Cailin se apresuró a salir de la casa y se dirigió al primer sirviente que encontró para que fuera a buscar a su amo. Luego volvió a las cocinas a revisar las preparaciones finales de la cena, pidiendo que se dispusieran jarras de vino, cerveza e hidromiel. Probó el potaje e indicó a la cocinera que añadiera un poco de ajo. El buey siseaba y chisporroteaba sobre el fuego, y su aroma era irresistible.

– He enviado un hombre al arroyo a mirar en la red de pesca, señorita -le dijo la cocinera. -Ha encontrado dos buenas percas. Las he rellenado de cebolletas y perejil y las he cocido a la brasa. Es mejor que sobre y no que falte. Me han dicho que el sajón es un gigante y que ha hecho un largo viaje. Tendrá buen apetito para la cena, supongo.

– ¿Habrá suficiente, Orna? -se preocupó Cailin. -Berikos se enfurecerá si cree que desairamos a su invitado. Nunca había tenido que preparar una cena para una persona importante. No quiero avergonzar a Ceara ni a los dobunios.

– No se preocupe, señorita -la tranquilizó la sonrosada cocinera. -Lo ha hecho bien. Un buen potaje espeso, carne asada, pescado, verduras, pan, queso y manzanas. Es una buena cena.

– ¿Tenemos jamón? -se preguntó Cailin en voz alta, y cuando la rolliza Orna asintió vigorosamente, indicó: -Pues sirvámoslo también, y pon a hervir una docena de huevos. ¡Y peras! Pondré peras con las manzanas. Oh, por favor, procura que haya suficiente pan.

– Me ocuparé de ello -dijo Orna. -Ahora id a poneros vuestro vestido más hermoso, señorita. Sois mucho más guapa que la mujer catuvellaunia. Esta noche debéis sentaros en la mesa alta con vuestro abuelo, en el lugar de la señora Ceara. ¡Daos prisa!

CAPÍTULO 04

Cailin salió de las cocinas y regresó a la sala. No había pensado cenar con su abuelo y su invitado. Desde que Ceara y Maeve se habían marchado se había acostumbrado a comer en la casa de la cocinera. A Brigit no le gustaría que apareciera aquella noche, pero bueno, al infierno con Brigit, pensó Cailin. Orna tenía razón. Ella debía ocupar el lugar de Ceara. Cailin se apresuró a ir a su espacio para dormir dispuesta a cambiarse de ropa. Para su sorpresa, había una pequeña jofaina llena de agua caliente esperándola. Sonrió. Los sirvientes estaban sin duda unidos en el desagrado que sentían por Brigit y, evidentemente, decididos a que ella luciera más que la joven esposa de Berikos.

Cailin se quitó la túnica. Abrió su pequeño baúl y sacó su mejor vestido. Era un hermoso traje de lana ligera que había sido teñido con una mezcla de hierba pastel y raíz de rubia. El rico color púrpura resultante era magnífico. Tenía bordados de oro y plata en el sencillo cuello redondo y en los puños de las mangas. Ceara se lo había regalado en la festividad de Lug y Cailin aún no se lo había puesto. Se bañó con esmero, utilizando un pequeño jabón con perfume a madreselva. Cuando hubo guardado en el baúl la túnica que había llevado todo el día, se puso el vestido púrpura sobre la camisa de hilo. Corio le había hecho un peine de madera. Cailin sonrió cuando se lo pasó por la maraña rizos rojizos. Una sencilla cinta de perlas de agua de pedacitos de cuarzo púrpura adornaba su cabeza; regalo de Maeve por el día de Lug.

Al oír la voz de su abuelo, Cailin salió de su dormitorio e indicó a los sirvientes que empezaran a servir la comida. Ella ocupó su lugar en la mesa alta, dando cortésmente con la cabeza a Berikos, que inclinó la suya en su dirección. Cuando Brigit abrió la boca para expresar lo que Cailin estaba segura sería una queja por su presencia, Berikos la miró con fiereza boca de su esposa se cerró sin pronunciar ninguna palabra. Cailin se mordió el labio para reprimir la risa. Sabía que no era que Berikos se hubiera ablandado respecto a ella, sino que el anciano era lo bastante sabio para comprender que Brigit no podría dirigir sirvientes a satisfacción suya. Cailin, como él sabía por Ceara, sí podría.

Brigit se sentó entre su esposo y su invitado. Habló con efusión y coqueteó con Wulf Puño de Hierro en lo que ella consideraba un esfuerzo satisfactorio para ganárselo para los planes que Berikos tenía para la región. El joven sajón era educado y estaba más que sorprendido por la esposa de su anfitrión. Había oído decir los celtas eran un pueblo hospitalario, pero la esposa un hombre era la esposa de un hombre.

De vez en cuando su mirada se desviaba hacia Cailin, callada al otro lado de Berikos. Sus únicas palabras eran dirigidas a los sirvientes, y sabía dar órdenes, se percató él. Algún día sería una buena esposa, si no estaba ya casada, y por alguna razón pensó que no lo estaba. Había en ella un aire de inocencia que indicaba todavía era doncella.

Brigit se fijó en que el apuesto sajón dirigía su atención hacia la nieta de Berikos. Un plan perverso empezó a cobrar forma en su mente. Había esperado pacientemente el momento adecuado para la perfecta venganza sobre Cailin Druso… Ahora creía que había llegado ese momento. Cailin la había avergonzado en público ante toda la aldea y, aún peor, Berikos se había negado a disciplinarla. Cómo se habían relamido aquellas dos viejas urracas, Ceara y Maeve, protegiendo a Cailin de su ira, pero ahora no se hallaban allí. Discretamente, fue llenando la copa de su marido, primero con vino tinto y luego con hidromiel. Berikos aguantaba bien la bebida, pero en los últimos años su tolerancia había mermado.

El humeante potaje estaba sobre la mesa junto con la carne, el jamón y el pescado. Siguieron fuentes de verduras, queso y pan. En un alarde de generosidad, Berikos hizo un gesto de asentimiento para aprobar la obra de su nieta. Los reunidos comieron y bebieron, igualando el sajón el número de copas que tomaba el anciano hasta que por fin la comida fue retirada de la mesa y empezaron a hablar de negocios.

– Si entreno a vuestros jóvenes y les guío, Berikos, ¿qué me daréis a cambio de mis servicios? -preguntó Wulf Puño de Hierro. -Después de pasar diez años con las legiones, puedo enseñar a vuestros celtas a pelear como romanos. Los romanos tienen el mejor ejército del mundo. Mis conocimientos son valiosos. A cambio espero recibir un valor equivalente.

– ¿Qué queréis? -gruñó el anciano.

– Tierras. Ya he tenido bastante de guerra, pero haré esto por vos si me dais tierras.

– No -respondió Berikos. -¡Nada de tierras! Quiero echar a todos los romanos y demás extranjeros de Britania y conseguir que pertenezca a nuestro pueblo como en otro tiempo. ¿Por qué, si no, iba a emprender semejante acción a mi edad?

– Los únicos extranjeros que quedan en Britania somos los sajones -respondió divertido Wulf. -Los verdaderos romanos partieron hace años, y los que vos llamáis romanos en realidad son britanos. Su sangre se ha mezclado con la de vuestros celtas durante tantas generaciones que ya no son extranjeros. Si queréis ser rey de esta región, os ayudaré a cambio de tierra y os juraré lealtad; pero expulsar a todos los habitantes de Britania salvo a los de pura sangre céltica es una locura y una tarea imposible.

– Pero si lo logro -insistió Berikos, -más tribus se unirán a mí: Los catevellaunios, los icenios, los silures y otros.

En su entusiasmo volcó su copa, pero Brigit enseguida la colocó de pie y volvió a llenarla. Berikos se la bebió de un trago.

– No, no lo harán. También ellos se han acostumbrado a la paz -replicó el sajón. -Lo único que quieren es proseguir su vida cotidiana. Vivís en otro siglo, Berikos. Los tiempos han cambiado; están cambiando incluso en estos momentos en que estamos aquí, charlando. Ahora los sajones venimos a Britania. Dentro de cincuenta años nuestros descendientes también serán nativos. Un día vendrá otro pueblo, y también se entremezclarán con los habitantes de Britania hasta que también ellos serán nativos. Así es el mundo: una tribu vence a otra y se mezcla con su sangre, para convertirse en un pueblo diferente. Debéis aceptarlo, pues no podéis cambiarlo, como no podéis cambiar las fases de la luna o las estaciones. Entrenaré a vuestros celtas en las artes militares para que podáis convertiros en el guerrero más fuerte de esta zona, si a cambio me dais tierras para cultivar. Quizá incluso encontraré a una esposa o dos entre vuestras mujeres. Es una oferta justa, Berikos.

Al principio el anciano no respondió nada y permaneció reflexionando, sin querer realmente abandonar su sueño. Hasta ahora nadie salvo Ceara se había atrevido a decirle que los planes que proponía para la región eran imposibles. En otra época no habría necesitado llamar a un guerrero sajón para que enseñara a sus hombres a pelear, pues los celtas habían sido célebres por su habilidad en la batalla. Pero ahora los hombres de su tribu se habían vuelto blandos a causa de la buena vida. Se contentaban con cultivar la tierra y cuidar el ganado. Eso era lo que Roma había hecho con ellos. Les había arrebatado el corazón.

En Eire, según había oído contar, los celtas aún eran hombres auténticos. Vivían para pelear con el enemigo. Quizá debería haber enviado a buscar un guerrero irlandés endurecido por la batalla para reeducar a los dobunios en las artes de la guerra. Volvió a coger su copa y bebió la hidromiel que Brigit le había servido. Le quemaba cuando llegaba al estómago. Berikos se sentía cansado, y confundido por las palabras del joven. Sus parientes catevellaunios estaban más próximos a la costa sajona del sudeste de Britania. Había pedido que le encontraran un militar respetado entre los sajones, y Wulf Puño de Hierro había venido muy recomendado. Aun así, Berikos no estaba satisfecho con lo que el sajón decía.

Brigit se inclinó y susurró al oído de su esposo:

– Podemos poner el sajón de nuestro lado si somos pacientes, mi señor -murmuró. -Ofrezcámosle la hospitalidad céltica como los antiguos. Enviemos una mujer hermosa a su dormitorio para que le caliente la cama y le proporcione diversión. No una auténtica dobunia, sino tu nieta Cailin Druso. No debemos permitir que una de nuestras mujeres mezcle sus humores con los del sajón. Cailin no es realmente uno de los nuestros, ¿verdad que no, Berikos?

Él hizo un gesto de negación y murmuró:

– Pero ¿qué diversión puede ofrecerle esa pequeña mestiza, Brigit? Es una virgen que no ha sido enseñada.

– Razón de más para ofrecérsela al sajón. Los derechos de la primera noche se consideran un privilegio especial entre todas las tribus. Honras al sajón concediéndole esos derechos con alguien que él creerá que es de tu propia sangre.

Berikos miró de reojo a la joven. Sin duda era hermosa, tuvo que admitir. El tono de su piel era único y resultaba verdaderamente provocador. Ya tenía edad más que suficiente para perder su virginidad. Tendrían que encontrarle un marido pronto, y necesitaría saber cómo complacer a un hombre. Ningún hombre quería una esposa asustada o torpe en la cama. Se volvió hacia Wulf Puño de Hierro y dijo:

– Ya hemos hablado bastante por esta noche, joven amigo. No sé si estar de acuerdo contigo, pero debes darme tiempo para pensar. No soy tan viejo como para no poder cambiar si es necesario. Volveremos a hablar de ello mañana. Es nuestra costumbre honrar a un invitado ofreciéndole una de nuestras mujeres para que le caliente la cama. Te entregaré a mi nieta Cailin. Esta noche compartirá contigo su lecho, ¿verdad, mi niña?

Si le hubiera dado una bofetada, Cailin no se habría sorprendido más. Entonces vio a Brigit esbozar una amplia sonrisa y supo al instante quién había instigado al anciano. Su primer impulso fue rehusar y huir del comedor. Lo que Berikos le pedía era impensable. Pero luego, cuando la razón se sobrepuso a sus emociones, comprendió que negarse no sólo encolerizaría a Berikos sino que avergonzaría al anciano y a los dobunios. Nunca se había sentido más sola en toda su vida. La sonriente Brigit sin duda había dado con una buena venganza. Sabía que los britano-romanos conservaban vírgenes a sus hijas hasta el matrimonio, a diferencia de los celtas. Sin embargo, quienquiera que fuera el esposo que encontraran para ella sería celta. No consideraría un defecto su virginidad perdida. No tenía alternativa.

– Bueno, ¿qué dices, muchacha? -gruñó el anciano con aire amenazador.

– Como queráis, Berikos -respondió ella, mirando a los ojos de su abuelo hasta que él los bajó.

Cailin nunca había estado tan asustada, pero no quería dar a Brigit la satisfacción de reconocerlo.

– Bien, bien -murmuró él, y se volvió hacia su esposa. -Es hora de retirarnos, Brigit. Despídete de nuestro invitado. Me reuniré contigo dentro de un rato.

Brigit se levantó de la mesa con una amplia sonrisa.

– Buenas noches, Wulf Puño de Hierro. Que vuestro placer sea grande… y que haya muchos -añadió. -Esperaré ansiosa que vengas, mi señor -dijo a Berikos. Y luego, con otra amplia sonrisa, abandonó el comedor.