…
– ¿Te ha golpeado con la pelota de béisbol?
– Sí, ha sido un accidente. Ha venido a mi despacho a disculparse y… me ha tocado. Ha sido completamente inocente, pero me he dado cuenta de que hace más de tres años que no me toca un hombre. Exactamente desde que soy Prudence Trueheart -suspiró. -Creo que no atraería a un hombre aunque me pusiera a bailar desnuda en Nob Hill.
Ellie le palmeó cariñosamente el hombro.
– Eres una mujer muy deseable. Podrías tener a cualquier hombre que quisieras en cuanto te esforzaras un poco. ¿Cuándo fue la última vez que saliste?
– Prudence Trueheart no frecuenta bares – dijo Nora con sarcasmo.
– Bueno, pues quizá vaya siendo hora de que las cosas cambien un poco.
– ¿Cómo?
– No sé -Ellie se encogió de hombros. -Tú eres la consejera sentimental. Métete en el coro de una iglesia, apúntate a unas clases… ¿No son esas las cosas que les recomiendas a tus lectores?
– Pero en esos casos hay que esperar mucho tiempo. Y yo necesito una gratificación inmediata.
– ¿No crees que estás yendo demasiado rápido?
– No me refiero a ese tipo de gratificación – respondió Nora. -Simplemente necesito saber que continúo siendo atractiva.
– Bueno, entonces eso es fácil. Esta noche saldremos y me quedaré contigo hasta que conozcas a algún hombre. Coquetearás un poco y, si quieres, lo besarás. Y si de verdad te gusta, puedes darle tu número de teléfono.
Al enfrentarse a un verdadero plan, Nora de pronto no estuvo muy segura de querer aventurarse en un territorio tan peligroso. ¿Qué ocurriría si salía y nadie se molestaba en mirarla siquiera?
– Ningún hombre querrá salir con Prudence Trueheart.
– No tienes por qué decir quién eres. Puedes disfrazarte, ponerte esa peluca que te compraste hace meses. Me dijiste que con ella nadie te reconocía.
Nora pestañeó. El plan de Ellie parecía perfecto. Podría decir y hacer lo que quisiera, convertirse en una persona completamente diferente.
– No sé. Un disfraz en esta situación me parece un poco engañoso, ¿no crees?
– Vas a coquetear un poco, por Dios, no a vender secretos de estado a los rusos. No le harás ningún daño a nadie.
Nora consideró el plan durante algunos segundos.
– Y supongo que podría ser como un pequeño experimento. Al fin y al cabo, si tengo que aconsejar a los demás, lo menos que debo hacer es salir a ver cómo funcionan estas cosas, ¿no te parece? -miró a Ellie expectante. -Entonces, ¿salimos esta noche?
Ellie sonrió y sacudió la cabeza.
– De acuerdo, estate preparada para las ocho.
– ¿Qué me pongo?
– Algo provocativo, por supuesto. Si llevas un traje como ese, tendrás suerte de que te hable el camarero.
De pronto, Nora empezó a dudar de la bondad del plan. Quizá debería pensárselo más detenidamente.
– No tengo nada provocativo. ¿Y a dónde iremos?
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