Constantino y sus sucesores siempre estaban construyendo, y poco quedaba ya de la ciudad griega original. Constantinopla ahora tenía una universidad de estudios superiores, su propio circo, ocho baños públicos y ciento cincuenta privados, cincuenta pórticos, cinco graneros, cuatro grandes salas públicas para el gobierno, el senado y las cortes de justicia, ocho acueductos que conducían el agua de la ciudad, catorce iglesias -incluida la magnífica Santa Sofía, -y catorce palacios para la nobleza. Había cerca de cinco mil hogares adinerados y de clase media alta, por no mencionar los varios miles de casas que alojaban a las clases plebeyas, los tenderos, los artesanos y los humildes.
La ciudad había sido construida a partir del comercio, y el comercio prosperaba allí. Como estaba ubicada donde se unen las rutas por tierra de Asia y Europa, los mercados de Constantinopla estaban llenos de artículos de todas clases. Había porcelana de Catai, marfil de África, ámbar del Báltico, piedras preciosas de todo tipo; sedas, damascos, áloes, bálsamos, canela y jengibre, azúcar, almizcle, sal, aceite, granos, cera, pieles de animales, madera, vinos y, por supuesto, esclavos.
Aquella tarde recorrieron la ciudad hasta la puerta Dorada y luego regresaron por la Mese pasando por delante de los foros de Constantino y de Teodosio. Bordearon el Hipódromo y pasaron por delante del Gran Palacio. Cuando eran transportados junto a la gran iglesia de Santa Irene, Joviano dijo:
– Todavía no he elegido a ningún sacerdote para ti, Cailin. Tengo que acordarme de hacerlo.
– No te preocupes -dijo ella. -No creo que pudiera ser cristiana. Parece una fe difícil, me temo.
– ¿Por qué lo dices? -preguntó él.
– Tus siervos me han dicho que para ser cristiano has de perdonar a tus enemigos. No creo que yo pueda perdonar al mío, Joviano. Mi enemigo me ha costado mi familia, mi esposo y mi hijo. Ni siquiera sé si ese hijo era niño o niña. Me han hecho marchar a la fuerza de mi tierra, me han hecho esclava y me han aterrorizado. Los britanos somos una raza fuerte, lo cual explica probablemente por qué he sobrevivido a todo esto, pero estoy furiosa y amargada. Si tuviera oportunidad de vengarme de Antonia Porcio, lo haría con gusto. No puedo perdonarle lo que me ha hecho ni lo que me ha quitado.
– Tu destino ahora está aquí -declaró Joviano con calma, y le cogió la mano para consolarla.
Los ojos violáceos de Cailin le observaron con serenidad.
– He aprendido a no confiar en nadie, mi señor. Es más prudente, así no recibiré decepciones.
«Qué fría es», pensó él, preguntándose si su esposo alguna vez había sido capaz de encender la pasión en ella. Sin embargo, era exactamente lo que él necesitaba para su nuevo espectáculo: una perfecta Venus: hermosa, intocable, fría y despiadada. Causaría sensación y su actuación rendiría a toda Constantinopla a sus pies.
– Mañana empezarás a aprender -dijo. -Te enseñarán a hacer ciertas cosas que al principio te pueden asustar o parecer repugnantes, pero créeme, Cailin, cuando te digo que no permitiré que nadie te haga daño de ninguna forma. Puedes confiar en mí. He invertido demasiado en tu persona para permitir que resultes dañada, querida. Sí, puedes confiar en Joviano Máxima, pero en nadie más.
– Habéis invertido cuatro folies, mi señor -rió Cailin. -No es precisamente una fortuna, según vos mismos me explicasteis.
– Sí, pero recuerda que después de bañarte te dije que tu valor había aumentado a diez solidi. Una vez hayas aprendido, tu valor será un centenar de veces más elevado.
Ella estaba fascinada por las palabras de Joviano. No tenía la menor idea de qué era lo que tendría que aprender, ni qué ocurría exactamente en Villa Máxima durante aquellas largas veladas en que los curiosos ruidos procedentes de la parte principal de la villa importunaban su reposo. Lo único que sabía de los burdeles era que en ellos se vendían cuerpos para el placer de una noche, pero al parecer había mucho más, si su intuición no se equivocaba.
A la mañana siguiente la esclava llamada Isis la acompañó a una habitación interior donde Joviano la esperaba con otras personas. Todos salvo Joviano, espléndido con una dalmática roja y plateada, estaban desnudos. Había una hermosa mujer de pelo oscuro de la estatura de Cailin y tres hombres altos y jóvenes con rizos dorados. Por un momento, cuando les vio, el corazón le dio un vuelco a Cailin. Aunque nada en el aspecto de aquel trío, salvo su tamaño y tez, le recordaba a Wulf, fue más que suficiente. Se sintió furiosa unos instantes contra Joviano, pero enseguida comprendió que él no podía saberlo, así que se preparó para lo que tuviera que ocurrir a continuación, ya que significaba el primer paso hacia la libertad.
El día anterior, al hablar con Joviano de su rabia, Cailin había comprobado que anhelaba desesperadamente volver a Britania, por lejos que estuviera y difícil que resultara el viaje. Ver realizado este sueño era imposible sin oro y poder. No sabía si Wulf estaba vivo o muerto. Y aunque viviera, era posible que ya no la quisiera. Pero las tierras de su padre eran de ella y también estaba aquel hijo sin rostro, sin sexo, que le pertenecía. Quería recuperarlos y quería vengarse de Antonia Porcio. Sólo haciéndose famosa en Constantinopla tendría una remota posibilidad de regresar a Britania y frustrar el perverso plan de Antonia. En su inocencia, Cailin juró que haría cualquier cosa que fuera necesaria para alcanzar su meta.
– Ésta es Casia -dijo Joviano, presentando a la mujer de cabello oscuro. -Hace dos años que está con nosotros y es muy popular entre los caballeros. Le he pedido que esté presente porque demostrará lo que tengo pensado para ti. Quítale la túnica a Cailin, Isis, y luego puedes marcharte.
Cailin tragó saliva con aprensión al verse desnuda delante de extraños. Nadie más parecía turbado. Era, evidentemente, algo normal en circunstancias como aquéllas. La evidente admiración por ella que reflejaron los ojos azules del trío masculino le resultó turbadora.
– ¿Quiénes son? -preguntó a Joviano.
– Tus compañeros de juegos -respondió él con suavidad, y le preguntó: -¿Cómo hacíais el amor tú y tu esposo, querida? Quiero decir, qué posturas empleabais -explicó. -¿Tú te tumbabas de espaldas y él te montaba?
Cailin asintió, tragando saliva en silencio. De pronto sintió frío.
Casia la rodeó con el brazo.
– No tengas miedo -la tranquilizó con tono gentil. -Nadie va a hacerte daño, Cailin. En realidad, tienes mucha suerte de que Joviano te haya elegido para esta diversión.
– ¿Seguro que no tienes miedo? -insistió Joviano. -Te dije que podías confiar en mí. Lo que te inquieta es simplemente lo desconocido. Bueno, vamos a desmitificar tus temores. Tus compañeros de juego no pueden hablar, pero sí oír. He decidido llamarles Apolo, Castor y Pólux. El médico me ha dicho que están sanos en todos los aspectos y más que dispuestos a recibir homenaje como hombres. Ellos serán tus amantes.
– Son esclavos como yo -dijo Cailin. -¿Dónde está el beneficio en esto, mi señor? ¿Cómo puedo ganar mi libertad yaciendo con esclavos?
Joviano contuvo la risa. Tal vez tuviera miedo, pero la joven no había olvidado ni una palabra de lo que él le había dicho.
– Haréis el amor para distraer a nuestros clientes, Cailin. Dos veces a la semana actuaréis en una obra que he creado yo. -Entonces pasó a explicar qué tendría que hacer ella. -Supongo que nunca te ha penetrado un hombre por tu templo de Sodoma. Por eso está aquí Casia. Es su especialidad. Si ves cómo hace el amor de ese modo, verás que no hay nada que temer. Casia, ocupa tu lugar. Pólux y Castor, ayudadla. Ahora observa con atención, Cailin. Tú tendrás que hacer lo mismo que Casia.
Casia se puso de rodillas. Castor, de pie delante de ella, frotó el miembro contra sus labios. Ella abrió la boca y lo absorbió ante los ojos atónitos de Cailin, succionándolo con avidez.
– Le está excitando chupándole y acariciándole con la lengua -explicó Joviano. -¿Lo ves?, ya está lleno de lujuria. Es un joven ansioso.
Casia ya no podía contener al hombre dentro de su boca. Se puso a cuatro patas. Castor se colocó detrás de ella y se arrodilló. Utilizando la mano para orientarse, empujó entre las nalgas de la muchacha. Casia gimió suavemente y, cuando lo hizo, Polux le levantó un poco la cabeza con una mano mientras con la otra ofrecía a la muchacha su miembro para que se lo metiera en la boca. Castor le cogió las caderas con sus grandes manos y muy despacio la penetró. Entonces empezó a embestirla con deslizamientos lentos y largos de su miembro.
– Yo no puedo hacer eso -dijo Cailin, estupefacta.
– Claro que sí, y no sólo harás eso sino más, querida -la tranquilizó Joviano. -Observarás el cuidado con que él la trata. A pesar de lo excitado que está, se muestra tierno. Debe serlo para no hacerle daño. Perdería la vida si lo hiciera, y lo sabe. -Joviano pasó un brazo por los hombros de Cailin, la atrajo hacia sí y le puso una mano en la entrepierna, para sorpresa de Cailin. -Bien, ya estás húmeda de deseo, a pesar de esas pueriles protestas. Apolo, ven y calma a nuestra pequeña novicia. Túmbala de espaldas y fóllala bien.
Curiosamente, la tierna piedad en los ojos de Apolo endureció el corazón de Cailin, que comprendió que si no se hacía dueña de la situación, los tres hermanos la intimidarían en cada actuación. Se tumbó sobre una mullida alfombra colocada en el suelo de mármol, separó las piernas y observó a Joviano. Luego dijo:
– Él está listo como yo para copular, mi señor. Su miembro está bien, pero los he visto mayores. Ven, Apolo, y cumple la orden de nuestro amo.
Cailin no sintió absolutamente nada mientras él la follaba con vigor. Se mostraba fría como el hielo. Por fin, Casia, finalizada su actuación, se arrodilló junto a la cabeza de Cailin y le indicó en voz baja:
– Siempre tienes que hacer creer al hombre que sientes una pasión como nunca has sentido, aunque no sea verdad. Echa la cabeza hacia atrás y hacia adelante. ¡Bien! Ahora gime y clávale las uñas en la espalda. -Miró a Joviano y éste sonrió al ver que Cailin hacía lo que le había indicado. -Es una buena alumna, mi señor.
«Estoy muerta -pensó Cailin- y esto es el Hades.» Pero no lo era. Durante varias semanas fue instruida en las artes eróticas, y, para su sorpresa, resultó una alumna aventajada. Por fin llegó el día en que Cailin y el trío de jóvenes norteños dieron vida a la obra de Joviano ante los ojos encantados de éste. Dos días después realizaron un ensayo con disfraces ante todos los residentes de Villa Máxima. Al terminar, Cailin y Joviano recibieron las felicitaciones de todos: Joviano por sus habilidades creativas y Cailin por su actuación sencillamente acrobática.
– La semana que viene empezaremos las actuaciones -anunció Joviano con entusiasmo. -Hay tiempo suficiente para que nuestros clientes especiales sepan que ocurrirá algo extraordinario. ¡Oh, hermano mío, vamos a ser ricos!
«La virgen y los bárbaros» fue un éxito inmediato. Jamás en la historia de Constantinopla se había visto nada igual. Todo salía exactamente como Joviano había vaticinado. Focas, en una rara muestra de excitación, apenas podía contener su alegría ante los miles de solidi que se amontonaban en su caja de caudales. La obra se representaba dos veces a la semana ante varios cientos de espectadores, cada uno de los cuales pagaba cinco solidi de oro. Una noche, Joviano buscó a su hermano mayor y le dijo con excitación:
– ¡Ha venido la emperatriz y el general Aspar! Me he sentado con ellos en la primera fila para ver mejor la representación. ¡Por todos los dioses! ¡Sabía que tenía razón! Voy a empezar a idear otra obra, Focas.
– Me pregunto si es tan fascinante como dicen los rumores -murmuró el príncipe Basilico a su compañero.
Era un hombre elegante y de piel clara, pelo negro y ojos castaño oscuro. Culto y educado, era inusual encontrarle en un ambiente como aquél, en particular dada su piedad pública y su círculo de amigos religiosos.
– Lamentaré haber permitido que me arrastraras hasta aquí esta noche, Aspar.
El general rió.
– Eres demasiado serio, Basilico.
– ¿Y debería ser más como tú? ¿Un aficionado a los juegos y espectáculos públicos, Aspar? Si no fueras el mejor general que el imperio ha conocido, la corte no te toleraría.
– Si no fuera el mejor general que el imperio ha conocido -repuso Aspar con calma, -tu hermana Verina no sería emperatriz.
El príncipe rió.
– Es cierto -admitió. -Tú hiciste emperador a Leo aunque elegiste a Marciano ante él. Tú mismo serías emperador de no ser por mis amigos de la Iglesia. Ellos te temen, Aspar.
– Entonces son unos necios. Da gracias a Dios de que carezco de ortodoxia, Basilico. Prefiero hacer emperadores que ser emperador. Por eso tus amigos me temen. No comprenden por qué quiero ser como soy. Además, los tiempos han cambiado. Bizancio necesita un gran general más que un gran emperador; y hace tiempo que pasaron los tiempos en que un solo hombre podía ser ambas cosas.
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