– Y saber eso -dijo ella, extrañamente tranquila- hará que nuestra venganza sea mucho más dulce, Justino, mi amor, ¿no es cierto?

Él se echó a reír.

– Eres tan perversa como yo, Flacila. Me pregunto qué pensaría de ti tu amiga la emperatriz si conociera tu verdadero carácter. ¿Se extrañaría? Algún día la tendré en mi cama, ¡lo juro! Está a punto para la rebelión, ya lo sabes. León prácticamente la tiene olvidada y pasa todo el tiempo que debería estar follando con ella rezando de rodillas por un heredero, o eso al menos dicen los rumores de la corte.

A la tarde siguiente, un pequeño grupo formado por el hermano de Verina, ésta y dos doncellas de confianza zarpó en el yate imperial para una breve excursión por las costas occidentales de la ciudad y disfrutar del incipiente verano. Era una tarde perfecta para ello, y el suyo no era el único barco de vela que surcaba las aguas azul-verdosas del Propontis aquella tarde. Había suficiente brisa para impulsar suavemente la nave. El sol brillaba cálidamente en un cielo despejado. Basilico había navegado en este pequeño mar interior desde que era niño y conocía bien la costa y sus corrientes. Su habilidad le ahorraba llevar un capitán que más tarde podría ser sobornado para obtener información. Las dos mujeres que acompañaban a la emperatriz habrían muerto por ella. Su lealtad era tanta, que podía confiarse en que no hablarían ni bajo torturas.

Cailin ignoraba cuándo acudiría la emperatriz a Villa Mare, pero sabía que sólo tardaría unos días en aparecer. No le gustaba guardar secretos a Aspar y por eso le habló a la mañana siguiente de su visita al Hipódromo. Él la escuchó con atención, y mientras ella le contaba la reunión secreta que había mantenido con Verina y su resultado, su rostro se puso serio.

– Sea lo que sea lo que desea de mí -dijo, -debe de ser muy importante para ella.

– Está de acuerdo en apadrinar nuestra boda si se lo concedes -dijo Cailin. -Aun así, me temo que podría inducirte a hacer algo indeseable.

– No puedo hacer nada que pueda calificarse de traición -respondió él. -Mi honor siempre ha sido mi mayor defensa, amor mío. Aunque te quiero mucho y te deseo como esposa, no comprometeré mi honor, Cailin. Lo entiendes, ¿verdad?

– No podría amarte, Flavio Aspar, si no fueras un hombre de honor -le aseguró ella. -Recuerda que me educaron en la tradición del antiguo Imperio romano. El honor aún era lo más importante cuando mi antepasado llegó a Britania con Claudio, y así ha sido en el transcurso de los siglos, mi señor. No te pediría nada deshonroso. Aun así, escuchar lo que la emperatriz tenga que decir no puede causarnos ningún daño.

– La escucharé -prometió él. -Si Verina quiere emprender alguna acción reprobable, quizá pueda disuadirla de ello.

Sin embargo, la misión de la emperatriz no era reprobable. Su origen se hallaba más bien en sus temores, como explicó a Aspar en la intimidad del jardín mientras Cailin y las criadas permanecían en el atrio, con Basilico para distraerlas. Verina estaba pálida y era evidente que no había dormido bien. Se movía inquieta entre las flores, tironeándose la túnica con nerviosismo. Aspar la seguía y la alentó a hablar.

– Cailin me ha mencionado vuestro encuentro el día de los juegos -dijo él. -No disimuléis conmigo, señora. ¿Qué queréis de mí?

– Necesito saber si, en caso de que se produjera una crisis, tú apoyarías mi posición -declaró la emperatriz con voz suave.

– Os seré franco, señora. ¿Estáis hablando de traición?

Verina palideció aún más.

– ¡No! -exclamó. -No me he explicado bien. La situación me resulta turbadora. Oh, ¿cómo lo diría?

– Claramente -dijo él. -Todo lo que me digáis quedará entre nosotros, señora. Os lo garantizo. Si no se trata de traición, no tenéis nada que temer de mí. ¿Qué os preocupa tanto que buscáis mi ayuda en secreto?

– Se trata de algunos de los sacerdotes que rodean a mi esposo -dijo Verina. -Le incitan a creer que yo soy la responsable del hecho de que no tengamos un hijo. ¡Yo quiero un hijo! Pero ¿cómo puedo tenerlo si León no visita mi cama? Nunca ha sido un hombre excesivamente apasionado, y en los últimos años ha dejado por completo de visitar mi cama.

»Los sacerdotes se han convertido en sus mejores confidentes. Le exhortan a rezar más y a dar limosnas para que Dios nos dé un hijo, pero si mi esposo no une su cuerpo al mío, no habrá hijo. Incluso llevé a Casia, la cortesana amante de mi hermano, a palacio, en secreto, para que me enseñara sus artes eróticas. Quería utilizarlas para seducir a mi esposo, pero no sirvió de nada -dijo la emperatriz con lágrimas en los ojos. -Ahora esos mismos sacerdotes aconsejan a mi esposo que me encierre en un convento para el resto de mis días, para que pueda coger una nueva esposa joven, que le daría el hijo que yo no puedo darle, le dicen los sacerdotes.

»Ya no soy una niña, mi señor, pero aún soy capaz de concebir un hijo si se me da la oportunidad. Esos perversos clérigos realmente pretenden dar a mi marido una esposa que esté en deuda con ellos y que espíe para ellos.

– ¿Qué es exactamente lo que queréis que haga? -le preguntó Aspar.

– León os teme y os respeta. El temor procede de que vos le colocasteis en el elevado puesto que ocupa y el respeto nace de los muchos años que estuvo a vuestro servicio. A veces se pregunta si seríais capaz de arrebatarle el trono. Se encuentra muy cómodo apoltronado en él.

»Los sacerdotes le llenan la cabeza con palabras crueles sobre vos, Flavio Aspar -prosiguió Verina. -Le dicen que deseáis gobernar a través de él, y que si no podéis hacerlo, le derrocaréis y ocuparéis el trono.

– Yo no deseo ser emperador. En sus momentos de sensatez León tiene que ser consciente de ello. Si hubiera querido ocupar el trono imperial, lo habría hecho. No tenía más que renunciar a mis creencias arias en favor de las prácticas ortodoxas y me habrían apoyado suficientes miembros de la Iglesia para ceñir la corona imperial en mi cabeza.

– Soy consciente de ello, y por eso he acudido a vos. Vuestros motivos son honrados y vuestra lealtad es a Bizancio, no a una facción o individuo. Ayudadme a conservar mi lugar al lado de mi esposo, a pesar de la perversidad de los que le rodean. Si me ayudáis y protegéis contra mis enemigos, me ocuparé de que León os permita casaros con Cailin Druso.

Aspar fingió considerar su oferta, aunque ya había decidido ayudarla. El emperador le debía a Flavio Aspar su puesto. Si su esposa estaba unida a él, tanto mejor. Su propia posición se vería fortalecida. Era poco probable que León concibiera un hijo con ninguna mujer. No tenía estómago para ello. Prefería ayunar y rezar en lugar de enredarse en la maraña de la pasión. Aspar sospechaba que el emperador, en el fondo, estaría encantado de verse libre de ese deber. Verina siempre había sido una esposa fiel. Preferiría lo viejo y conocido a cualquier cosa nueva y núbil.

«No -pensó Aspar; -no quiero ser emperador. Quiero que lo sea mi hijo.» Si León y Verina estaban en deuda con él, él tendría poder para promover un noviazgo entre su hijo menor, Patricio, y la princesa imperial más joven, Ariadna, al cabo de unos años. Primero el matrimonio, y después convencería a León de que nombrara heredero a Patricio.

– Apoyaré vuestra causa, señora -dijo por fin Aspar a la emperatriz, quien suspiró aliviada. -Esos sacerdotes sobrepasan sus obligaciones. Su único deber es cuidar del bienestar espiritual del emperador. Hablaré personalmente con el patriarca de mi inquietud por su comportamiento. Sé que puedo confiar en que ponga fin a ese asunto. En verdad me sorprende que los elegidos para guiar a León espiritualmente abusen de su posición. No hay que permitirlo. Habéis hecho muy bien en solicitar mi ayuda, señora.

Segura ya de que su causa era justa, Verina se irguió con orgullo y dijo:

– Por mi parte, cumpliré mi promesa. Tardaré un poco de tiempo, pero me ocuparé de que se os permita formalizar vuestra relación en el seno de la Iglesia. Tenéis mi palabra, y sabéis que es válida.

– Gracias, señora.

– No -replicó ella, -soy yo quien debe daros las gracias, Flavio Aspar. Ojalá hubiera en Bizancio más hombres como vos a su servicio.

Cuando la emperatriz y su grupo hubieron partido de regreso a Constantinopla, Aspar paseó con Cailin por los jardines, donde no era probable que nadie les oyera. Le explicó exactamente lo que Verina quería de él y le dijo que había aceptado ayudar a la emperatriz a cambio de que ella les ayudara.

– Debes hacer un esfuerzo para complacer al padre Miguel para que te bautice -le dijo Aspar. -Cuando se tome la decisión en nuestro favor, no quiero que exista ningún impedimento a nuestro matrimonio. Una esposa ortodoxa bautizada será un punto favorable para mí. Hay más cosas en juego de las que puedes imaginar, mi amor.

Ella no le preguntó de qué se trataba. Cailin sabía que Aspar se lo diría en el momento oportuno.

– Muy bien -accedió ella. -Dejaré de hacer preguntas difíciles al padre Miguel y aceptaré mansamente lo que me diga con la humildad de una buena mujer cristiana. Aunque las reglas y normas impuestas por la Iglesia me parecen estúpidas, he de admitir que me gustan las palabras de Jesús de Nazaret. Es una de las pocas cosas a las que encuentro sentido. -Estrechó a Aspar con sus brazos. -Quiero ser tu esposa, Flavio Aspar. Quiero ser madre de tus hijos y pasear por las calles de Constantinopla con orgullo y ser la envidia de todos porque soy tuya.

Tras pasear por los jardines fueron hasta la playa, donde se quitaron la ropa y se metieron al cálido mar. Él le había enseñado a nadar y Cailin adoraba la libertad del agua. Riendo, retozó entre las olas hasta que al fin él la llevó hasta la orilla y le hizo el amor apasionadamente en el mismo lugar donde había reavivado la pasión de la joven. Sus gemidos de placer se mezclaron con los graznidos de las gaviotas que revoloteaban. Después, yacieron saciados y satisfechos, dejando que el sol secara sus cuerpos.


El vigésimo cumpleaños de Cailin ya había pasado. El verano transcurrió en una sucesión de largos y soleados días y noches calurosas y apasionadas. Cailin jamás había imaginado que un hombre pudiera ser tan viril, en especial un hombre de la edad de Aspar, y sin embargo el deseo de éste no se agotaba.

Basilico acudía con regularidad a visitarles con Casia, y cuando Aspar bromeaba con su amigo por su súbita afición al campo, Basilico afirmaba:

– Con este calor la ciudad es un horno, y he oído rumores de que hay una plaga. Además, aquí tenéis espacio más que suficiente para nosotros.

En secreto, Basilico también les llevaba noticias de Verina.

Aspar había visitado al patriarca para expresarle su desagrado ante cualquier plan para desplazar a la emperatriz por el asunto del heredero. Otra esposa no serviría de nada, dijo Aspar al religioso. La culpa era de León, que prefería una existencia ascética y sin complicaciones que le permitía gobernar con más sabiduría que si estuviera abrumado por los asuntos carnales. Había muchos hombres aptos para suceder a León, pero un emperador sabio y pío era una rara bendición sobre Bizancio. La emperatriz, dijo Aspar al patriarca, lo comprendía. Ella, virtuosa y devotamente leal, quería proteger a su esposo de las malas influencias. Perturbar la paz de su espíritu, observó Aspar, era perverso, injusto e impío.

Basilico informó que los sacerdotes que rodeaban al emperador habían sido otros que parecían ocuparse sólo de la vida espiritual del emperador. La emperatriz se sentía aliviada y agradecida de que le hubieran retirado la espada de Damocles que pendía sobre su cabeza. Envió recado, a través de su hermano, de que cumpliría su promesa. Había iniciado su campaña para influir en León favorablemente respecto a la boda entre el primer patricio del Imperio y Cailin Druso, una joven viuda patricia procedente de Britania que pronto iba a ser bautizada en la fe cristiana ortodoxa.

A principios de verano, Aspar fue enviado a Adrianópolis, pues el gobernador de la ciudad tenía dificultades con dos facciones rivales que amenazaban con la anarquía. Una de ellas estaba compuesta por cristianos ortodoxos y la otra por cristianos arios. Aspar, un ario que servía a un gobernador ortodoxo poseía la capacidad de moverse fácilmente entre estos dos mundos religiosos y era la persona idónea para establecer la paz. Flavio Aspar era respetado por ambas fes.

– Ojalá pudiera llevarte conmigo -dijo a Cailin la víspera de su partida, -pero en un asunto como éste he de poder moverme con agilidad y sin ningún impedimento. Esos fanáticos se pelean por las cosas más absurdas y si alguien no contiene su ira se perderán muchas vidas.

– Yo sería un estorbo -admitió ella. -Sin mí puedes actuar de manera decisiva, y es posible que tengas que hacerlo, mi señor. Matar y causar destrucción por una cuestión religiosa es una locura, pero sucede con frecuencia.