– ¿Me amas? ¡Me amas! -La cogió en vilo y dio un par de vueltas. -¡Cailin me ama!

– ¡Suéltame! -exclamó ella riendo. -Los criados creerán que has perdido el juicio, mi señor.

– Sólo el corazón, mi amor, y eso lo guardarás a salvo para mí, ¡lo sé!

La dejó en el suelo con suavidad.

– Ve ahora a Constantinopla, mi señor, y convence a quien sea necesario de que has de deshacerte de esa mujer con quien te casaste por conveniencia. Yo esperaré ansiosa tu regreso.

– Legalizaré a todos los hijos que me des -prometió él.

– Sé que lo harás. ¡Ahora vete!

Ni siquiera tuvo que dar órdenes. Zeno informó a su amo de que tema el caballo ensillado esperándole en el patio. Aspar rió en voz alta. Era una conspiración de felicidad, pensó. Su servidumbre adoraba a Cailin y haría lo que fuera necesario para asegurar la felicidad de ambos. Cabalgó hacia la ciudad y al poco alcanzó la litera de Flacila. Viajaron juntos el resto del camino hasta el palacio del patriarca, en el que fueron admitidos de inmediato y anunciados al líder religioso de Constantinopla.

El patriarca miró con ceño a la pareja.

– ¿A qué debo el placer de veros a los dos juntos? -preguntó con un murmullo nervioso.

– Queremos el divorcio -anunció Flacila sin rodeos. -Aspar y yo estamos de acuerdo. No puedes negarte. No hacemos vida de matrimonio y nunca la hemos hecho, mi señor. No hemos yacido juntos ni una vez y con frecuencia he traicionado a mi esposo con hombres de baja ralea -terminó.

– ¿Con frecuencia? -preguntó Aspar alzando una ceja en gesto de perplejidad.

– Raras veces te enterabas -dijo ella, y se echó a reír con desparpajo. -No todos terminaron tan escandalosamente como el episodio del gladiador y el actor, mi señor.

El patriarca palideció.

– ¿Conocías ese infortunado incidente? -preguntó a Aspar.

– Lo conocía -respondió el general. -Mis fuentes están mejor informadas que las vuestras, mi señor patriarca. Preferí no hacer caso de ello.

– ¿Debido a tu pequeña amante? -espetó el patriarca, haciendo ondear su túnica negra mientras se paseaba por la estancia con nerviosismo. -Jamás podrás casarte con ella. Tu prestigio es demasiado valioso para Bizancio, Flavio Aspar. Se te tolera tu conducta porque has sido discreto, pero sólo por ese motivo. Volved a casa, los dos.

– Me he casado dos veces por el bien de mi familia -dijo Flacila. -Me sentía feliz como viuda cuando mi esposo Constancio murió, pero los Estrabo me hicieron esposa de este hombre. Bueno, lo hice por ellos y por vos. Ahora quiero ser feliz con un hombre al que yo he elegido. -Sus ojos azules miraron al patriarca relucientes de furia. -Primo, deseo casarme con Justino Gabras y él desea casarse conmigo. Es el primer amante de mi categoría. La familia Gabras, como bien sabéis, es la primera familia de Trebisonda. Ahora tenéis al emperador en el bolsillo, y Aspar es el ciudadano más leal de esta tierra. No tenéis nada que temer de ellos. Yo os sería más útil como esposa de Justino Gabras, y con ello conseguiríais un importante vínculo en Trebisonda. Si os negáis, causaremos tal escándalo que ni vos ni el emperador sobreviviréis a ello. Hablo en serio, primo, y sabéis que soy capaz de destruiros -terminó Flacila con aire amenazador.

– ¿A ti te satisface permitir ese matrimonio? -preguntó débilmente el patriarca a Aspar, pero sabía que ésta consideraba la situación un puro golpe de suerte.

– No discutiré con Flacila -respondió con calma. -Si este matrimonio puede hacerla feliz, ¿por qué negárselo, mi señor? ¿Con qué fin? Tienes razón respecto a la familia Gabras y, sospecho, ellos estarían aún más agradecidos a Flacila. Su amante nunca ha estado casado y hacerlo podría contribuir a que asentara su personalidad más bien errática. Esto sin duda sería positivo para los Estrabo y para vos. -Se encogió de hombros. -En cuanto a mi situación, seguiré siendo discreto. Poco puede decirse de un hombre no casado que tiene una amante y le es fiel, mi señor. Es una pequeña recompensa que pido por todos mis servicios al Imperio.

– Ella tiene que bautizarse -señaló el patriarca. -Podemos tolerar a una amante cristiana, Flavio Aspar, pero jamás a una pagana. Yo mismo elegiré a un sacerdote para que reciba instrucción, y cuando él me indique que está preparada para recibir el sacramento, yo personalmente la bautizaré en la verdadera fe ortodoxa de Bizancio. ¿Aceptas mi decisión?

– Sí -respondió Aspar, preguntándose cómo se lo explicaría a Cailin. A ella le parecerá irracional, pero al final lo haría para complacerle a él, porque era la única manera en que su relación sería tolerada.

El patriarca se volvió hacia Flacila.

– Tendrás tu divorcio, prima, y antes de que la familia Estrabo lo sepa siquiera. No tengo intención de discutir con ellos este asunto. Elige una fecha para la boda y yo personalmente te casaré con Justino Gabras. Sin embargo, habrá que hacerlo en privado y con un poco de decoro. No permitiré que ninguno de los dos hagáis de este asunto un espectáculo. Y después ofrecerás una fiesta a la familia para celebrar esta nueva unión. No habrá ninguna orgía. ¿Lo entiendes? ¿Justino Gabras lo entenderá?

– Se hará según tus deseos, mi señor patriarca -aceptó Flacila con docilidad.

El clérigo rió sin ganas.

– Si es así -dijo, -será la primera vez que realmente me obedeces, prima.

CAPÍTULO 11

En Bizancio la primavera siempre llegaba antes que en Britania, observó Cailin, a quien no desagradaba la temprana floración de los árboles del huerto de Aspar. El general era un buen amo, como todos los campesinos se apresuraban a asegurarle. Mientras muchas haciendas vecinas estaban casi en ruinas debido a los elevados impuestos con que el gobierno imperial gravaba a los campesinos, Aspar pagaba los de su gente para que no tuvieran que abandonar sus pequeños terrenos. Lamentablemente, los impuestos no podían pagarse en especies. Tenían que ser satisfechos en oro; sin embargo, el precio de todos los productos y animales de granja era regulado estrictamente por el gobierno, con lo que a los hombres libres les resultaba casi imposible cumplir con sus obligaciones impositivas. El gobierno mantenía estos precios artificialmente bajos para satisfacer al pueblo. Muchos pequeños campesinos vinculados con otras haciendas prácticamente se habían vendido a sus señores para poder sobrevivir.

– Si no tienes campesinos -dijo Cailin a su amante, -¿de dónde sacaremos la comida? ¿El gobierno no tiene esto en cuenta? ¿Por qué a los mercaderes se les imponen tan pocos impuestos y a los campesinos tantos?

– Por la misma razón por la que los barcos que entran en el Cuerno de Oro sólo pagan dos solidi al llegar pero quince al partir. El gobierno quiere que se traigan a la ciudad artículos de lujo y materias primas, pero no que salgan de ella. Por eso los mercaderes pagan tan pocos impuestos. Alguien tiene que compensar el déficit. Como los campesinos no tienen más remedio que cultivar la tierra, y están diseminados por todo el país y no pueden unirse y quejarse, la mayor carga impositiva recae sobre ellos -explicó Aspar. -Los gobiernos siempre han actuado así, pues siempre hay alguien dispuesto a cultivar la tierra.

– Es totalmente ilógico -observó Cailin. -Los artículos de lujo son los que deberían pagar más impuestos, y no los pobres que suministran los productos para la vida cotidiana. ¿Quién hace estas leyes tan absurdas?

– El senado -respondió él, sonriendo al verla tan indignada. -Verás, amor mío, la mayor parte de productos de lujo se venden a la clase gobernante y los muy ricos sienten una gran aversión a los impuestos altos. El gobierno mantiene a la mayoría del pueblo contento regulando el precio de todo lo que se vende. Los pobres campesinos, que son minoría, pueden quejarse todo lo que quieran, pero sus voces no serán oídas ni en el senado ni en palacio. Sólo cuando la mayoría amenace con la rebelión escucharán los que están en el poder, y aun entonces no con demasiada atención, sólo lo suficiente para salvar el pellejo -terminó Aspar cínicamente.

– Si hacen pagar tantos impuestos a los campesinos y éstos desaparecen -insistió Cailin, -¿quién cultivará los productos alimenticios? ¿Ha pensado en ello el gobierno?

– Los poderosos lo harán empleando esclavos.

– Por eso tú pagas los impuestos de tus arrendatarios, ¿no?

– Los hombres libres son más felices -dijo Aspar- y los hombres más felices producen más que los que no lo son o que los que no son libres.

– Este país es muy hermoso -dijo Cailin, -y sin embargo existe mucha maldad y depravación. Echo de menos mi tierra. La vida en Britania era más sencilla, y los límites de nuestra supervivencia estaban definidos más claramente, aunque no poseíamos los lujos de Bizancio, mi amado señor.

– Tus pensamientos son complejos incluso para un hombre sabio -respondió él, cogiéndole la mano y besándole el interior de la muñeca. -Tu corazón es grande, Cailin Druso, pero has de aceptar que sólo eres una mujer. Poco puedes hacer para remediar los males del mundo, amada mía.

– Sin embargo, el padre Miguel me dice que debo perseverar -respondo ella hábilmente, y él sonrió al ver su tenacidad. -Este cristianismo vuestro es interesante, Aspar, pero sus adeptos no siempre hacen lo que predican, mi señor. Me gusta vuestro Jesús, pero creo que a él no le gustaría la manera en que algunas de sus enseñanzas son interpretadas por los que afirman hablar en su nombre. Me han enseñado que uno de los mandamientos dice que no mataremos a nuestro prójimo, y sin embargo lo hacemos. Matamos por razones estúpidas, lo cual es peor. Si un hombre no se comporta como esperamos, le matamos. Si un hombre es de diferente raza o tribu, le matamos. Esto no es, me parece, lo que Jesús predicaba. Aquí, en Bizancio, hay mucho mal mezclado con la piedad. Sin embargo se hace caso omiso de ese mal, incluso por parte de la jerarquía más elevada que rinde culto con orgullo en Santa Sofía y después se van a cometer adulterio o engañan a sus socios. Todo resulta muy confuso.

– ¿Le hablas al padre Miguel de lo que piensas y te preocupa? -preguntó él, sin saber si la actitud de Cailin debía divertirle o asustarle.

– No -respondió. -Su fervor religioso es demasiado intenso y está convencido de que su culto es el correcto. Dice que me falta mucho para estar preparada para el bautismo, lo cual creo que es bueno. Una buena mujer cristiana, dicen, debe ser o esposa o entrar en un convento. Me han dicho que no puedo ser tu esposa, y no tengo ganas de vivir en un monasterio. Por lo tanto, una vez acepte el rito del bautismo, deberé abandonarte o me condenaré eternamente. No se me ofrecen muchas alternativas, mi señor. -Los ojos violetas de Cailin brillaron divertidos. Deslizó los brazos alrededor del cuello de Aspar y le besó lentamente. -Voy a evitar el bautismo todo el tiempo que pueda, mi señor.

– ¡Bien! -exclamó él. -Así tendré oportunidad de vencer esa ridícula idea de que no podemos casarnos. Flacila ha tenido amantes en todo Bizancio y se le ha permitido casarse con Justino Gabras, pero a ti, amor mío, que en tu inocencia fuiste cruelmente maltratada, se te niega el derecho a casarte. Es una situación injusta y no la toleraré.

– Estamos juntos, y eso a mí me basta, Aspar. No quiero nada más que estar a tu lado eternamente.

– ¿Te gustaría asistir a los juegos conmigo en mayo? Cada once de mayo se celebran juegos especiales para conmemorar la fundación de Constantinopla. Mi palco está al lado del palco imperial. ¿Alguna vez has visto carreras de carros, Cailin? El Hipódromo tiene la mejor pista de todo Bizancio.

– Si te ven en público conmigo, ¿no provocarás un escándalo? No creo que sea prudente, mi señor.

– No hay nada inusual en que un hombre lleve a su amante a los juegos, en particular un soltero como yo. Casia, la chica que conociste en Villa Máxima, ahora es amante de Basilico. Él le ha proporcionado una casa en la ciudad y la visita con regularidad. Le pediremos que vaya con nosotros, y también a algunos de los artesanos y actores más famosos de la ciudad. Soy célebre por reunirme con esa gente, para desesperación de la corte, pero francamente me resultan más interesantes que los que gobiernan e intrigan. -Rió entre dientes. -Llenaremos el palco de gente interesante y pocos sabrán quién es quién.

– Tal vez sería agradable ver a otra gente. Cuando estás fuera, cumpliendo con tus obligaciones oficiales, a veces me siento muy sola.

Estas palabras sobresaltaron a Aspar, pues ella nunca se quejaba de su soledad. Él nunca había pensado que pudiera estar cansada de no tener compañía.

Varios días más tarde, Zeno fue enviado a la ciudad, y cuando regresó trajo consigo a una joven muchacha de ojos grandes y asustados y trenzas rubias.