– ¡Estás muerta! -dijo.

– No. Estoy viva, y muy viva, primo. He regresado para reclamar lo que es mío por derecho y para ocuparme de que se haga justicia. No tendré contigo más piedad de la que tú tuviste con mi familia.

– ¿Qué es esto? ¿Qué ocurre? -preguntó Antonio Porcio entrando en el atrio seguido de su hija.

Antonia fue la que vio primero a Cailin y ahogó un grito de sorpresa.

– ¡Cailin Druso! ¡Cómo es posible! ¡Moriste en el incendio hace casi un año…! ¿Dónde has estado? ¿Y por qué llevas esa ropa tan horrible?

Cailin hizo un gesto de asentimiento a Antonia pero sus palabras iban dirigidas a Antonio Porcio.

– Magistrado jefe de Corinio, os reclamo justicia.

– La tendrás, Cailin Druso -respondió el magistrado con solemnidad, -pero dime, chiquilla, ¿cómo sobreviviste a aquel terrible incendio, y por qué no has aparecido hasta ahora?

– Por razones que jamás comprenderé -contestó Cailin, -los dioses no me dejaron morir en la tragedia que destruyó mi hogar. Durante las celebraciones de Beltane estuve levantada hasta muy entrada la noche. Cuando volví a la villa la encontré en llamas y a mi abuela Brenna fuera, desplomada en el suelo. Ella insistió en que huyéramos, diciendo que nuestras vidas corrían grave peligro. Anduvimos toda la noche hasta que al amanecer llegamos a la fortaleza de mi abuelo Berikos, jefe de los dobunios. Allí nos contó lo que había ocurrido.

– ¿Qué había ocurrido? -preguntó Quinto Druso irritado.

– ¡Tú, maldito romano! -exclamó Cailin. -Eres el deshonor del apellido Druso. Tú asesinaste a mi familia, ¿y te atreves a hacerte el inocente? ¡Ruego que los dioses te fulminen delante de mí, Quinto Druso!

Cailin miró de nuevo al magistrado.

– Mi primo se encargó de que dos esclavos galos consiguieran su libertad a cambio de cometer esa atroz acción. Entraron en la villa, mataron a mis padres y hermanos y derribaron a Brenna de un golpe dándola por muerta, pero ella no murió. Permaneció tumbada hasta que pudo escapar. Oyó a esos dos galos alardear de lo bien que habían cumplido la misión de su amo, primero asesinando a sus dos pequeños hijos y haciéndolo aparecer como un descuido de las niñeras, y luego el asesinato de mi familia. Incluso sabían dónde guardaba el oro mi padre y se lo llevaron antes de huir.

»A mí también tenían que matarme, pero se hizo tarde. Los galos temieron que les descubrieran si no huían rápido, por eso prendieron fuego a la casa y se marcharon. Mi abuela escapó, arrastrándose entre las llamas y el humo. Huimos a la aldea de mi abuelo, temiendo que si mi primo se enteraba de que habíamos sobrevivido nos buscaría para acabar su propósito. Brenna no se recuperó; murió en Samain. Ahora he regresado, Antonio Porcio, y reclamo lo que me corresponde por derecho como única superviviente de la familia Druso Corinio. Ahora soy una mujer casada y mi hijo nacerá después de la cosecha. Quiero recuperar mis tierras y quiero que este asesino reciba su castigo -concluyó Cailin.

Había mucho que digerir. A Antonio Porcio nunca le había gustado Quinto Druso, pero se había tragado sus sentimientos ya que tampoco le había gustado Sexto Escipión. Había supuesto que como padre sobre protector era natural que le desagradaran todos los maridos de su hija. Se dio cuenta de que quizá no se había equivocado y su hija era incapaz de elegir a un buen hombre. Ahora Cailin acusaba a su primo no sólo del asesinato de su familia sino también del de sus dos hijastros. Era terrible, pero en el fondo creía que era cierto. Quinto era un hombre frío y duro de corazón. Aun así, Antonio Porcio era magistrado jefe. Todo lo que hacía tenía que ser conforme a la ley.

Respiró hondo.

– Por supuesto puedo devolverte las tierras, Cailin Druso. Verdaderamente son tuyas por derecho de herencia y tienes un esposo que las trabajará y protegerá. En cuanto a tus acusaciones contra Quinto Druso, ¿qué prueba puedes dar aparte de la historia que contó tu abuela?

Cailin le miró con expresión sombría y dijo:

– En una ocasión mi madre me dijo que antes de casarse con mi padre, cuando aún vivía con mis abuelos en Corinio, vos os enamorasteis de ella. Sin embargo, ella amaba a mi padre, pero cuando os rechazó lo hizo con bondad pues os respetaba. Si existe alguna piedad en vuestro corazón, Antonio Porcio, ayudadme a vengar su muerte. ¿Sabéis lo que los galos de mi primo le hicieron? La violaron y le pegaron hasta matarla. La última visión que mi abuela tuvo de su hija fue con el rostro y el cuerpo ensangrentados y destrozados. Había sido una mujer muy hermosa. Este asesino con el que vuestra hija está casada ni siquiera tuvo la bondad de enterrar sus huesos ni los del resto de mi familia. Yacen en el mismo lugar donde fueron asesinados, mientras Quinto Druso ara nuestros campos con nuestros esclavos. ¿Ésta es la justicia romana de nuestros antepasados?

El magistrado parecía conmovido. La muchacha contaba la verdad; en el fondo de su alma su parte celta lo sabía, pero no podía ayudarla.

– La ley, Cailin Druso, requiere pruebas. No tienes ninguna salvo las palabras de una anciana moribunda. No es suficiente. Te ayudaría si pudiera, pero no hay pruebas.

Cailin prorrumpió en llanto.

– ¿He sobrevivido a todas las calamidades y acudido a vos por justicia y me la negáis? ¿Debo vivir el resto de mi vida sabiendo que Quinto Druso sigue viviendo confortablemente cuando mi familia ha muerto? -Se secó las lágrimas con el dorso de la mano y su momento de debilidad pasó. Miró a su primo. -Sabes que lo hiciste, Quinto Druso. No creas que escaparás al castigo. Eres listo y jamás volverás a cerrar los ojos para dormir. ¡Pero yo me encargaré de que seas castigado aunque sea la última cosa que haga en mi vida, vil asesino!

– Te has vuelto loca, o quizá la pena que naturalmente sientes te ha trastocado, Cailin, querida -dijo Quinto con tono aburrido y de superioridad. Le fastidiaba perder las tierras de su prima después de haber trabajado tan duramente, pero él corregiría ese hecho. Sólo necesitaba tiempo, y como su suegro mantenía que a falta de pruebas resultaba imposible juzgarle, dispondría de ese tiempo.

– Bueno -intervino Antonia, -ahora que está todo arreglado, ¿puedo ofreceros una copa de vino? -Sonrió ampliamente, como si no hubiera oído nada de lo que se había dicho.

– No se arreglará nada hasta que tu marido pague por sus crímenes -repuso Cailin con frialdad. -Por todos los dioses, Antonia, ¿no te das cuenta de lo que hizo Quinto? ¡No sólo a mí, sino también a ti!

– Quinto es un buen esposo, Cailin -replicó Antonia.

– ¡Quinto es un bastardo inhumano! -espetó Cailin. -Antes de asesinar a mi familia hizo que esos galos asesinaran a los hijos que tuviste con Sexto Escipión. ¡Eran niños inocentes!

– Mis hijos se ahogaron en el estanque del atrio porque sus ineptas niñeras fueron negligentes -repuso Antonia, pero la voz le temblaba pues en secreto siempre había albergado dudas respecto al incidente.

– Los galos de tu marido estrangularon a tus hijos en la cama y luego pusieron sus cuerpos sin vida en el estanque del atrio -explicó cruelmente Cailin.

– ¡No es cierto! -exclamó Antonia estallando en sollozos.

– ¡Sí lo es! -insistió Cailin con aspereza. -¿Te duele saber lo que hizo Quinto? Quizá entonces comprenderás parte de lo que siento, Antonia.

– ¡Quinto! Dime que no es cierto -sollozó Antonia. -¡Dímelo!

– Sí, primo -se burló Cailin. -Dile la verdad, si es que te atreves. ¿Alguna vez has dicho la verdad en tu vida? Cuéntale a tu esposa, la madre de tu único hijo, que no ordenaste que mataran a los hijos de su primer matrimonio; y dile que no hiciste que esos mismos galos asesinaran a mi familia para que pudieras heredar las tierras de mi padre. ¡Díselo, Quinto! Cuéntale la verdad… Pero no, claro. ¡Eres un cobarde!

Quinto Druso tenía el rostro contraído reprimiendo una furia aterradora.

– ¡Y tú eres una zorra, Cailin Druso! -siseó. -¿Quién entre los dioses me odia tanto que te protegió de la muerte aquella noche, cuando yo lo había organizado todo tan bien?

Cailin se arrojó sobre su primo y le clavó las uñas en el rostro.

– ¡Te mataré yo misma! -gritó con los dientes apretados.

Quinto Druso levantó la mano para darle una bofetada, pero de pronto alguien le cogió los brazos y lo inmovilizó. El pánico se apoderó de él cuando vio a un enorme guerrero sajón apartar a Cailin. Quinto Druso supo por su expresión que iba a morir.

– ¡Nooo! -aulló, luchando desesperadamente por liberarse de la garra de hierro que le sujetaba.

Wulf desenvainó la espada. Era una hoja de doble filo, de unos ochenta centímetros de largo y hecha de acero finamente forjado, con la punta casi roma. Asiendo con fuerza el arma, el sajón la dirigió al corazón de Quinto Druso, retorciendo un poco la hoja para romper las arterias. Sus ojos azules no se desviaron de los de su aterrada víctima. Su mirada era implacable. El terror que vio era un pequeño pago por toda la desdicha y dolor que Quinto Druso había causado a los que le rodeaban, en especial a Cailin. Cuando la vida había desaparecido de los ojos del romano, Wulf retiró la espada y la limpió en la toga del propio Quinto. Corio dejó entonces que el cuerpo cayera al suelo.

El sajón miró desafiante al magistrado, pero Antonio Porcio dijo con suavidad:

– Él mismo se ha condenado con sus palabras. -Rodeó a su hija con un brazo para consolarla. -Esperad aquí -dijo a los hombres, y salió del atrio con Antonia.

– Un hombre realista -observó Corio con sequedad.

– Siempre ha sido un hombre práctico -dijo Cailin. -Mi padre decía que, por su gordura, Antonio Porcio tenía que ser más ligero que el vilano, pues podía volar en cualquier dirección con el viento, como una pluma de pato. -Bajó la mirada al cuerpo inerte de su primo. -Me alegro de que haya muerto. Sólo lamento que no haya sufrido como mi madre.

– Tu madre está con los dioses -la consoló Corio. -Este romano no, estoy seguro. -Miró a Wulf. -Creo que ahora los hombres pueden esperar fuera. Aquí no hay peligro.

– Hazlos salir -indicó Wulf, y luego dijo a su esposa. -Ven a sentarte, ovejita. Ha sido una mañana muy larga para una mujer en tu estado. ¿Estás cansada? ¿Quieres beber algo?

– Estoy bien -dijo ella. -¿Parezco una criatura delicada a la que hay que mimar?

Pero no obstante se sentó en un pequeño banco de mármol junto al estanque del atrio, que estaba vacío de agua.

Antonio Porcio regresó.

– He dejado a mi hija al cuidado de las mujeres -dijo. -Lamentablemente, vuelve a estar embarazada. -Se sentó al lado de Cailin. -Querida mía, ¿qué puedo decir para aliviar tu sufrimiento? -Meneó la cabeza. -Él nunca te gustó, lo sé. A mí tampoco, pero me consideraba un anciano celoso del marido de mi única hija. Bueno, ahora está muerto y no volverá a causarte ningún daño, y a Antonia tampoco. Lo pasado, pasado está. Cuando vuelva a Corinio me ocuparé de que se dé a conocer la noticia de que estás viva y de que recuperes legalmente tus tierras. Y también los esclavos de tu familia y todas las demás pertenencias, por supuesto. ¿Dónde vas a vivir? La villa está en ruinas.

– Los guerreros dobunios que han venido con nosotros nos ayudarán a construir un refugio. Enterraremos a mi familia con honor y luego retiraremos los escombros y empezaremos. No se puede salvar nada. Tendremos que empezar desde cero, igual que mi antepasado, el primer Druso Corinio -dijo Cailin.

– ¿Este fornido sajón es tu marido? -preguntó Antonio Porcio.

– Sí. Nos casamos hace cinco meses -respondió ella, y al ver su rostro preocupado explicó: -Lo elegí yo, Antonio Porcio. Los celtas no obligan a sus hijas a casarse.

– Lo sé. A pesar de mi nombre romano, soy tan celta como tú.

– Yo soy britana -dijo ella. -Soy britana y Britania es mi tierra. No tomaré partido contra ninguna de mis dos partes. Me siento orgullosa de mis antepasados y de su historia. Honro las viejas costumbres cuando puedo, pero soy britana, ni romana ni celta. Mi esposo, Wulf Puño de Hierro, es sajón, pero nuestros hijos serán como yo, britanos. Yo les enseñaré mi historia y Wulf les enseñará la suya, pero serán britanos. Ahora todos hemos de ser britanos si queremos sobrevivir al oscuro destino que nos aguarda. Todo lo que conocimos ha cambiado, o está cambiando. Vivimos en un mundo difícil.

– Sí, hija mía, así es -coincidió él. Se levantó y ayudó a Cailin a hacerlo también. -Ahora vete, Cailin Druso. Vete con tu fuerte y joven esposo y emprende un nuevo camino, un nuevo comienzo. Con el tiempo, el horror del día de hoy desaparecerá. Mis nietos jugarán con tus hijos y habrá paz entre nosotros, como siempre la hubo entre nuestras familias. -La besó con ternura en la frente y luego puso las manos de ella en las de Wulf. -Que los dioses os protejan -declaró.