– Dos días, tres como mucho -le dijo Cailin, -pero no más. Mi hijo debe nacer en la casa de su padre. Las esposas de mi abuelo, Ceara y Maeve, irán para ayudarme. Puedo quedarme muy poco tiempo antes de regresar a mi casa. ¿Lo comprendéis?

El asintió.

– Sólo te pediré dos días, Cailin, y te agradezco tu bondad para con mi hija. Ella no siempre se ha portado bien contigo, lo sé, pero sin duda eres su más querida amiga.

Antonio Porcio partió a la mañana siguiente para Corinio. Al verle marchar, Antonia sintió alivio. Habría sido más difícil ejecutar sus planes si su padre se hubiera quedado. Ah, sí, los dioses estaban de su parte, no cabía duda, y su regocijo aumentó sabiendo que ellos aprobaban su venganza. En cierto modo, ella iba a ser su instrumento de retribución contra Cailin Druso y su esposo.

Cailin pronto se sintió aburrida. Cuando sus padres vivían y ella llevaba una vida similar a la de Antonia, nunca había estado tan ociosa como esa mujer. Antonia aparentemente se había recuperado al instante de la muerte de su hijo. Pasaba todo el tiempo detrás de Quinto y embelleciéndose. Las jóvenes que la rodeaban no hacían más que sofocar risitas.

A través de sus conversaciones con Antonio Porcio, Cailin se enteró de que su hija había quedado desolada y amargada a causa de la muerte de su esposo; sin embargo allí estaba Antonia, viuda reciente, su bebé muerto, comportándose como si nada hubiera ocurrido y mostrándose amable con la esposa del verdugo de su marido. Cailin se sentía cada vez más incómoda. ¿Por qué, en nombre de los dioses, había accedido a hacer compañía a esa mujer, aunque sólo fuera por un par de días? Lo peor era que no podía escapar de Antonia, quien parecía estar allá donde ella iba y siempre parloteaba sin hablar de nada en especial. Cuanto más tiempo permanecía Cailin con Antonia, más oía su voz interior que la pinchaba, en particular cuando su anfitriona le informó feliz:

– Esta mañana he enviado un mensajero a Wulf para que venga a recogerte dentro de tres días.

– Qué amable de tu parte -respondió Cailin, preguntándose por qué no se le había ocurrido a ella.

Estar allí debía de embotarle la inteligencia. Bueno, al menos ese día casi había terminado.

La cena fue una dura prueba. A Antonia le gustaba la buena comida y el buen vino, lo que sin duda explicaba su robustez. Presentaba plato tras plato a su invitada, llenando el suyo con pescado en salsa, caza, huevos, queso y pan. Reprendió a Cailin porque no comía suficiente.

– Ofenderás a mi cocinera -dijo.

– No tengo hambre -replicó Cailin, mordisqueando un poco de fruta y pan con queso. Tenía un nudo en el estómago.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó solícita Antonia.

– Sólo tengo el estómago un poco revuelto.

¡Aquella pobre tonta estaba a punto de parir! Estaba de parto y no lo sabía, pensó Antonia con placer. Claro que no lo sabía. Nunca había parido. Pero Antonia estaba segura de ello.

– El vino sienta bien cuando te encuentras mal en tu estado -aconsejó, y sirvió a Cailin una gran copa. -Ésta es mi añada chipriota favorita; te sentirás mejor después de haberlo bebido. Toma un poco de pan para limpiarte el paladar -instruyó, y mientras distraía de ese modo a Cailin, abrió el cierre de un anillo con una gran piedra de berilo que llevaba en el dedo y dejó caer una pizca de polvos en el vino, donde se disolvieron al instante. Tendió la copa a la muchacha. -Bébelo todo, Cailin, y pronto te sentirás mejor.

Cailin bebió lentamente mientras observaba los platos medio llenos de comida que retiraban a la cocina. Nadie podía comer todo aquello, pensó. Qué manera de desperdiciar cuando tanta gente pasaba hambre. Entonces ahogó un grito al sentir un fuerte dolor.

– Estás de parto -dijo Antonia con calma.

Claro que lo estaba. Si bien los dolores que antes había tenido no lo eran, el vino drogado había precipitado el proceso.

– Envía a buscar a mi esposo -pidió Cailin, tratando de que su voz no traicionara el miedo que sentía. -¡Quiero que Wulf esté aquí cuando nazca su hijo! ¡Oh, los dioses! ¿Por qué me has hecho prometer que me quedaría aquí unos días?

– Claro que quieres que Wulf esté a tu lado -dijo Antonia. -Recuerdo cuánto deseaba yo que Quinto estuviera conmigo cuando nació mi querido hijo. Enviaré a un esclavo. No temas, querida Cailin. Yo me ocuparé de ti.

Ayudó a Cailin a ir a su dormitorio.

Antonia dejó a sus doncellas con ella y fue a buscar a un joven esclavo al que había intentado convertir en su amante. Era una lástima, pensó, pero tendría que matarle por su participación en ese asunto y ni siquiera le había disfrutado una sola noche.

– Ve a Simón, el mercader de esclavos de Corinio.

Él realiza envíos a Londres cada mes y pronto enviará una caravana. Dile que tengo una esclava de la que me gustaría deshacerme. Es una criatura que me causa problemas, y una mentirosa. Tiene que estar drogada hasta que llegue a Galia. Quiero que la envíen lo más lejos posible de Britania. ¿Comprendes, mi bello Ático?

Antonia sonrió al joven mientras le acariciaba las nalgas sugestivamente.

– Sí, mi ama -respondió él devolviéndole la sonrisa.

El muchacho era nuevo en la casa pero había oído contar que ella era una mujer lasciva. Sin duda no tendría quejas de su actuación cuando estuviera recuperada del parto y dispuesta a tomar un amante.

– Dile a Piso que te dé el caballo más rápido del establo -instruyó Antonia. -Quiero que estés de regreso al amanecer. Si no es así, te haré azotar. -Le acarició el miembro endurecido. -Estás bien formado -observó. -¿Te compré, Ático? No lo recuerdo.

– Vuestro padre me compró, mi ama -contestó el muchacho con más aplomo del que sentía. Tenía su miembro duro como el hierro bajo la caliente mano de Antonia.

– Tendremos que encontrar un puesto adecuado para ti dentro de poco -observó Antonia, pensando que quizá no le mataría enseguida. Al fin y al cabo, no comprendería lo que ella había hecho. -¡Ahora vete!

Antonia se volvió y se apresuró a regresar junto a su paciente.


Cailin pasó toda la noche tratando de alumbrar a su bebé. Tenía el cuerpo empapado de sudor. Bajo la dirección de Antonia, hacía esfuerzos para que naciera su hijo.

– ¿Dónde está Wulf? -repetía Cailin una y otra vez. -¿Por qué no viene?

– Es de noche -respondió Antonia. -No hay luna. Mi mensajero debe ir despacio por los campos para llegar a tu casa. No puede galopar, Cailin. Ha de mirar bien por dónde va. Llegará, pero luego él y tu esposo han de regresar igualmente despacio. Toma. -Le pasó el brazo por los hombros. -Bebe un poco de mi vino. Te sentirás mejor. Yo siempre lo hago.

– No lo quiero -replicó Cailin, apartando la mano de Antonia.

– No seas tonta -dijo Antonia. -He puesto unas hierbas para que te alivien el dolor. Yo también las tomaba cuando estaba de parto. No veo razón para sufrir.

Cailin cogió la copa y bebió despacio. Inmediatamente se sintió mejor, pero la cabeza le daba vueltas. Otro doloroso espasmo le desgarró y la joven lanzó un grito. Antonia se arrodilló y examinó si había progresado.

– ¿Se ve la cabeza del bebé? -le preguntó Cailin. -¡Ojala Ceara y Maeve estuvieran aquí, las necesito!

– No podrían hacer por ti nada que no pueda hacer yo -replicó Antonia con aspereza, pero suavizó un poco su tono. -Ya veo la cabeza. Sé valiente, Cailin Druso, ¡dentro de unos minutos tu hijo habrá nacido!

– ¡Los dioses! -exclamó Cailin. -¿Dónde está Wulf? Antonia, estoy muy mareada. ¿Qué has puesto en el vino?

Tuvo otra dolorosa contracción.

Antonia hizo caso omiso de las preguntas de Cailin.

– ¡Empuja! -ordenó. -Empuja fuerte. ¡Más fuerte!

La cabeza y los hombros del niño aparecieron entre las piernas de su madre. Antonia sonrió satisfecha. Cailin no se daba cuenta, pero estaba teniendo un parto fácil. El bebé habría nacido enseguida.

Le resultaba difícil mantener los ojos abiertos. La cabeza le daba vueltas y tenía la sensación de que iba a caerse. Sintió otro terrible dolor. Oyó, aunque un poco distante, la voz de Antonia que le pedía de nuevo que empujara. Cailin hizo esfuerzos por obedecer. No podía perder el conocimiento. Efectuando un esfuerzo supremo empujó con todas sus fuerzas. Se vio recompensada con el súbito llanto de un recién nacido y su corazón palpitó de felicidad. Entonces, de pronto, la oscuridad pareció apoderarse ella. Cailin luchó valientemente pero fue inútil. Lo último de que fue consciente fue de la voz de Antonia:

– Es tan dulce. Siempre he deseado tener una niña.


Cuando dos días después llegó Wulf a reclamar a su esposa, Antonia salió lentamente al patio para recibirle. Estaba llorando y cariacontecida.

– ¿Qué ocurre? -preguntó él, abrumado por una extraña sensación.

Antonia ahogó un sollozo y se arrojó a los brazos del desconcertado Wulf.

– ¡Cailin! -jadeó. -Cailin ha muerto, y el niño, tu hijo, también. No pude salvarles. ¡Lo intenté! ¡Juro que lo intenté!

– ¿Qué dices? ¿Cómo ha podido ocurrir, Antonia? Ella estaba rebosante de salud cuando la vi por última vez…

Antonia se separó de sus brazos y le miró con sus grandes ojos azules.

– Tu hijo era grande y no venía bien colocado. Los niños nacen de cabeza, pero éste lo hizo por los pies. Casi partió en dos a la pobre Cailin. Su sufrimiento fue insoportable. Murió desangrada. El niño, al que tanto costó nacer, sólo sobrevivió una hora. Jamás imaginé que pudiera suceder algo semejante. Lo siento, Wulf.

– ¿Dónde está su cuerpo? -pidió él. Su voz era dura y fría. ¿Su amada ovejita, muerta? ¡No era posible!

¡No lo creía! -Quiero ver el cadáver de mi esposa -repitió. Sentía un fuerte dolor en el pecho. ¿Podía romperse un corazón?, se preguntó, pues creía que eso le estaba sucediendo.

– Estaba tan desgarrada -explicó Antonia- que no pudimos prepararla debidamente para ser enterrada. Hice que la incineraran, como solían hacer nuestros antepasados celtas. Coloqué el bebé en sus brazos para que pudieran llegar juntos a los dioses.

Él hizo un gesto de asentimiento, aturdido de pesar.

– Quiero sus cenizas -dijo con frialdad. -Supongo que tienes sus cenizas. Me las llevaré a casa y las enterraré en sus tierras con el resto de su familia. A Cailin le gustaría.

– Por supuesto -accedió Antonia con suavidad. Se volvió y cogió una urna de bronce pulido bellamente decorada que estaba sobre el banco del atrio. -Las cenizas de Cailin y las de tu hijo están aquí. -Se lo entregó con una sonrisa compasiva. -Comprendo tu pesar, ya que hace poco perdí a mi compañero y a mi hijo -dijo.

Él cogió la urna, como si aún no pudiera creer lo que había oído. Luego se volvió sin decir palabras y se encaminó hacia la puerta.

Antonia se sintió exultante al ver el dolor de Wulf. Luego se le ocurrió una idea perversa y, siguiendo un impulso, la puso en práctica.

– Wulf, espera. -Su voz había adquirido un tono seductor.

Él se volvió y quedó atónico al ver que Antonia se había quitado la túnica y estaba completamente desnuda. Su cuerpo era blanco, sonrosado y rollizo. No había ni una marca que estropeara la perfección de su suave piel, pero él la encontró repulsiva. Por un momento se quedó clavado donde estaba, mirando fijamente la repugnante desnudez de la mujer.

– Estoy sola, Wulf -musitó. -Muy sola…

– Vuelve a ponerte la túnica, Antonia.

– Mataste a mi esposo, Wulf. Ahora estoy sola. ¿No crees que deberías compensarme por la pérdida de Quinto Druso? -ronroneó Antonia. Deslizó las manos bajo sus abundantes senos, con sus pezones morados y los levantó en gesto de ofrecimiento. -¿Estos frutos no te tientan a que los pruebes? ¿El arma que llevas bajo los braceos no está dura de deseo?

– Vístete -ordenó él con frialdad. -Me repugnas.

Ella se precipitó y apretó su desnudo cuerpo contra el de él. Wulf se sintió abrumado por el olor a almizcle.

– Eres el hombre más guapo de la provincia, Wulf -dijo Antonia, jadeante de deseo. -Siempre tengo por compañero al más guapo de la provincia. -Le rodeó el cuello con los brazos. -Bésame, bruto sajón, y después tómame. ¡Aquí! En el atrio. Lléname con tu virilidad, hazme gemir de placer. ¡Te deseo tanto!

Wulf apartó los brazos de Antonia y la separó de sí de un empujón. Sentía ganas de vomitar.

– Antonia, la pena te ha vuelto loca. Primero tu esposo e hijo, y luego mi esposa y mi hijo. Lo lamento por ti, pero debo dominar mi propio dolor. Ya me está desgarrando. Amaba a mi esposa. No sé cómo viviré sin ella. ¿Qué me queda ahora? ¡Nada! Se volvió y salió tambaleante del atrio. -¡Vete! -gritó Antonia. -¡Vete, Wulf Puño de Hierro! ¡Si sufres, me alegro! ¡Ahora sabrás lo que yo sentí cuando asesinaste a mi Quinto!

Se inclinó, recogió su túnica y se la puso. «¡Ojala pudiera decirte la verdad! -pensó, -pero no puedo. Mi padre también se enteraría y no podría soportarlo. -Rió. -De todos modos, me he vengado de ti y de Cailin Druso. Si nadie más que yo lo sabe, ¿qué importa?