– No. No te molestes. Iré sin avisar. Para cuando el mensajero haya ido y vuelto, ya puedo estar allí yo misma. Haz que preparen mi litera.

Despidió al mayordomo y llamó a sus doncellas.

Como quería causar buena impresión, Flacila eligió la ropa con cuidado. Su estola era de color verde azulado y hacía juego con sus ojos. Estaba bordada con hilo de oro y el tejido era muy rico. Las mangas eran largas y ajustadas y la prenda se abrochaba en la cintura con un ancho cinturón dorado. Sus zapatillas doradas estaban bellamente adornadas con joyas y el pelo era una masa de trenzas doradas, recogidas en lo alto y decoradas también con joyas. Una capa a juego forrada de piel completaba su atuendo. Flacila se miró con atención en el espejo de plata pulida. Sonrió satisfecha. Aspar quedaría impresionado.

Sus porteadores se apresuraron por el Mese y cruzaron la puerta Dorada. Era un día agradable y Flacila miraba por una abertura en las cortinas el paisaje rural. De vez en cuando veía campesinos podando árboles en los huertos que ocasionalmente bordeaban el camino. Era una escena relajante y casi bucólica, pensó Flacila, y un poco aburrida. ¿Por qué Aspar vivía en el campo? La litera cruzó las puertas de Villa Mare y entró en el patio, donde se detuvo. El vehículo fue depositado en el suelo. Alguien le tendió una mano para ayudarla a salir.

– ¿Quién eres? -preguntó Flacila al anciano.

– Soy Zeno, el sirviente del general Aspar.

– Yo soy Flacila, la esposa del general. Dile que he llegado -ordenó ella con aire majestuoso. -Enséñame el camino del atrio, Zeno, y tráeme un poco de vino.

Zeno estaba horrorizado.

– Si la señora quiere seguirme -dijo con calma.

Era una pequeña villa encantadora, pensó Flacila, quizá un poco rústica para su gusto. Nunca había estado allí. Sin embargo, no entendía por qué Aspar la prefería a su palacio en la ciudad. Se acomodó en un banco de mármol a esperar su vino y a que apareciera su esposo.

Aspar llegó antes que el vino. Su saludo fue menos que cordial.

– ¿Qué haces aquí, Flacila? ¿Qué te ha traído al campo en una mañana de invierno?

Parecía incómodo y ella se preguntó por qué. Entonces se le ocurrió que su esposo tenía una amante. Vivía con ella y no quería que nadie lo supiera. ¡Vaya con el viejo zorro! Flacila estuvo a punto de echarse a reír.

– He venido por un asunto de importancia -empezó ocultando lo divertida que le resultaba la situación.

– ¿Ah, sí?

– Quiero el divorcio, Aspar.

No era momento de mostrarse delicada. A ella le importaba un bledo que tuviera una amante o un centenar escondidas en el campo. Ella se había casado dos veces por complacer a su familia. Ahora quería casarse porque lo deseaba.

– ¿Quieres el divorcio? -preguntó él con tono incrédulo.

– Oh, Aspar -exclamó ella con candor, hablando deprisa. -Nuestro matrimonio fue de conveniencia. Tú conseguiste lo que querías: el apoyo del patriarca y de la familia Estrabo en favor de León. Yo obtuve lo que creía que quería: ser la esposa de un hombre poderoso de Bizancio. Pero el nuestro no ha sido un auténtico matrimonio. ¡Nos detestamos el uno al otro en cuanto nos conocimos! Nunca hemos pasado una noche juntos, ni siquiera el día de nuestra boda, ni en la misma cama ni bajo el mismo techo. Tú en realidad no me quieres. Incluso te has llevado a Patricio de mi cuidado.

»Bueno, ya no soy una chiquilla, y por primera vez en mi vida estoy enamorada. Quiero casarme con Justino Gabras y él quiere casarse conmigo. Dame el divorcio y a cambio yo seré tus ojos y oídos en la corte. Verina tiene grandes ambiciones para ella y para León. Se desharía de ti si creyera que puede hacerlo, y algún día tal vez lo piense. Si yo estoy allí por ti, no tendrás que hacer frente a ninguna sorpresa desagradable por esa parte. ¡Es una oferta justa!

Aspar estaba atónito. Si los dos querían el divorcio, el patriarca no podría oponerse y los Estrabo no podrían ofenderse.

– Sí -dijo, -es una oferta justa, Flacila. ¿Por qué no me hablaste de ello ayer, cuando fui a buscar a Patricio?

– Justino me ha preguntado lo mismo -mintió Flacila, -pero, como le he dicho a él, la partida de Patricio me afectó tanto que no podía pensar con claridad. Sin embargo, le he prometido que vendría a verte hoy mismo y arreglaría el asunto.

– Aquí está el vino, mi señor -anunció Zeno, y dejó las copas y la botella en una pequeña mesa.

– No es necesario que nos sirvas -indicó Aspar, -lo haré yo mismo. Vuelve a tus obligaciones -añadió con tono significativo, esperando que Zeno comprendiera.

– Enseguida, mi señor -respondió con énfasis el sirviente, pero en aquel momento se produjo el desastre, pues Cailin entró en el atrio.

– Me han dicho que tenemos invitados, mi señor -dijo.

Flacila Estrabo se quedó boquiabierta. Miró fijamente a la muchacha y logró exclamar: -¡Tú! ¡Eres tú! Cailin pareció confundida. -Señora, ¿os conozco?

– ¡Tú eres la chica de Villa Máxima! ¡No te molestes en negarlo! ¡Te he reconocido! -chilló Flacila, y a continuación se echó a reír. -Oh, Aspar -exclamó, -fuiste fiel a Ana y después esperasteis años cuando la mayoría de hombres toman una amante enseguida. Ahora, en el ocaso de tu vida eliges a una y resulta que es la prostituta más conocida de todo Bizancio. Me darás el divorcio y no hablaremos más del asunto. Si no, contaré al mundo de tu prostituta y serás el hazmerreír del Imperio. Tu utilidad habrá terminado, y tu poder. ¡Estarás indefenso! ¡Apenas puedo creer en mi buena fortuna! ¡La chica de Villa Máxima!

– ¿Quién es esta mujer tan grosera, mi señor? -preguntó Cailin con frialdad.

– ¿Grosera yo? ¿Yo? -Flacila la miró con furia ¡Dios, era tan joven!

– Te presento a mi esposa, Flacila Estrabo -dijo Aspar con formalidad. Qué mala suerte que Cailin hubiera entrado en el atrio antes de que Zeno la hubiese prevenido. Bueno, ya no había remedio. Tendría que intentar remediarlo. Miró a Flacila. -No sabía que frecuentabas Villa Máxima.

– Voy en ocasiones -respondió ella con cautela. -La obrita de Joviano fue la sensación del verano pasado en la ciudad. Pero no parece una puta, Aspar.

– No lo soy -replicó Cailin con aspereza. -Mi sangre es más noble que la vuestra, señora. Soy una Druso de la gran familia romana.

– Roma está acabada. Hace tiempo que lo está, y desde que Atila la saqueó hace varios años queda poco de importancia, ni siquiera sus familias. Ahora el centro del mundo está aquí. -Flacila sonrió con malicia.

– No os jactéis tanto, señora -espetó Cailin. -Este centro del mundo del que tanto alardeáis está tan podrido como un huevo dejado al sol. En Britania no degradamos a nuestras mujeres ante un público de depravados lujuriosos. Deberíais avergonzaros de admitir que visteis lo que visteis; pero ¿de qué me sorprendo? Incluso vuestros sacerdotes asisten a los espectáculos de Joviano. La belleza externa de vuestra ciudad no compensa la oscuridad de vuestros corazones y almas. Me dais pena.

– ¿Permitirás que esta esclava me hable así? -exigió Flacila, furiosa. -¡Todavía soy tu esposa y merezco respeto!

– Cailin no es ninguna esclava -respondió Aspar con calma. -La liberé hace meses. Ahora está en iguales condiciones que tú, y puede hablarte como le plazca. -Cogió la mano de Cailin y prosiguió. -Te daré el divorcio, Flacila. Iremos a ver al patriarca y le comunicaremos nuestros deseos. No quiero discutir contigo y nunca lo he hecho. Si has encontrado la felicidad, como yo la he encontrado, te deseo lo mejor y haré todo lo que pueda para asegurar tu buena fortuna.

La ira de Flacila se apaciguó.

– Eres muy generoso, mi señor.

– Pero impongo una condición -declaró él: -No murmurarás acerca del pasado de Cailin. Debes jurarme que guardarás el secreto o no accederé. El divorcio te favorece más a ti, querida esposa, que a mí. Y seguirás siendo mis ojos y oídos en la corte de Verina. Éstas son mis condiciones. ¿Lo juras?

– ¿Por qué me favorece más a mí que a ti?

– Tú deseas casarte con Justino Gabras, ¿no? Pues no puedes hacerlo si no estás divorciada de mí. En cambio, a mí nunca me permitirán casarme con Cailin debido a sus inusuales comienzos en Constantinopla. El hecho de que la conserve como amante no es un crimen, y tampoco se considera raro en un hombre de mi posición. Tanto si eres mi esposa como si no, Cailin seguirá siendo mi amante; pero tú, para casarte con tu amante, tienes que librarte de mí. Así que tú tienes más que ganar si yo acepto el divorcio. ¿No crees que tengo razón? -Le sonrió con aire amistoso, ladeando la cabeza. -Bueno, ¿qué me respondes, querida?

Ella asintió.

– Como siempre, tienes razón. Debo decirte que siempre he encontrado esta característica tuya de lo más irritante. Muy bien, juro por el cuerpo de nuestro Señor crucificado que no murmuraré ni hablaré mal de tu pequeña amante bárbara y pagana. Raras veces doy mi palabra, ya lo sabes. También sabes que puedes confiar en esa palabra.

– Confío en ella, Flacila. Ahora dime cuándo quieres que vayamos a ver a tu primo el patriarca. Estoy a tu disposición.

– ¡Vayamos hoy mismo! -exclamó ella. -Visitémosle sin avisarle. Si le cogemos desprevenido, es más probable que colabore que si se sienta con su concilio de obispos a comentar el asunto. Poseo el argumento necesario para persuadirle, Aspar.

– Ve delante de mí -indicó él. -Te alcanzaré antes de que llegues a las puertas de la ciudad. Ahora te acompañaré hasta tu litera, Flacila. Cailin, quédate aquí.

– Encantada -dijo ella con frialdad.

Aspar fue con su esposa hasta la litera que aguardaba.

– Qué pena que no puedas casarte con ella -dijo Flacila con perversidad. -Te quiere como te quería Ana, y es evidente que será una buena esposa, pero tiene carácter, como yo. Es la compañera perfecta, Aspar, pero no puedes tenerla. No me parece justo después de todos los servicios que has prestado al Imperio -se burló.

Él sonrió, impermeable a sus crueles comentarios, preocupado por Cailin pues sabía que estaría furiosa con él por no haberle comunicado que ya era una mujer libre.

– Será como Dios quiera, querida -observó con calma, fastidiando el regocijo de Flacila mientras la ayudaba a subirse a la lujosa litera. -Me reuniré contigo lo antes posible. -Cerró las cortinas del vehículo e indicó a los porteadores: -Llevadla al palacio del patriarca.

Luego regresó al atrio de su villa.

Cailin se paseaba en torno al estanque. Se giró en redondo cuando le oyó entrar y exclamó:

– ¿Cómo habéis podido ocultarme semejante noticia, mi señor? ¿O ha sido una mentira simplemente para molestar a esa horrible mujer?

– Es cierto -dijo él. -Eres una mujer libre desde el día en que te lo prometí. No podía contarte toda la verdad, Cailin. No soy joven pero te amo. Temía que si te decía que eras libre me abandonaras; que intentaras regresar a Britania y terminaras en una situación peor que cuando te rescaté.

Por un momento la compasión asomó a los ojos de Cailin, pero pronto desapareció.

– Oh, Aspar, ¿no sabes que yo también te amo? Hasta que me encontraste, incluso algún tiempo después, soñaba con regresar a Britania para vengarme de Antonia Porcio. Pero ¿qué bien me reportaría eso? ¿La venganza me devolvería a mi familia? ¿A mi esposo? ¿A mi hijo? No creo que la venganza de Antonia le haya devuelto a Quinto. Wulf Puño de Hierro habrá encontrado otra esposa, quizá incluyo ya tienen un hijo. Administra las tierras que pertenecieron a mi familia. Mi regreso causaría desdicha a todos. Britania ha entrado en una nueva era y yo no estoy destinada a formar parte de ella. Esto es lo que mi destino me ha deparado y aquí permaneceré, a tu lado y en tu corazón mientras quieras tenerme, Aspar. -Se sorprendió de sus propias palabras, pero se dio cuenta de que era hora de dejar a un lado sus sueños y afrontar la realidad. Era muy improbable que algún día regresara a Britania.

– No nos permitirán casarnos -dijo él con tristeza.

– ¿Quiénes? ¿Tus sacerdotes cristianos? Yo no soy cristiana, Aspar. Soy… ¿cómo me ha llamado tu esposa? ¿Pagana? Bien, soy pagana. ¿Recuerdas las antiguas palabras del matrimonio romano? Quizá tú no, pero si te divorcias de Flacila yo te las enseñaré de modo que nos las podamos decir el uno al otro. Entonces, digan lo que digan los demás, estaremos unidos para toda la eternidad, mi señor -le prometió. Le rodeó con los brazos y se apretó a él con fuerza, besándole con toda la pasión que su joven alma pudo reunir. Luego levantó la mirada y dijo: -Jamás volverás a ocultarme nada ni a contarme medias verdades, mi amado señor, o me enfadaré muchísimo. No conoces todavía mi mal genio, y no te aconsejo conocerlo.

Ésas palabras le dejaron atónito y la felicidad que le inundó sólo le permitió preguntar: