– El problema con los siervos viejos y valiosos, -dijo una voz profunda- es que saben demasiadas cosas de uno y son dados a la conversación ociosa.

Zeno se levantó al instante y se arrodilló ante el hombre que había entrado en el atrio, besándole el borde de la capa.

– Perdone a un viejo necio, mi señor -dijo, y añadió: -¿Por qué no enviasteis recado de que veníais?

– Porque esta casa siempre está en perfecto orden para recibirme, Zeno -respondió Aspar, ayudando al anciano a ponerse en pie. -Ahora ve y tráeme un poco de vino fresco, el vino chipriota, pues el viaje ha sido largo y caluroso. -Tras despedir al criado, se volvió a Cailin: -¿Has descansado bien?

– Gracias, mi señor -respondió ella tratando de no mirarle fijamente.

– ¿Zeno se ha ocupado de que estuvieras cómoda? -preguntó él.

«Qué hermosa es», pensó. La había comprado en un impulso, por piedad, pero ahora se daba cuenta de que quizá no había sido tan necio. Hacía mucho tiempo que ninguna mujer le había hecho latir el corazón con violencia y encenderle la entrepierna de puro deseo.

– No me han tratado más que con amabilidad, mi señor -contestó Cailin con voz suave.

«Es un hombre muy atractivo», pensó, comprendiendo al ver su mirada el lugar que ocuparía en aquella casa.

– Dadme la capa -se ofreció, desabrochando el botón de diamante de la prenda y dejándola a un lado.

Él era cuatro o cinco centímetros más alto que ella; no tan alto como Wulf o el trío de hombres del norte, pero tenía un cuerpo sólido y robusto. Era evidentemente un general que se mantenía en tan buena forma como se exigía a sus hombres.

– ¿Qué perfume llevas? -preguntó él.

– No llevo ningún perfume, mi señor, pero me baño cada día -respondió Cailin, nerviosa, apartándose un paso de él. -Probablemente es el aroma del jabón lo que permanece en mi piel.

– Una vez haya tomado el vino nos bañaremos juntos. El viaje ha sido caluroso y en la ciudad aún hacía más calor. ¿Te gusta estar cerca del mar?

– Me crié en el campo, mi señor, y viví allí hasta que llegué a Constantinopla. Lo prefiero a la ciudad -respondió con calma, pero el corazón le latía con fuerza. «Nos bañaremos juntos.» Si antes había albergado alguna duda respecto a qué lugar iba a ocupar allí, ahora ya no le quedaba ninguna.

Zeno regresó con el vino y Aspar se sentó en el banco de mármol junto al estanque, bebiendo a sorbos la bebida fresca y apreciándola. Cailin permaneció callada a su lado, observándole. Tenía el pelo castaño oscuro, moteado de plata; lo llevaba corto y peinado a la manera militar. La mano que sujetaba la copa era grande y los dedos largos y de aspecto fuerte. Llevaba un gran anillo de oro en el dedo medio. El rubí que ostentaba estaba tallado en forma de águila de dos cabezas, el símbolo de Bizancio.

Él percibió su mirada y levantó los ojos. Cailin enrojeció. Él sonrió. Fue una sonrisa rápida y traviesa como la de un niño. Tenía los dientes blancos y regulares y los ojos mostraban un brillo gris plateado. Las arrugas alrededor de los ojos le indicaron que era un hombre que sonreía con facilidad.

– Creo que tengo la nariz demasiado grande, ¿qué opinas tú, Cailin?

Volvió a sonreír y ella sintió que las rodillas le flaqueaban. No era un hombre guapo, pero tenía algo.

– Creo que tenéis una nariz muy bonita, mi señor -respondió.

– Las ventanas son demasiado grandes -replicó él. -Pero mi boca está bien proporcionada, ni demasiado grande ni demasiado pequeña. Nuestro amigo Joviano tiene una boca como el arco de Cupido, pero adecuada para un hombre, ¿no lo crees así? Probablemente de niño era encantador.

– Joviano todavía tiene algo de niño -observó Cailin.

Aspar emitió una risita.

– O sea que hay un ojo experto y, sospecho, un agudo intelecto bajo ese hermoso rostro y cuerpo. -No sabía que mi rostro fuera particularmente visible cuando me visteis, mi señor, y mi cuerpo estaba bastante contorsionado o así me lo parecía -dijo Cailin con sentido del humor. Luego se puso seria. -¿Por qué me comprasteis, señor? ¿Tenéis por costumbre comprar internas de burdeles?

– Cuando te vi me pareciste la mujer más valiente que jamás había conocido -dijo él. -Estabas luchando por sobrevivir en Villa Máxima. Lo vi en la mirada vacía con que obsequiaste al público y el modo estoico con que aceptabas la degradación a que te sometían en aquella obscena obra de Joviano.

»El imperio que gobierna el mundo, al menos gran parte de él, está regido por los mismos degenerados que encontraron divertida tu vergüenza. Yo soy miembro de esa clase gobernante, pero esa gente me asusta más que cualquier peligro que jamás haya arrostrado en la batalla. Cuando de manera impulsiva te compré a Joviano, quien por cierto no se habría atrevido a negarse a mi petición, lo hice porque me pareció que tu valentía debía ser recompensada liberándote del infierno que tan valientemente soportabas. Ahora, sin embargo, creo que quizá también había otra razón. Me excitas, al parecer.

Su franqueza sorprendió a Cailin. Ésta luchó por conservar la compostura.

– Debe de haber muchas mujeres hermosas en Bizancio, mi señor -dijo. -Según me han dicho, es una ciudad de mujeres bellas sin igual. Seguro que hay otras que merecen vuestra atención más que yo, una humilde esclava de Britania.

La carcajada que soltó Aspar sobresaltó a Cailin.

– Por Dios, no había pensado que la pusilanimidad formara parte de tu naturaleza, Cailin -dijo Aspar.

– ¡Nunca he sido pusilánime! -protestó ella indignada.

– Entonces no empieces a serlo ahora -la reprendió él. -Eres una mujer hermosa y te deseo. Puesto que te compré, poco puedes hacer excepto soportar el horrendo destino que te tengo reservado.

Dejó la copa y se levantó para colocarse frente a ella.

– Sí, vos me poseéis -dijo Cailin, y, para su vergüenza, las lágrimas acudieron a sus ojos y se vio incapaz de controlarlas. -Tengo que obedeceros, mi señor, pero jamás me tendréis por completo, pues hay una parte de mí que sólo yo puedo dar. ¡Ningún hombre puede cogerla!

Él le cogió la barbilla entre el pulgar y el índice, asombrado por las sinceras palabras de Cailin y conmovido por su apasionado reto. Las lágrimas resbalaban lentamente por las mejillas de la muchacha como pequeñas cuentas de cristal.

– Dios mío -exclamó él, -¿sabías que tus ojos brillan como amatistas cuando lloras? Me partes el corazón. ¡Cesa, te lo ruego, belleza mía! Me rindo humildemente a tus pies.

– ¡Detesto ser esclava! -exclamó ella desesperada. -¿Y cómo es que podéis atravesar las defensas que con tanto cuidado he construido a mi alrededor en estos últimos meses, cuando nadie más ha podido hacerlo?

– Utilizo mejor táctica que los otros -bromeó él. -Además, Cailin, aunque tientas mi naturaleza más primaria, te encuentro fascinante en otros aspectos. -Le enjugó las lágrimas con un dedo, suavemente. -Ya he terminado mi vino. Nos conoceremos mejor en el baño. Te prometo que procuraré no volver a hacerte llorar si no te muestras pusilánime. ¿Satisfecha, belleza mía? Creo que soy bastante generoso.

Cailin no podía enfadarse con él. Realmente se estaba comportando con mucha bondad, pero aun así tenía un poco de miedo.

– De acuerdo -dijo por fin.

– Vamos, pues -repuso él, y la cogió de la mano y salieron juntos del atrio.

CAPÍTULO 09

El baño en Villa Mare era peculiar en que no se trataba de una habitación interior. Daba al mar y tenía un pórtico abierto que podía cerrarse mediante contraventanas para protegerse del frío o las inclemencias del tiempo. La vista que se tenía desde la habitación era bella y calmante. Las paredes estaban decoradas con mosaicos. Una representaba a Neptuno, el dios del mar, de pie entre las olas, un tridente en una mano y una concha en la otra, sobre la cual soplaba. Detrás de él saltaban unos delfines de color azul plateado. Otra pared ofrecía una escena de las muchas hijas de Neptuno, divirtiéndose entre las olas con un grupo de caballos marinos; la tercera pared exhibía al poderoso rey del mar seduciendo a una hermosa joven en una cueva submarina. El suelo de mosaico del baño consistía en imágenes de peces y vida marina. Era divertido y de alegres colores.

Junto al baño había un vestuario revestido de azulejos, pero la sala principal servía para todos los pasos necesarios para el baño, a diferencia del elegante complejo de Villa Máxima, que tenía diferentes habitaciones. La piscina estaba forrada de azulejos azul mar y el agua era cálida. En una esquina, una fuente con taza de mármol ofrecía agua fresca. Había depresiones en forma de concha con desagües para enjuagarse y bancos para recibir masaje.

Aspar despidió a la anciana esclava encargada del baño.

– La señora Cailin desea servirme -indicó a la mujer, y ésta sonrió exhibiendo su dentadura vacía en muestra de complicidad.

– Aquí se derrocha discreción -dijo Cailin, recogiéndose el pelo en lo alto de la cabeza.

– Quítate la túnica. Quiero verte tal como Dios te hizo, Cailin. Inclinada tal como estabas la última vez que contemplé tus encantos, apenas pude ver gran cosa, pues aquellos hombres te ocultaban casi por completo.

– Tal vez lamentéis no haber comprado uno de ellos -bromeó ella.

Se pasó la túnica por la cabeza y la arrojó sobre un banco. Permaneció callada e inmóvil, sorprendida de no sentirse mortificada; pero, como sospechaba, su estancia en Villa Máxima la había despojado de todo falso pudor.

– Vuélvete despacio -ordenó él con admiración.

Entonces él se quitó toda la ropa: se desabrochó los braceos y los dejó resbalar al suelo, luego los calzoncillos, la túnica y la fina camisa de hilo.

Cuando Cailin se volvió para mirarle de frente, encontró a Aspar desnudo como ella. Sobresaltada, enrojeció. El guardó silencio, dándole la misma ventaja de la que él había disfrutado antes, y luego también se volvió. La primera impresión que había recibido Cailin había sido buena. El cuerpo del hombre era firme, con buenos músculos y bronceado por el sol. No estaba gordo, pero tampoco delgado. Había en él una robustez sólida que a Cailin le resultó reconfortante. Llevaba las piernas y los brazos depilados, igual que su pecho. Sus piernas eran más largas de lo que ella esperaba y su torso, duro y bien esculpido. Las nalgas eran firmes.

Sus órganos sexuales eran más pequeños de lo que ella estaba habituada a ver, pero supuso que eran de tamaño normal. Sus «bárbaros» y Wulf eran excepciones a la regla, le había asegurado Casia cuando hablaron de ello en una ocasión. Su curiosidad la había llevado a preguntar a la cortesana quién la había instruido tan bien en las artes de Eros. Casia había resultado una fuente de información útil y fascinante para Cailin, que carecía de experiencia respecto a las prácticas amatorias.

La voz de Aspar la devolvió al presente.

– ¿Me encuentras hermoso como yo a ti? -le preguntó.

– Sí -respondió ella con voz suave.

Era un hombre atractivo y Cailin no veía razón para no reconocerlo.

– Coge el rascador y ráscame -ordenó él. -Estoy muy sucio del viaje. Los caminos están llenos de polvo en esta época del año.

Cailin cogió el utensilio de plata y empezó a rascar el sudor y la mugre que el viaje al calor del día había depositado en la piel de Aspar. Ella había observado trabajar a las encargadas del baño en Villa Máxima, pues Casia le había advertido que los hombres con frecuencia deseaban ser servidos así por sus amantes. Lentamente, con cuidado, Cailin le fue restregando, pasando de los hombros al pecho, de los brazos a la espalda y por fin las piernas.

– Tienes mucha habilidad para esto -musitó él con voz suave mientras ella se arrodillaba ante él, pasándole con cuidado el utensilio por los muslos.

– Soy novata en esta tarea -dijo ella, -pero me alegra complaceros, mi señor.

Le enjuagó con una jofaina de agua caliente sacada de la piscina y él cogió el rascador.

– Ahora te rascaré yo a ti -indicó él con voz baja.

Cailin se quedó muy quieta mientras él le pasaba el rascador por su delicada piel. Encontraba encantador ese juego. La moderación de aquel hombre al reclamar sus derechos la tranquilizaba. Suspiró y, volviéndose a él, dijo:

– Ahora, mi señor, os lavaré antes de entrar en la piscina.

Él se quedó de pie en una de las conchas vaciadas en el suelo. Cailin colocó a su lado una jarra de alabastro de suave jabón y cogió una esponja natural. La mojó con un poco de jabón de la jarra y lo derramó sobre los hombros de Aspar, utilizando después la esponja. Despacio, con esmero, le lavó, ejecutando los movimientos de manera eficaz, añadiendo más jabón y frotándole la espalda. Se sonrojó al lavarle el miembro viril, pero él no dijo nada y permaneció inmóvil mientras ella se aplicaba. Cailin se puso de pie y le pasó la esponja por el vientre y el pecho. Cuando terminó, volvió a enjuagarle con agua caliente, aliviada de que la dura prueba hubiera terminado. Nunca había bañado a un hombre. Wulf siempre se bañaba solo, normalmente en el arroyo que discurría cerca de su casa, incluso en invierno.