– Pareces celosa -declaró Maeve, asombrada.

– ¿Tú no lo estás? -repuso Ceara. -Se me puede considerar una mujer anciana en virtud de mis años, pero ¿por qué mis deseos no pueden ser tan apasionados como los de Berikos? No me importaría que visitara mi cama de vez en cuando. Siempre ha sido un buen amante.

– Sí -coincidió Maeve, -lo era. Ahora que somos mayores nadie nos admira ni pide permiso a Berikos para compartir nuestra cama. Me siento muy sola.

– Recuerdo cuando éramos jóvenes -dijo Ceara. -Berikos estaba orgulloso de cómo los otros hombres deseaban a sus esposas cuando venían a visitarle. Siempre le producía un gran placer extender su hospitalidad a nuestras camas. Y también él recibía en la suya a las mujeres que venían de visita. ¿Recuerdas cuando llegaron aquellos tres jefes de tribus vecinas para discutir una alianza y expresaron su admiración por nosotras?

Maeve rió al recordar.

– ¡Ay, sí! Habían venido solos para que los demás no conocieran su visita. Berikos se vio obligado a repartirnos y aquella noche él se quedó sin compañera de cama. Brenna estaba casi a punto de tener a Kyna y por tanto no podía estar con él. Las únicas mujeres que quedaban disponibles eran parientes suyas. ¡Oh, parece que hace tanto tiempo de ello!

– Lo hace -dijo Ceara. -Las viejas costumbres están muriendo, y los hombres no están tan dispuestos a compartir a sus mujeres como antes. Es una lástima, ¿no crees? Las precauciones correctas impedían un embarazo no deseado, pero un hijo de un hombre honorable se consideraba una bendición. Debo admitir que disfruté con la variedad que se me ofreció en esas raras ocasiones.


Los días se iban haciendo más cortos a medida que se aproximaba el invierno. El sol no salía hasta tarde y se ponía pronto. Ceara y Maeve decidieron visitar a sus hijos y nietos en dos de las otras aldeas antes de que cayeran las nieves. Como irían a la aldea donde vivía Bodvoc con su familia, Nuala decidió acompañar a su abuela.

– Sólo quieres ir para compartir un espacio para dormir con él -bromeó Cailin. -Estás segura de que tendrás un vientre gordo cuando los dos os caséis en el próximo Beltane.

Beltane era la época tradicional para celebrar las bodas entre las tribus célticas.

– Si tengo un vientre gordo cuando por fin nos casemos, nadie estará más satisfecho que Bodvoc y su familia. Eso les demostraría que soy un campo fértil y que la semilla de Bodvoc es fuerte. Entre nuestras gentes eso no es ninguna vergüenza, Cailin. ¿Para los britanos no es igual? Tu sangre está tan mezclada que creía que seguirías muchas costumbres dobunias.

– Seguimos muchas costumbres que pertenecen a los pueblos célticos, Nuala -dijo Cailin, -pero entre los romanos una muchacha va virgen al matrimonio. Esa costumbre ha perdurado entre los britanos.

– Qué lástima -observó Nuala. -¿Cómo puedes complacer a tu esposo si no sabes nada respecto a hacer el amor? -Entonces sus ojos azules se abrieron de par en par. -¿Nunca has estado con un hombre, Cailin? -preguntó con asombro. -¿Ni siquiera con Corio? Oh, cuando regrese de visitar a Bodvoc tendré que remediar ese vacío en tu educación, querida prima. Saber leer está muy bien, pero una mujer ha de saber más cosas para complacer a un hombre en la cama.

– Me parece que todavía no quiero tener a ningún hombre en mi cama -se atrevió a decir Cailin.

– La próxima primavera cumplirás dieciséis años, prima -dijo Nuala. -Te enseñaré todo lo que necesitas saber y luego buscaremos a un hombre que te guste para practicar. ¡Bodvoc sería perfecto!

– ¡Pero Bodvoc ha de casarse contigo! -exclamó Cailin nerviosa.

– No soy celosa. Al fin y al cabo, tú no le amas. Es un amante maravilloso, Cailin. ¡Perfecto para una primera experiencia! Estoy segura de que a él le gustará ayudarnos en este asunto.

– No sé si puedo hacer una cosa así, Nuala. No me han educado con tanta libertad como a ti. No es mi manera de comportarme -dijo Cailin.

– Nosotros no consideramos reprobable el que hagan el amor dos personas que estén de acuerdo en hacerlo, Cailin -explicó Nuala. -No hay nada malo en dar y recibir placer. Puedes estar segura de que tu madre no era virgen cuando se casó con tu padre. -Dio unas palmaditas cariñosas a su afligida prima. -Hablaremos de esto cuando vuelva de visitar la aldea de Carvilio.

La madre de Cailin nunca le había hablado de estas cosas. Brenna tampoco. Muchas chicas de su edad, y más jóvenes, habían hablado de los misterios del amor, pero Cailin nunca había sentido una especial curiosidad por ello. Ningún hombre la había atraído lo suficiente para despertar su interés. Aunque había adquirido estatura y anchura y le había crecido el pecho nunca había pensado en la vida como mujer adulta. Ahora, al parecer, debía hacerlo.

Ceara y Maeve no se mostraban sutiles en su búsqueda de un marido para ella. Su razonamiento era claro: necesitaba un protector. Berikos apenas la toleraba y si hubiera tenido oportunidad, ya la habría echado de su casa. Ceara y Maeve cuidaban de ella, pero ¿qué ocurriría cuando ellas ya no estuvieran?

– Mantente lejos de tu abuelo mientras nosotras estamos fuera -advirtió Ceara a Cailin la mañana de su partida. -Brigit todavía tiene que vengarse de ti, lo intentará, sobre todo si no hay nadie para defenderte. ¿Estás segura de que no quieres venir con nosotras mi niña? Serías recibida con agrado.

Cailin hizo un gesto de negación.

– Sois buenas al pedírmelo, pero necesito estar solas conmigo misma y mis pensamientos. Desde que vine no he tenido tiempo para hacerlo. Me mantendré lejos de Berikos, te lo prometo, Ceara. No quiero que me repudie como hizo con mi madre. Al menos ella tenía a mi padre, pero yo no tengo a nadie.

– Asegúrate de que las esclavas le tienen preparadas las comidas a su hora, y de que estén calientes. Entonces no tendrás problemas con él. El estómago y el sexo son el centro de su vida actual. Ocúpate del estomago y Brigit se encargará de lo otro -le dijo Ceara con ironía.

Cailin rió.

– Si Berikos te oyera, diría que hablas como Brenna, estoy segura. No temas, vigilaré a las esclavas.

Durante dos días todo fue bien. A media mañana de tercer día Brigit entró en la casa presa de la agitación.

– ¿Dónde está Ceara? -preguntó a Cailin, que estaba sola ante su telar, tejiendo.

– Se ha ido por dos días a visitar a sus hijos -respondió Cailin. -¿No lo sabíais, señora?

– ¿Saber? ¿Cómo iba a saberlo? ¿Quién me cuenta nada? -se quejó Brigit. -Entonces Maeve. ¡Ve a buscar a Maeve! -pidió con excitación.

– Maeve también se ha ido -respondió Cailin.

– ¡Por todos los dioses! ¿Qué voy a hacer? -exclamó Brigit.

Cailin tragó saliva. Brigit parecía muy preocupada, y aunque no eran amigas, Cailin se oyó decir:

– ¿Puedo ayudaros en algo, señora?

Brigit entrecerró sus ojos azules y la observó con aire pensativo.

– ¿Sabes cocinar? -preguntó por fin. -¿Sabrías preparar un pequeño banquete para esta noche? Berilios recibirá una importante visita. Debemos ofrecerle nuestra mejor hospitalidad. -Enrojeció y admitió: -Yo no sé cocinar, al menos no lo bastante bien para preparar la clase de comida que hay que servir.

– Soy buena cocinera, y si las esclavas me ayudan puedo preparar una comida digna de un importante invitado, señora.

– ¡Entonces hazlo! -ordenó Brigit de mala manera. -Y será mejor que sea buena, mestiza, o esta vez conseguiré que tu abuelo te haga azotar por insolente. Ahora no hay nadie para defenderte.

Se volvió y salió apresurada de la casa.

«Debería haber ido con Ceara y Maeve -se dijo Cailin. -Así se habría encontrado en un buen apuro, y ¿qué habría pensado entonces Berikos de su guapa y joven esposa? Bueno, lo haré porque Ceara querría que lo hiciera y ella es buena conmigo.»

Se dirigió a la cocina, justo detrás de la casa. Allí dio instrucciones a los criados para la preparación de un espeso potaje con lentejas y cordero, mientras en el asador se cocería lentamente una ijada de buey. Habría col y nabo, y cebollas asadas a las brasas. Aquella tarde se coció pan, que sería servido con mantequilla y queso. Cailin dio brillo a una docena de manzanas y las apiló artísticamente en un cuenco de latón bruñido. Al llevarlas a la casa para colocarlas sobre la alta mesa, ayudó a la joven esclava que acababa de pulir ésta con cera de abeja. La enorme mesa era el orgullo y la alegría de Ceara. Disfrutaba con el hecho de que en otras casas las mesas estaban estropeadas y llenas de marcas hechas con cuchillos y copas. En el suyo, la mesa relucía como si fuera nueva.

La joven esclava trajo candelabros de latón.

– La señora siempre utiliza éstos cuando hay invitados importantes -informó a Cailin.

Cailin le dio las gracias y los colocó sobre la mesa; luego cogió unas gruesas velas y las clavó con cuidado en los pinchos de hierro que las sostendrían. Dio un paso atrás y sonrió para sí. La alta mesa tenía el mismo aspecto que si Ceara la hubiera preparado. Berikos no tendría motivo de queja.

Entonces Cailin se dio cuenta de que alguien la estaba observando. Se volvió y, al otro lado de la casa, vio a un hombre alto y apuesto. Su mirada era atrevida.

– ¿Quién es? -preguntó a la esclava.

– Es el invitado de vuestro abuelo -susurró la muchacha. -El sajón.

Cailin se volvió y bajó de la tarima. Se acercó con paso mesurado al hombre.

– ¿Puedo serviros en algo, señor? -preguntó sin detenerse a pensar que él quizá no entendía el latín.

– Quisiera sentarme junto al fuego, señora -fue la respuesta del hombre. -El día es frío y he hecho un largo viaje.

– Claro, venid junto al fuego -respondió Cailin. -Iré a buscaros una copa de vino, a menos que prefiráis cerveza.

– Vino, gracias. ¿Puedo preguntar a quién tengo el honor de dirigirme? No quisiera cometer ninguna ofensa en esta casa.

– Soy Cailin Druso, nieta de Berikos, el jefe de la colina de los dobunios. Pido disculpas por vuestro pobre recibimiento, pero Ceara, que es la señora de la casa, ha ido a visitar a sus nietos antes de que lleguen las nieves. No sabíamos que se os esperaba, de lo contrario no se habría marchado. ¿Han llevado vuestro caballo al establo, señor?

Cailin sirvió un poco de vino en una copa de plata decorada con ágatas de color verde oscuro y se la entregó al corpulento sajón. Ella nunca había visto a un hombre tan grande. Era incluso más corpulento que los hombres celtas que conocía. Su ropaje era de lo más vistoso: braceos verdes con galones cruzados en azul oscuro y dorado, y una túnica azul oscura que amenazaba con estallar a cada inspiración.

– Gracias; los siervos de vuestro abuelo se han ocupado de mi caballo.

Apuró la copa y se la devolvió a Cailin con una deslumbrante sonrisa. Sus dientes eran grandes, blancos y asombrosamente regulares.

– ¿Más? -preguntó ella.

El hombre tenía el pelo amarillo y largo hasta los hombros. Cailin nunca había visto cabellos de ese color natural.

– No, es suficiente por ahora. Gracias.

Unos relucientes ojos azules miraron a Cailin, que se sonrojó. Aquel hombre estaba produciendo un extraño efecto en ella.

– Me llamo Wulf Puño de Hierro -dijo él.

– Suena a feroz, señor -comentó ella.

Él sonrió.

– Gané ese nombre cuando era un muchacho imberbe simplemente porque podía cascar nueces de un puñetazo -le contó sonriente. -Sin embargo, más adelante, mi nombre adquirió un significado diferente, cuando me uní a las legiones del César en la tierra del Rin, donde nací.

– ¡Por eso habláis nuestra lengua! -exclamó Cailin, y volvió a sonrojarse. -Perdonad mi excesiva franqueza -dijo arrepentida.

– No os preocupéis -dijo él. -Sois sincera, espontánea. Eso no es ningún delito, Cailin Druso. Me gusta.

Cailin sintió un repentino calor en las mejillas al oírle pronunciar su nombre, pero su curiosidad era mayor que su timidez.

– ¿Cómo es que habéis venido a Britania? -preguntó.

– Me dijeron que en Britania hay oportunidades y tierra. En mi país queda poca tierra libre. Pasé diez años con las legiones, y ahora me gustaría establecerme para cuidar mi propia tierra y criar a mis hijos.

– Entonces, ¿estáis casado?

– No. Primero la tierra, y después una esposa o tal vez dos -contestó con sentido práctico.

Cailin sonrió con timidez a Wulf Puño de Hierro. Aquel sajón le parecía el hombre más apuesto del mundo. Luego, recordando sus deberes, dijo:

– Debéis disculparme, señor. Al no estar la señora Ceara, las cocinas están a mi cargo. Mi abuelo es muy exigente con sus comidas y le gustan muy calientes. Quedaos junto al fuego y poneos cómodo. Me ocuparé de que avisen a Berikos de que habéis llegado.

– Gracias por vuestra amabilidad y hospitalidad.