Aspar sonrió, igual que cualquier niño con un juguete nuevo, pero Cailin le regañó en voz baja.
– ¡Qué vergüenza, mi señor! No tienes que mostrarte tan complacido contigo mismo, como si hubieras hecho algo digno de elogio. Todos esos jóvenes soldados se están preguntando si es tu poder, tu riqueza o tu habilidad como amante lo que te ha permitido conseguir una amante joven y bonita. No es algo de lo que sentirse orgulloso. Una mujer decente estaría avergonzada.
– Pero a ti no se te considera una mujer decente -bromeó él. -Estos jóvenes soldados, como tú les has llamado, me envidiarían aún más si conocieran a la apasionada y lasciva mujer en que te has convertido. Tengo la espalda llena de arañazos que testimonian tu delicioso deseo recién recuperado, mi amor. ¡Ah, sí, haces bien en sonrojarte! -Rió. -Pero me alegra que seas tan desvergonzada conmigo.
Ella había enrojecido, pero no pudo reprimir la risa. La satisfacción que demostraba Aspar por haber conseguido derretir el hielo que había en ella la hacía feliz.
– Eres tú el desvergonzado, mi señor -replicó. -Te pavoneas como un pavo con la cola extendida y has disfrutado exhibiéndome ante esos jóvenes. -Ahogó una risita. -Todos han puesto cara de asombro cuando me han visto… ¿Tienes tan mala fama que no te creían capaz de atraer a una mujer bonita? Deberían conocerte como yo.
– Si lo hicieran, mi amor, me llamarían con un nombre diferente y habría elegido a Joviano como amante -dijo riendo.
– ¡Mi señor! -La risa se apoderó de Cailin.
Él la hizo subir por una escalera explicándole que ése era el camino a los dos palcos privados del Hipódromo aparte del imperial.
– El palco del patriarca está a la derecha del emperador, y el del primer patricio del Imperio está a su izquierda. He venido pronto para que nadie estorbe nuestra entrada. No quería que la multitud me hiciera detener ante el emperador. Entraremos discretamente en el palco y nos prepararemos para recibir a nuestros invitados. El emperador no llegará hasta que las carreras estén a punto de empezar. Esta mañana habrá cuatro carreras y por la tarde otras cuatro. En el intermedio nos ofrecerán otras diversiones y Zeno vendrá con nuestros criados a traernos el almuerzo.
– Nunca he visto carreras de carros -dijo Cailin. -¿Quién intervendrá hoy? En Corinio había un anfiteatro para juegos, pero mi padre nunca nos llevó. Decía que los juegos eran crueles.
– Algunos lo son -admitió Aspar, -pero hoy no habrá gladiadores, según me han dicho. Habrá actores, luchadores y diversiones más civilizadas. En Constantinopla tenemos cuatro equipos de carros: los Rojos, los Blancos, los Azules y los Verdes. Participarán los cuatro y las pasiones que levantan entre el público a veces son aterradoras. Se hacen apuestas y suelen verse peleas entre los partidarios de un equipo y sus rivales. En el palco estarás a salvo.
– ¿Cuál es tu equipo favorito, mi señor? -preguntó Cailin.
– Los Verdes -respondió. -Son los mejores, y les siguen los Azules. Los Rojos y los Blancos no son nada, aunque lo intentan.
– Entonces yo también iré a favor de los Verdes -dijo Cailin.
Habían llegado a un pequeño rellano donde la escalera se bifurcaba en dos, y tomando los tres escalones de la derecha entraron en el palco de Aspar. Una marquesina de tela dorada con rayas púrpura formaba el techo del palco. Había cómodas sillas de mármol con cojines de seda y bancos alrededor, todos con una buena visión de la arena. Las gradas del público empezaban a llenarse, pero nadie se fijó en ellos, y un rápido vistazo mostró a Cailin que el grupo imperial y los importantes personajes religiosos todavía no se encontraban en sus respectivos palcos.
– No hay escalones para entrar en el palco del emperador -comentó a Aspar. -¿Cómo se accede a él?
– Hay unas escaleras que van directamente al palco desde un túnel que discurre por debajo de los muros de palacio -respondió él. -Eso permite a nuestro emperador salir deprisa en caso necesario. Siempre me ha parecido un excelente lugar para una emboscada, pero realmente no se podría hacer nada para evitarlo.
– ¡Cailin!
Una mujer joven había entrado en el palco detrás de ellos.
Cailin se volvió y reconoció a Casia con un aspecto particularmente radiante, vestida con sedas escarlata y doradas. Cailin le tendió las manos en gesto de bienvenida. Se había preguntado cómo se sentiría al ver de nuevo a Casia, quien siempre había sido buena con ella.
– La fortuna te ha sonreído, según me han dicho -le dijo. -Me alegro de que hayas venido.
– Mi señora Casia -saludó Aspar con una sonrisa, y Cailin sintió una punzada de celos. Los ojos de Aspar eran demasiado afectuosos y tenían un brillo de complicidad.
– Mi señor, me alegro de volver a veros. Tengo una deuda de gratitud para con vos por presentarme al príncipe. No tenía intención de comprar mi libertad de Villa Máxima hasta el año próximo, pero cuando el príncipe me ofreció su favor, sorprendí a mis amos y me liberé de ellos para aprovechar la generosidad del príncipe.
Casia les sonrió con afecto y se acomodó junto a Cailin.
Aspar inclinó la cabeza de nuevo y dijo:
– Entonces los dos estáis contentos con el acuerdo y yo me alegro, Casia. Pero confío en que todavía eres lo bastante sensata para pensar en tu futuro. Los príncipes a menudo son volubles. Casia rió alegremente.
– Soy una mujer frugal, mi señor. Si Joviano y Focas hubieran tenido alguna idea de lo que ahorré durante los tres años que estuve con ellos, habrían puesto un precio más elevado. Sin embargo no lo sabían y obtuve un precio muy asequible. La casa donde resido también es mía. Insistí en ello, y Basilico fue generoso. No voy a terminar mis días en las calles como una necia.
– No me agradaría que fuera así -respondió él.
No había tiempo para que Cailin preguntara a su amante, pues el resto de invitados empezó a llegar al palco y le fueron presentados. Belisario, el afamado actor clásico, y su actual amante, el actor cómico Apolodoro, fueron los primeros. Elegantemente ataviados con dalmáticas blancas y doradas, y ambos bastante ingeniosos, al principio intimidaron a Cailin. Ella no estaba acostumbrada a hombres de esa clase, pero Casia charlaba fluidamente con ellos, intercambiando chismes e insultos como si les conociera de toda la vida. Anastasio, el gran cantante bizantino, llegó y les habló en susurros, lo cual, según Aspar explicó a Cailin, era su costumbre. Anastasio hablaba poco, pues reservaba su gloriosa voz para el canto.
El tallador de marfil Juan Andronico, y el escultor Arcadio llegaron casi al mismo tiempo. El primero era un hombre tímido, pero de naturaleza afable y cortés. El otro era todo lo contrario, un tipo atrevido con una mirada aún más atrevida.
– A Casia la reconozco, o sea que esta belleza etérea ha de ser la que queréis que inmortalice, mi señor. -Arcadio miró a Cailin con fijeza. -El cuerpo que veo -prosiguió, desnudándola mentalmente- es tan hermoso como el rostro, evidentemente. Haréis que mi verano sea espléndido, señora, pues nada amo más que esculpir una mujer adorable.
Aspar sonrió divertido cuando Cailin se sonrojó.
– Me pareció que era un tema perfecto para tu estilo clásico, Arcadio -dijo. -Es Venus renacida.
– Sin duda obtendré más placer con el trabajo que me habéis encargado, mi señor, que con todos los santos que últimamente he estado esculpiendo -admitió el escultor.
De pronto la multitud lanzó una ovación y los presentes en el palco de Aspar se volvieron para ver al emperador y su séquito entrar en su palco. León tenía un rostro severo y sereno, pero ni siquiera con su elegante vestimenta se podía decir que fuera distinguido o regio. Ésta fue la primera impresión que tuvo Cailin del monarca de Bizancio, y tuvo que recordarse que Aspar había elegido a ese antiguo miembro del personal de su casa para la gloria debido a otras cualidades. La emperatriz, sin embargo, era diferente. Era una estrella que resplandecía alrededor de la calmada luna de su esposo. El resto del grupo real estaba formado por hombres y mujeres entre los que sólo el rostro de Basilico le resultó familiar. El clérigo, vestido de negro, ya había ocupado su lugar antes de que llegara el grupo imperial, pero Cailin había estado demasiado ocupada con sus invitados para fijarse en él.
Al cabo de unos minutos, Aspar dijo a Cailin:
– ¡Mira!
De pie sobre una tarima de mármol colocada delante de su palco, el emperador León levantó un pliegue de su túnica dorada y púrpura e hizo la señal de la cruz tres veces; hacia las gradas centrales y después hacia las de la derecha y la izquierda: bendijo a todos los presentes en el Hipódromo. Luego metió la mano en la túnica y sacó un pañuelo blanco que, según susurró Aspar a Cailin, se llamaba mappa. Dejó caer el cuadrado de seda blanca en señal de que dieran comienzo los juegos.
Las puertas de la muralla del Hipódromo se abrieron y el primero de los cuatro carros que iban a competir salió a la arena. El público estalló en vítores. Los aurigas, que controlaban cada uno cuatro caballos, iban vestidos con túnicas de piel cortas y sin mangas, firmemente sujetas con cinturones cruzados de piel. En las pantorrillas llevaban polainas también de piel. Todos tenían excelente constitución física y muchos eran atractivos. Las mujeres les llamaban a gritos y agitaban las cintas coloreadas de su equipo favorito, y los aurigas, riendo felices, sonreían y saludaban con la mano.
– No deberían permitir que las mujeres asistieran a los juegos -se oyó al patriarca murmurar sombríamente en su palco. -Es indecente que estén aquí.
– Las mujeres asistían a los juegos en Roma -observó un joven sacerdote.
– Y mira lo que sucedió en Roma -espetó el patriarca mientras los otros clérigos asentían mostrando su acuerdo.
– ¿Alguna de vosotras ha estado alguna vez en las carreras? -preguntó Arcadio a Cailin y Casia, y cuando ellas respondieron con una negativa, dijo: -Entonces os lo explicaré. El orden en que los carros se alinean se echa a suertes el día anterior. Cada auriga tiene que dar siete vueltas a la pista. ¿Veis esa plataforma que hay junto a la spina donde está el prefecto con la anticuada toga? ¿Veis los siete huevos de avestruz sobre la tarima? Serán retirados uno a uno a medida que se cubra cada vuelta de la carrera. Normalmente se concede una pequeña palma de plata al ganador de cada carrera, pero como hoy se conmemora la fundación de nuestra ciudad se entregará una corona de laurel a los ganadores de todas las carreras, menos las dos últimas. Habrá una competencia feroz entre los Verdes y los Azules por llevarse el mayor número de coronas. ¡Mirad! ¡Ya salen!
Los carros atronaron en torno a la pista. En pocos momentos los caballos echaban espuma por la boca y el sudor les resbalaba por los flancos. Sus aurigas los conducían con un descuidado abandono que Cailin nunca había visto. Al principio parecía que la pista era lo bastante ancha para los cuatro carros, pero pronto fue evidente que para ganar los aurigas tenían que desviarse a un lado y a otro, luchando para adelantar a sus rivales. De las ruedas saltaban chispas cuando los carros chocaban entre sí, y los aurigas utilizaban el látigo no sólo en sus caballos sino también en los otros conductores que se interponían en su camino.
La multitud vociferó acaloradamente cuando el carro de los Verdes dio la vuelta final sobre una rueda, casi volcando, pero el de los Azules le interceptó, colocándose delante repentinamente, y cruzó la línea de meta el primero por poca distancia. Ambos carros se detuvieron y los aurigas de los equipos Azul y Verde se enzarzaron en una violenta pelea a puñetazos. Fueron separados y abandonaron la pista maldiciéndose a gritos el uno al otro mientras los carros para la siguiente carrera se alineaban y salían.
Las carreras de carros fascinaron a Cailin. Celta de alma, siempre había admirado los buenos caballos; y los que esa mañana corrían eran los mejores que había visto.
– ¿De dónde son esos magníficos animales? -preguntó a Aspar. -Nunca había visto caballos tan buenos. Son mejores que los de Britania, y parecen bravos. Su velocidad y seguridad son encomiables.
– Vienen de Oriente -respondió él, -y cuestan una fortuna.
– ¿Nadie los cría en Bizancio, mi señor? -se extrañó ella.
– Que yo sepa no, mi amor. ¿Por qué lo preguntas?
– ¿No podríamos destinar una parcela de tierra para, en lugar de cultivar grano, hacer crecer pasto para criar caballos como ésos? Si valen tanto, sin duda te reportarían grandes beneficios. El mercado para estas bestias sería enorme, y sería más accesible y menos arriesgado para los equipos de carro que importarlos de Oriente. Si criáramos nuestros propios caballos, los verían crecer desde que nacieran e incluso elegirían pronto a los que parecieran prometedores -concluyó Cailin. -¿Qué opinas, mi señor?
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