»He oído contar tus historias de las batallas en que participaste en Galia y en la tierra del Rin. No me llenan de excitación como a otros jóvenes. Me asustaron, y los celtas se supone que no tienen miedo a nada. Como tú, no veo razón para luchar salvo para conservar las tierras y proteger a la familia. La mayoría pensamos así, y por eso Berikos debe marcharse. No le gustará, pero no tendrá más remedio que aceptar la voluntad de los dobunios.

– Brigit seguro que no estará contenta -observó Wulf. -Será mejor que tengáis cuidado con ella. Es una mujer perversa y no vacilará en hacer daño a quien crea que la ha traicionado a ella o a Berikos.

– No me hables de Brigit -dijo Corio. -Cuando vino a nuestra fortaleza de la colina como esposa de mi abuelo, intentó seducirme. Nunca me ha perdonado que la rechazara. Y no soy el único hombre al que se ha acercado. Otra cosa sería si Berikos la hubiera ofrecido, pero no lo ha hecho. Está muy orgulloso de ella y celoso de cualquier hombre que mire en su dirección. Tienes razón al decir que no estará contenta. Ser la esposa de un jefe le proporciona cierto rango, pero ser simplemente la esposa de un anciano no. -Sonrió. -Creo que disfrutaré viendo su disgusto, y no seré el único que se alegre de su caída. Goza de las simpatías de poca gente.

– Creyó jugar una mala pasada a Cailin cuando sugirió a Berikos que me la ofreciera para compartir la cama la noche de mi llegada -dijo Wulf. -Sabía que ésa era la costumbre dobunia pero no la de Cailin y esperaba avergonzarla y degradarla a través de mí.

– Lo sé -admitió Corio con voz suave. -De no haber resultado bien, habría estrangulado a Brigit con mis propias manos.

Wulf miró al joven. Por un instante vio algo en su rostro que nunca había visto, pero rápidamente desapareció.

– Te gusta Cailin -dijo.

– Le ofrecí convertirla en mi esposa poco después de que llegara, pero no me amaba, al menos como hombre. Dijo que me quería como una hermana. -Sonrió con ironía. -¿Qué hombre enamorado de una chica quiere oírle decir que le recuerda a su familia? Tú no le recuerdas a sus hermanos, seguro. ¿La amas? Sé que eres bueno con ella, pero algún día eso no será suficiente para Cailin. Es más celta que romana. Necesita que la amen, no simplemente que le hagan el amor.

El corpulento sajón se quedó pensativo. No había considerado la posibilidad de amar a Cailin. El tipo de amor del que hablaba Corio era un lujo entre hombres y mujeres. Un hombre quería una esposa que fuera buena productora de hijos, buena ayuda y quizá, si era afortunado, una buena amiga. Amor. Dio vueltas a la palabra en su imaginación como si pudiera examinarla. ¿La amaba? Sabía que quería estar con ella siempre que no tenía ninguna obligación que cumplir. No sólo hacerle el amor, sino estar con ella; verla sonreírle, oler su fragancia, hablar con ella y abrazarla en las noches de frío. Pensó en los sentimientos confusos que había tenido últimamente cuando otros hombres miraban con admiración a su esposa embarazada. Estaba orgulloso, pero también celoso. Pensó en cómo sería su vida sin ella y comprobó que ni siquiera podía imaginarlo. Eso le sorprendió, y se oyó a sí mismo decir:

– Sí, la amo. -Y lo extraño fue que cuando esas palabras resonaron supo en lo más profundo de su corazón que era cierto.

– Bien -dijo Corio con una sonrisa. -Me alegro de que la ames, porque Cailin te ama a ti.

Esta afirmación sorprendió a Wulf.

– ¿Ah, sí? Nunca me lo ha dicho, ni siquiera en los momentos de más pasión. ¿Cómo es que sabes que me ama? ¿Te lo ha dicho?

Él negó con la cabeza.

– No, Wulf, pero lo veo en su rostro cada vez que pasas por su lado, en sus ojos que te siguen, en la forma en que sonríe con orgullo cuando alguien te alaba en su presencia. Todas estas son señales de sus sentimientos por ti, pero debido a que estaba tan protegida por su familia no es consciente todavía de lo que esos sentimientos significan. Algún día lo hará, pero entretanto no debes ocultarle lo que sientes por ella.

– Le dije que no tomaría ninguna otra mujer, aunque no pudiéramos hacer el amor por el niño que ha de nacer. Me pareció que eso le satisfacía -confesó Wulf a Corio.

El joven se echó a reír.

– ¿Lo ves? -dijo con aire triunfante. -Está celosa y eso, amigo mío, es señal segura de que una mujer está enamorada.

Sin dejar de hablar, los dos hombres entraron en la casa. Cailin estaba sentada junto a su telar, tejiendo. Levantó la mirada y esbozó una sonrisa de bienvenida.

– ¡Wulf! ¡Corio! -Se levantó. -¿Tenéis hambre o sed? ¿Os preparo algo?

– Mañana partiremos para tu villa -anunció Wulf.

– Iré con vosotros -dijo Cailin.

– No puedes -replicó él. -Es trabajo de hombres.

– Ni las tierras de mi padre ni las de mi primo están defendidas. Nunca hubo necesidad de ello. No encontraréis resistencia, os lo aseguro. Quinto Druso protestará, pero ni siquiera su suegro, el magistrado jefe de Corinio, me negará lo que es mío por derecho.

– No estarás a salvo -insistió Wulf- a menos que mate a ese Quinto Druso. Recuerda que él no tuvo piedad con tu familia.

– Jamás olvidaré su traición mientras viva. Claro que tienes que matarle, pero no de modo que el magistrado pueda acusarte de asesinato. Mi hijo debe tener a su padre.

– Y la madre de mi hijo debe permanecer aquí, donde estará a salvo -repuso Wulf con lo que consideraba pura lógica.

– Si no voy contigo, ¿cómo sabrán que estoy viva? Quiero que Quinto me vea y sepa que he ido allí no sólo para reclamar lo que me corresponde sino para exponer su maldad al mundo.

– No puedes montar a caballo, Cailin -terció Corio.

– No me pasará nada si cabalgo junto con mi esposo -replicó Cailin. -Mi vientre todavía no es tan grande. El niño no nacerá hasta después de la recolección. Tengo que ir. ¡Tengo derecho a ver que se hace justicia!

– Muy bien -accedió su esposo, -pero partiremos antes del amanecer, Cailin. Si encontramos alguna resistencia, te apearás y te esconderás. ¿Me prometes que lo harás, ovejita?

– Sí -respondió ella, y sonrió casi con crueldad: -Será terrible para ellos ver a un grupo de hombres armados aparecer por el bosque y los campos. Hace más de cien años que esto no ocurre, y sin duda no está en la memoria de nadie. Sembraréis el terror en todo el que os vea. -Miró a los dos hombres. -¿Berikos conoce vuestros planes?

Ellos negaron.

– Sólo le diremos que llevamos a los hombres a una marcha de práctica -dijo Wulf. -No tiene que saber mucho más.

– No -coincidió Cailin. -Cada día está más extraño, y pasa todo el tiempo con Brigit. Sólo le veo durante las comidas por la mañana y por la noche. Francamente, lo prefiero.

Los dos hombres no dijeron nada. El derrocamiento de Berikos no era asunto de Cailin. Ya se enteraría cuando sucediera.

Cuando se levantaron en la oscuridad de la noche para vestirse y partir, el aire estaba frío y húmedo. Wulf entregó a su esposa un par de braceos.

– Corio me los ha dado para ti -dijo. -Están forrados de piel de conejo y son lo bastante grandes para tu vientre.

A Cailin le encantó la prenda. Se confeccionó un cinturón con una tira de cinta para sujetar los braceos y luego deslizó su camisa y túnica por encima. Sus botas también estaban forradas de piel de conejo y absorbieron el frío de los pies en cuanto se las puso. Se pasó el peine de madera por el pelo y cogió su capa; en silencio siguió a su esposo fuera, donde Corio y los otros ya esperaban montados en sus animales.

Wulf montó su caballo y luego se inclinó para ayudar a Cailin a subir. La luna menguante les proporcionaba escasa luz y el bosque estaba particularmente oscuro, pero con cada paso que daban, el cielo sobre ellos fue pasando del negro absoluto al negro grisáceo y por fin a un gris claro cuando cruzaron la gran pradera que Cailin recordaba de su viaje a la fortaleza dobunia casi un año atrás. Los pájaros gorjeaban alegremente cuando cruzaron el segundo bosque y las colinas que conducían al hogar que Cailin había conocido en otro tiempo.

En la cima de la última colina se detuvieron y al mirar hacia abajo Cailin vio las ruinas de la casa de su familia. Parecía que nadie las había tocado; los escombros no habían sido retirados aunque los campos próximos estaban cultivados y los árboles de los huertos parecían cuidados.

– Llévame a la villa -pidió en voz baja. -Todavía es temprano y no hay nadie que pueda dar la alarma.

Wulf guió a sus guerreros colina abajo. Se pararon ante el edificio en ruinas y Cailin se apeó del caballo. Durante un largo momento permaneció con la vista fija y luego entró. Se abrió paso con cuidado a través del atrio, pisando las maderas caídas que yacían esparcidas por lo que en otra época había sido un magnífico suelo de piedra con mosaicos. Wulf, Corio y algunos hombres más la siguieron.

Cailin entró al dormitorio de sus padres. Era imposible reconocer nada, salvo los huesos blanqueados y los cuatro cráneos que se encontraban en diferentes ángulos en el suelo.

– Es mi familia -dijo Cailin y las lágrimas acudieron a sus ojos. -Ni siquiera tuvo la decencia de enterrarlos con honor. -Mientras las lágrimas le resbalaban por el rostro, prosiguió: -La de allí, sobre la cama, es mi madre Kyna, carbonizada salvo algunos huesos largos y su cráneo, que está en lo que era un refugio amoroso para ella. Y allí, en fila, mi padre y mis hermanos. El cráneo de mi padre debe de ser el más grande. -Se arrodilló y tocó uno de los cráneos pequeños. -Éste es Tito. Lo sé porque tiene un diente astillado. Le di un golpe con una pelota cuando era pequeña. Lo hice sin querer, pero a partir de entonces siempre pude diferenciar a mis hermanos. Y éste es Flavio. Eran tan apuestos y estaban tan llenos de vida la última vez que les vi…

De pronto se sintió muy vieja, pero hizo un esfuerzo y se puso en pie.

– Ahora debemos irnos. Cuando hayamos recuperado mis tierras, regresaremos para enterrar a mi familia con la dignidad que merecen.

Se volvió y salió de las ruinas.

Corio meneó la cabeza.

– Es celta -dijo con admiración.

– Criáis mujeres fuertes -observó Wulf. Los hombres se reunieron con Cailin. -¿Dónde vive Quinto Druso? -preguntó el sajón a su esposa.

– Os guiaré -respondió ella con voz firme y fría.

Los esclavos que trabajaban en los campos de Quinto Druso vieron acercarse al grupo armado. Se quedaron paralizados donde estaban. Los dobunios no les prestaron atención. Wulf les había asegurado que no proporcionaba ningún placer matar a esclavos desarmados. Cuando llegaron a la magnífica y espaciosa villa del primo de Cailin, detuvieron los caballos. Los esclavos que rastrillaban el sendero de grava desaparecieron como alma que lleva el diablo. Como habían acordado, cincuenta hombres se quedaron montados a la entrada de la villa. Cailin, Wulf, Corio y el otro centenar de hombres entraron en la casa sin anunciarse.

– ¿Qué es esto? ¡No podéis entrar aquí! -gritó el sirviente, corriendo como si pudiera detenerlos.

– Ya hemos entrado -dijo Wulf con voz grave. -Ve a buscar a tu amo. ¿O prefieres probar mi espada, repugnante insecto?

– Ésta es la casa de la hija del magistrado -gimió el sirviente, tratando desesperadamente de cumplir con su deber.

– Si el magistrado se encuentra aquí, ve a buscarlo también -ordenó Wulf, y le pinchó su gordo vientre con la punta de la espada. -Me estoy impacientando -gruñó.

Exhalando un gritito de horror al ver que la espada rasgaba su túnica, el hombre se dio la vuelta y salió corriendo; la risa de los dobunios le hizo enrojecer las orejas.

– Desde Antioquia hasta Britania todos son iguales, estos siervos superiores -observó Wulf. -Pomposos y engreídos.

Mientras esperaban en silencio, los dobunios echaron un vistazo al atrio, pues la mayoría de ellos nunca había estado en una casa tan elegante. De pronto entró Quinto Druso en la estancia. Detrás de su esposo, Cailin atisbó a su primo. Había engordado desde la última vez qué le había visto y casi se podía decir que estaba gordo. Sin embargo aún era apuesto, pero ahora su mirada era dura y la boca tenía un mohín hosco.

– ¿Cómo os atrevéis a entrar en mi casa sin anunciar y sin haber sido invitados, salvajes? -les espetó Quinto Druso, pero mientras lo hacía sabía que no habría podido detener a aquellos hombres. -¿Qué queréis? ¡Exponed el asunto que os trae aquí, si es que hay alguno, y luego salid!

Wulf lo evaluó y vio que era blando. No era un guerrero; sólo una criatura carroñera que dejaba que otros mataran por él y luego se acercaba para llevarse la mejor parte del botín. El sajón se hizo ligeramente a un lado para que Cailin diera un paso al frente.

– ¡Salve, Quinto Druso! -saludó ella, disfrutando al ver el asombro de su primo y luego la furia reflejada en su rostro.