– Ahora podéis entrar en la piscina -indicó a Aspar.
– No -dijo él, y le cogió la esponja de la mano. -Antes tienes que bañarte tú, belleza mía. -Se inclinó y enjuagó la esponja en el recipiente de bronce y volvió a empaparla con agua limpia.
– Puedo bañarme sola -replicó ella.
– Estoy seguro de que así es -dijo él, divertido, -pero no me negarás el placer que servirte me proporcionará, ¿verdad? -Sin esperar respuesta, hundió sus dedos en la jarra de alabastro y empezó a echarle jabón lentamente sobre los hombros y la espalda. El movimiento lento y circular de la esponja sobre la piel era casi hipnotizante de tan sensual. Le pareció que notaba los labios de Aspar rozarle la nuca y luego la esponja jabonosa trazó círculos, confundiéndola. Arrodillado, él le lavó las nalgas, besándolas antes, y luego pasó a las piernas. -Vuélvete -dijo con voz suave.
Ella obedeció; su cuerpo ya empezaba a sentir la fuerza del deseo. Qué placentero le resultaba todo aquello. Bañarse con un hombre era de lo más agradable.
Aspar le levantó el pie izquierdo y se lo lavó; luego el derecho. La esponja ascendió lentamente por sus piernas, que mantenía apretadas con fuerza. Con suavidad él las separó y la esponja se deslizó sobre la sensible piel. Cailin volvió la cabeza y desvió la mirada. No estaba acostumbrada a ver su monte de Venus tan rosado y suave, desprovisto de sus pequeños rizos, pero Joviano le había asegurado que sólo los hombres, los campesinos y los salvajes conservaban este vello corporal. La mujer ha de ser sedosa en todo su cuerpo. El estómago se le hizo un nudo cuando la mano de Aspar le pasó la esponja por aquella zona. Cerró los ojos mientras él la frotaba con suavidad.
Cailin ahogó un grito, sobresaltada, cuando la mano del general la inclinó suavemente hacia adelante y su boca se cerró sobre el pezón derecho. Lo mordisqueó levemente y luego lo chupó con fuerza mientras con la mano izquierda le acariciaba y luego aplastaba el otro seno hasta que las rodillas de Cailin empezaron a flaquearle. Él se puso en pie y la estrechó con fuerza [buscando la boca de ella, y al encontrarla le dio un apasionado beso que la dejó sin aliento. Luego sus ojos grises la mantuvieron hechizada mientras la enjuagaba lentamente, asegurándose de que todo el jabón desaparecía. Por fin dejó la jofaina en el suelo, cogió a Cailin de la mano y juntos descendieron los escalones de la piscina.
El agua cálida les lamió suavemente el cuerpo. Cailin se sintió débil al penetrar de pronto en el calor. Al ver lo pálida que estaba, él la atrajo hacia así. Cuando notó que temblaba, Aspar dijo en voz baja, mientras empezaba a depositar pequeños besos en todo su rostro:
– No quiero que tengas miedo, Cailin, pero has de saber que quiero hacer el amor contigo. ¿Sabes lo dulce que puede ser hacer el amor entre un hombre y una mujer? No aquel brutal acoplamiento que estabas obligada a soportar en Villa Máxima, sino la auténtica pasión entre amantes. Dime, ¿eras virgen cuando llegaste a Constantinopla, o algún otro amante te inició en la maravillosa dulzura que dos personas pueden crear?
Le mordisqueó con ternura el lóbulo de la oreja y luego la miró a los ojos.
– Yo… tenía esposo -respondió ella.
– ¿Qué le ocurrió? -preguntó Aspar.
– No lo sé, mi señor. Me traicionaron y me vendieron como esclava -dijo, y le relató su historia brevemente. -Joviano dice que probablemente le dijeron a Wulf que yo había muerto -dijo para terminar. Varias lágrimas le resbalaron por las mejillas. -Creo que tiene razón. Sólo me gustaría saber qué le ocurrió; nuestro hijo. Temo que Antonia lo vendiera también; nuestro hijo era fuerte. ¡Sé que todavía vive!
– No puedes cambiar el pasado -repuso él sabiamente. -Lo comprendo mejor que nadie, Cailin. Si confías en mí, te daré un feliz presente y tu futuro será lo único que desearás.
– Me parece, mi señor, que no puedo elegir.
«Confiar -pensó con ironía. -¿Por qué los hombres siempre están pidiendo que se confíe en ellos?»
– Oh, belleza mía -exclamó él con una sonrisa- Siempre podemos elegir. Sólo que a veces las alternativas no son particularmente agradables. Sin embargo las tuyas lo son. Puedes amarme ahora o puedes amarme más adelante.
Cailin rió entre dientes.
– Vuestras alternativas, mi señor, guardan una gran similitud.
Aquel hombre le gustaba. Era amable y tenía sentido del humor. Aunque era poderoso no mostraba actitudes desagradables.
Él sonrió a su vez. Ella le excitaba de un modo en que ninguna otra mujer jamás lo había hecho, ni siquiera su querida Ana. Había pasado mucho tiempo desde que verdaderamente había deseado una mujer, aunque visitaba Villa Máxima con regularidad. Creía que el hombre no debía permitir que sus humores permaneciesen reprimidos demasiado tiempo; hacerlo enturbiaba el cerebro y lo volvía irritable. Sin embargo, al contemplar a aquella hermosa joven que tenía ante él, sabía que jamás volvería a visitar Villa Máxima.
– Me gusta cuando ríes, belleza mía -dijo con ternura.
– Y a mí me gusta cuando vos me sonreís, mi señor -respondió ella, y entonces le besó en los labios, deprisa y sin pasión pero con dulzura.
Él le cogió la cabeza con una mano y empezó a besarle el rostro y la garganta con ardientes labios que provocaron un hormigueo de placer en todo el cuerpo de Cailin, que gimió levemente. Arqueó el cuerpo mientras la otra mano de Aspar empezaba a sobarle un seno y empujaba a la joven contra la pared de la piscina. Le pasó la lengua por los labios, le mordisqueó los párpados y le lamió el cuello tenso. Hundió la mano en los apretados rizos de su cabellera y gimió cuando ella apretó su cuerpo contra el de él. Los brazos de Cailin se deslizaron por su cuello. Devolviéndole los besos con ardor, Cailin se dio cuenta de que con Aspar no tenía necesidad de emplear los trucos de Casia. Sentía crecer el deseo de él contra el muslo, empujando y presionando con apremio.
– Quiero esperar -susurró él, -pero no puedo, Cailin.
– No lo hagáis, mi señor -lo alentó ella, apretando su abrazo mientras él deslizaba las manos debajo de sus nalgas y la penetraba, suspirando con alivio.
Empujó con movimientos largos y lentos y ella le sintió, duro y ardiente, en su interior. Murmuró en voz baja mientras él se movía dentro de ella una y otra vez hasta que no pudo aguantar más y su tributo de amante alcanzó apasionados estallidos. Cailin se asombró de que no hubiera sentido nada más que la presencia física de él. Se estremeció, horrorizada.
Aspar abrió los ojos.
– ¿Qué ocurre? -preguntó. -Te ha dado placer, ¿verdad, Cailin? Sí, creo que no te desagrado, ¿eh, belleza mía?
Salió del cuerpo de ella y se quedaron uno frente a otro, ella aún apoyada contra la pared de la piscina.
– ¿Sólo hacerlo con el esposo da placer? -preguntó ella, confundida y necesitando saberlo. -No sentía placer cuando me obligaban a unirme al trío de Joviano, pero creía que era porque no les amaba, porque lo que me hacían estaba mal. Vos no sois mi esposo pero sois amable conmigo. Quiero serviros como una esposa. ¿No debería sentir placer, mi señor? Vos no me repeléis. ¡No! -Se le quebró la voz y se echó a llorar. -¿Qué me ha ocurrido, mi señor, para que no pueda sentir placer con vos?
El la estrechó entre sus brazos y la tranquilizó lo mejor que pudo. Aspar no era médico, pero sabía que la mente probablemente era el arma más poderosa que Dios jamás había creado. Había visto ocurrir cosas extrañas a los soldados en la guerra, en especial después de una cruel batalla: los hombres, normalmente endurecidos y fieros, rompían a llorar. Hombres que jamás podían volver a ver un arma sin echarse a temblar incontroladamente. Quizá el brutal salvajismo que había tenido que soportar Cailin le había dañado de un modo similar. Recordaba la expresión vacía en sus ojos la noche de la representación en Villa Máxima. Ella se había abstraído de lo que estaba sucediendo en el escenario porque era la única manera de poder sobrevivir.
– Lo que te ha sucedido desde que abandonaste Britania te ha dañado de un modo que no se ve -le dijo él para consolarla. -Si confías en mí te ayudaré a curarte, belleza mía. Quiero que obtengas de mí el mismo placer que yo obtengo de ti. A diferencia de la mayoría de hombres de mi edad, tengo una inusual capacidad de hacer el amor, Cailin. Seguiremos hasta que también tú sientas placer, por mucho tiempo que tardemos. -Le cogió la mano. -Ahora vamos, antes de que nos quedemos tan débiles que el agua nos diluya.
Salieron de la piscina y se secaron mutuamente. Luego él volvió a cogerla de la mano y la llevó a su dormitorio. Cailin se sorprendió al ver que habían retirado su pequeño diván y lo habían colocado adosado a una pared. En su lugar sobre la plataforma elevada había un gran colchón a rayas y varios almohadones de vivos colores. Aspar volvió a besarla y poco después se tumbaron en la cama, entrelazados. Las sensaciones que el cuerpo de aquel hombre le producía eran completamente distintas allí que en la piscina. Parecía más duro.
– Quédate quieta -ordenó él, y poniéndole dos almohadones debajo de las caderas para elevarla le dijo: -Quiero que separes las piernas para mí, mi belleza. -Y cuando ella le obedeció, él se inclinó, le separó los labios mayores de la vagina con los dedos y empezó a acariciarla lenta y tiernamente con la lengua.
Cailin ahogó un grito de asombro y sorpresa. Su primer pensamiento fue apartarle. Eso era una intrusión que jamás la había experimentado. Sin embargo había ternura en el acto, una dulzura que la hipnotizó tan intensamente que se vio incapaz de negarse. La lengua de Aspar le acariciaba suavemente la carne y luego empezó a juguetear con el clítoris. Cailin se sintió inundada de calor y sin embargo temblaba. La pequeña protuberancia empezó a hormiguearle, creciendo en intensidad hasta que creyó que no podría soportarlo más, pero por mucho que lo intentó no pudo encontrar la voz para pedirle que parara.
Cailin dejó que la sensación de placer se apoderara de ella y se oyó a sí misma gemir encantada. Sentía los miembros pesados con un ansia que jamás había experimentado, hasta que por fin una intensa dulzura la inundó como una ola del mar y retrocedió con igual rapidez, dejándola débil pero extrañamente satisfecha.
– Aaahhh… -exhaló jadeante.
Entonces, de manera inesperada, se echó a sollozar.
Aspar se incorporó y la abrazó. No dijo nada. Se limitó a acariciarle los pequeños rizos despeinados, maravillándose de su suavidad mientras los enroscaba en sus dedos. Ella se apretó a él como buscando su protección y la sorprendió el deseo que percibió en él de mantenerla a salvo de toda la crueldad del mundo. A pesar de todo lo que le había ocurrido, Cailin era inocente. Él no iba a permitir que volvieran a hacerle daño.
Por fin se serenó y dijo:
– Vos no habéis recibido placer, mi señor, pero yo sí. ¿Cómo puede ser? No sabía que una mujer pudiera disfrutar de esta manera.
Levantó la vista hacia él y Aspar pensó que sus hermosos ojos parecían violetas rociadas por la lluvia primaveral.
– Dar placer también lo proporciona, Cailin; quizá no tan intenso como cuando se recibe, pero es placer al fin y al cabo. Hay muchas maneras de darlo y recibirlo. Las exploraremos todas. Jamás te haré daño intencionadamente, mi amor -le dijo, acariciándole la mejilla con un dedo.
– Dicen que sois el hombre más poderoso del Imperio, mi señor. Aún más poderoso que el propio emperador.
– Nunca repitas eso en voz alta, Cailin -le advirtió. -Los poderosos son celosos de su poder y no desean compartirlo. Mi supervivencia depende de que siga siendo un leal servidor del Imperio. Realmente es el Imperio al que honro. Dios, y el Imperio. A ningún hombre. Pero eso, querida, ha de quedar como un secreto entre nosotros. -Le sonrió.
– Sois como los romanos de antaño, mi señor. Honráis la nueva Roma, Bizancio, como ellos honraron a la antigua.
– ¿Y qué sabes tú de Roma? -preguntó él, divertido.
– Estuve con mis hermanos y su tutor muchos años -dijo Cailin. -Aprendí la historia de Roma y de mi Britania nativa.
– ¿Sabes leer y escribir?
– En latín -respondió ella. -La historia del pueblo de mi madre, los celtas dobunios, es una historia oral, pero la conozco, mi señor.
– Joviano me contó un poco acerca de tu pasado, Cailin. Tu latín es el de una mujer culta, aunque un poco provinciana. ¿Quién era tu gente?
– Desciendo de un tribuno de la familia Druso que llegó a Britania con el emperador Claudio -explicó ella, y luego, tumbados juntos, le contó la historia de su familia.
– ¿Y tu esposo quién era? ¿También era de una familia romano-britana?
– Mi esposo era sajón. Me casé con él después de que mi familia fuera asesinada por instigación de mi primo Quinto, que codiciaba las tierras de mi padre. Mi primo no supo que yo había escapado de la matanza hasta que fui a verle con mi esposo, Wulf Puño de Hierro, para reclamar lo que por derecho me correspondía. Wulf mató a Quinto cuando éste trató de atacarme. Fue su esposa, Antonia, quien me traicionó, pero esa parte de la historia ya la conocéis, mi señor.
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