Sonrió y la miró con un destello malicioso en los ojos.
El corazón de Cailin se desbocó. Pero no se atrevió a formular la pregunta y se limitó a asentir.
– El uno de noviembre te bautizará el propio patriarca, en la capilla privada del palacio imperial -anunció Aspar. -Luego nos casará. León y Verina serán nuestros testigos formales. Tendrás que adoptar un nombre bizantino, por supuesto.
Cailin ahogó un grito. Así pues, era cierto.
– Ana María -logró decir. -Ana en recuerdo de tu buena esposa, la madre de tus hijos, y María por la madre de Jesús.
– Has elegido bien -dijo él. -Todo el mundo lo aprobará, pero yo no dejaré de llamarte Cailin, mi amor. Para el mundo serás Ana María, la esposa de Flavio Aspar, pero yo me enamoré de Cailin y seguiré amándola toda la vida.
– Me cuesta creer que el emperador y el patriarca al fin hayan dado su consentimiento -dijo Cailin con lágrimas en los ojos.
– Ninguno de los dos es tonto, mi amor -señaló Aspar. -Tu presentación a la sociedad bizantina no fue lo que se dice convencional -sonrió, -y sin embargo León y la Iglesia saben que tu conducta desde que te compré y liberé ha sido mucho más circunspecta que la de la mayoría de mujeres de la corte, en especial a la luz del actual escándalo que rodea a la esposa de Basilico, Eudoxia. En cuanto a mí, he dado la vida por Bizancio, y si en mis últimos años no puedo tener lo que deseo, ¿de qué serviré al Imperio?
– ¿Les dijiste eso a ellos? -preguntó Cailin, sorprendida de que hubiera hablado con tanta franqueza ante el emperador y el patriarca.
– Sí, se lo dije -contestó Aspar, y luego rió entre dientes. -Sólo hice una insinuación, mi amor. Mi gran ventaja sobre el emperador es que no hay otro soldado de mi capacidad que pueda acaudillar los ejércitos del Imperio. Si me retirara de la vida pública… -Volvió a sonreír. -Lo he dejado a su imaginación. León no ha tardado en decidirse y ha convencido al patriarca. El emperador ha aprendido recientemente el valor de una esposa leal y virtuosa.
«Entonces, al haber conseguido lo que mi corazón deseaba, me vi obligado a asistir a un banquete, por eso llegué tarde anoche. ¿Me has echado de menos, mi amor?
– Terriblemente de menos -respondió ella, -pero no estuve sola. Arcadio terminó la estatua. Ya está instalada en el jardín: es mi regalo de boda para ti. También me dio algunos consejos sobre la corte. No me decantaré por ninguna facción, te lo prometo.
– ¿Quieres ir a la corte? -preguntó él, sorprendido.
– En realidad no -respondió Cailin. -Arcadio dijo que tendré la obligación de ir cuando sea la esposa del primer patricio del Imperio, pero preferiría más seguir aquí en el campo.
– Entonces seguirás aquí -le aseguró él. -Arcadio no es más que un viejo chismoso. Por supuesto, tendrás que aparecer en ocasiones solemnes, cuando yo me vea obligado a asistir, pero si quieres llevar una vida tranquila, sin duda podrás hacerlo. Te daré hijos para que los eduques, y ocuparte de mí será la primera de tus obligaciones, naturalmente. Tendrás los días muy atareados -bromeó él, pasándole la mano sobre el hombro.
– Quiero criar caballos para las carreras de carros -anunció ella. -Ya lo hemos hablado.
– ¡Te ofrezco hijos que criar y pides caballos!
Fingió estar ofendido, pero Cailin sabía que no lo estaba. Le empujó sobre las almohadas y le besó, acariciándole el pecho.
– Soy una mujer inteligente, mi señor. Puedo hacer las dos cosas: educar a tus hijos y criar a tus caballos. Los celtas tienen buena mano para los caballos.
– Eres una desvergonzada que siempre se sale con la suya -dijo él, y la puso de espaldas, se colocó encima y la frotó con el miembro. -¿Cuántos sementales necesitarás? -preguntó, restregándose lentamente sobre ella, complacido al ver que la pasión empezaba a encenderse en su mujer. ¡Cuánto la había echado de menos!
– Sólo necesito este semental, mi dulce señor -dijo ella, acoplando su cuerpo al de Aspar mientras él la acariciaba, -pero dos campeones irían bien para la manada de yeguas que reuniremos. ¡Oooohhh…! -suspiró cuando él la penetró suavemente. ¡Por todos los dioses! ¡Le había echado mucho más en falta de lo que creía!
Él cesó sus movimientos y se quedó inmóvil dentro de ella, acariciándole los pequeños senos con las manos. Quería prolongar aquel interludio. Desde el primer momento en que la había poseído, se había sentido joven otra vez. Esa sensación no había disminuido en los meses que hacía que estaban juntos. Con Ana existía respeto. Con Flacila no había existido nada. Pero Cailin… ¡con Cailin lo había encontrado todo! Jamás había soñado que fuera posible semejante amor entre dos personas.
– ¿Estás segura de que eso es lo que quieres? -le preguntó él. -Solamente has visto carreras de carros una vez.
Palpitó dentro de ella, con lo que a Cailin le resultaba casi imposible pensar en nada más.
– Me sorprende que nadie lo haya pensado… -logró articular. -¡Ooohhh, amor mío, me vuelves loca!
– No más de lo que tú me vuelves a mí -gimió él, y luego, incapaz de contenerse por más tiempo, se inclinó, la besó y la embistió con deliberada ferocidad hasta que ambos alcanzaron la cima del placer.
Cuando Aspar fue capaz de hablar de nuevo, dijo:
– Mañana asistiremos a los juegos de otoño. Vuelve a observar las carreras, y luego, si aún lo deseas, haremos los preparativos para criar caballos de carreras.
– Pero esos juegos los patrocina el nuevo marido de Flacila -observó Cailin, sorprendida. -¿Estará bien que nos vean allí?
– Asistirá toda Constantinopla -dijo Aspar, -incluidos todos los ex amantes de Flacila, puedes estar segura. Flacila y Justino Gabras se sentarán en el palco imperial con León y Verina. Al menos no estaremos junto a ellos, amor mío.
– ¿Puedo invitar a Casia? Se sintió decepcionada cuando le dije que no iba a asistir a esos juegos, y dijo que se vería obligada a sentarse en las gradas con la plebe. No pienso dejar de relacionarme con ella.
– Me decepcionarías si no lo hicieras -respondió él. -Sí, puedes invitar a Casia. La gente murmurará, pero no me importa.
– No quiero ver las luchas de gladiadores -dijo Cailin. -Casia me dijo que serán a muerte. No soportaría ver morir a un pobre hombre sólo porque no ha sido tan rápido o hábil como su oponente. Me parece cruel por parte del esposo de Flacila pedir sangre.
– La sangre agrada a la plebe -declaró Aspar. -Tienes que ver un combate, Cailin. A lo mejor no te horroriza tanto como crees. Si verdaderamente te desagrada, te marcharás con discreción. No podemos desairar a nuestro despreciable anfitrión.
Cailin envió un mensajero a Casia aquella misma mañana, invitándola a unirse a ellos en su palco al día siguiente, cuando se iniciaban oficialmente los juegos. La respuesta de Casia fue una aceptación encantada.
Al día siguiente Cailin se levantó temprano, pues los juegos comenzaban a las nueve y las carreras durarían hasta mediodía. Había preparado su vestido con gran esmero. Su estola, con el escote bajo y mangas ceñidas, era de suave hilo blanco. La parte baja de las mangas y el amplio borde inferior, así como la ancha franja que cubría la mitad superior de la falda, estaban tejidos en hilos de oro puro y seda verde esmeralda. La estola se ceñía a la cintura con un ancho cinturón de piel con una capa de polvo de oro y esmeraldas que hacían juego con el collar y los complicados pendientes. Debido a la época del año, Cailin necesitaría alguna prenda de abrigo, pero no quería tapar su vestido. Tenía una capa semicircular de seda verde brillante, que se abrochaba en el hombro derecho con un broche de oro con una esmeralda ovalada. Sandalias de piel doradas cubrían sus pies y el vestido se completaba con una banda de seda adornada con joyas alrededor de la cabeza, de la que colgaba un velo dorado.
Aspar, ataviado con traje de ceremonia color púrpura con bordados de oro llamado «túnica palmata», que vestía con una toga de lana púrpura con bordados de oro, asintió satisfecho cuando la vio.
– Provocarás muchas habladurías hoy, amor mío. Estás magnífica.
– Tú también, mi señor-respondió ella. -¿Estás seguro de que no despertaremos los celos imperiales? He visto al emperador y tú, mi señor, tienes un aspecto bastante más regio que él.
– Esa opinión no la compartirás con nadie más -advirtió Aspar. -León es un buen administrador, precisamente el emperador que Bizancio necesita.
– León es el emperador de Bizancio -dijo, -pero tú eres el que gobierna mi corazón, Flavio Aspar. Esto es lo único que me importa, mi amado señor.
Y le besó en la boca con ternura, sonriéndole a los ojos.
Él se echó a reír.
– Oh, Cailin, tú no sólo gobiernas mi corazón, me temo, sino también mi alma. ¡Eres dulce y picaruela, mi amor!
Casia y Basilico ya les esperaban en el Hipódromo. Al verle entrar en el palco con el primer patricio del Imperio, la multitud empezó a corear su nombre:
– ¡Aspar! ¡Aspar! ¡Aspar!
Él se adelantó y saludó con la mano, agradeciendo MIS aclamaciones con una sonrisa. Luego se retiró a la parte posterior del palco para que el público se calma1.1. A la derecha del palco imperial el patriarca y su séquito le observaban.
– Él no les incita -observó el secretario del patriarca.
– Todavía no -respondió el patriarca. -Algún día creo que lo hará. Aun así, es un hombre extraño y es posible que me equivoque.
De pronto el Hipódromo estalló en un frenesí de vítores cuando el emperador y la emperatriz, junto con el patrocinador de los juegos y sus invitados, entraron en el palco imperial. León y Verina recibieron el homenaje de la multitud con sonriente elegancia, y luego presentaron a Justino Gabras, que fue aclamado ruidosamente mientras saludaba con una mano lánguida.
Al oír las trompetas, León se adelantó y ejecutó el ritual que abría los juegos. Cuando el pañuelo cayó de sus dedos, las puertas del establo se abrieron para dejar salir los carros de la primera carrera. La multitud alentaba fervorosamente a los cuatro equipos.
– Mira eso -dijo Flacila con indignación. -¿Cómo se atreven Aspar y Basilico a traer a sus prostitutas a nuestros juegos?
– Los juegos son para todos, querida -replicó Justino Gabras, mirando a Cailin ávidamente.
«Qué magnífica criatura -pensó. -Cuánto me gustaría disponer de ella aunque sólo fueran unos minutos.»
– No me parece correcto que el primer patricio del Imperio exhiba a su amante públicamente -insistió Flacila.
– Oh, Flacila -dijo Verina con una risita, -tus celos me sorprenden, en especial dado que ni tú ni Aspar os soportabais cuando estabais casados.
– No se trata de eso -replicó Flacila. -Aspar no debería exhibirse en público con una mujer de moral tan reprobable.
– ¿Por eso nunca se le vio contigo, querida? -preguntó su esposo, burlón, y para mortificación de Flacila, León y Verina se echaron a reír.
Ella prorrumpió en llanto.
– ¡Dios mío! -exclamó Justino Gabras. -No soporto las emociones desbordadas de las mujeres que están en época de crianza. -Sacó un trozo de seda blanco de la túnica y se lo entregó a su esposa. -Sécate los ojos, Flacila, y no hagas el ridículo.
– ¿Estás esperando un hijo? -preguntó Verina sorprendida, pero entonces pensó que eso explicaba la gordura que últimamente Flacila exhibía.
Ésta hizo un gesto de asentimiento y sorbió por la nariz.
– Dentro de cuatro meses -admitió.
Todos felicitaron a Justino Gabras.
– Podría ser peor -señaló éste. -Si la chica fuera la esposa de Aspar, tendría preferencia ante ti en la corte. En su actual situación es inofensiva.
Verina no pudo resistir la tentación que se le ponía al alcance de la mano. Sonrió con falsa dulzura.
– Me temo que es exactamente lo que va a ocurrir, mi señor. El emperador y el patriarca han autorizado a Aspar a que se case con Cailin Druso.
Flacila palideció.
– ¡No puedes permitirlo! -exclamó. -¡Esa joven no es más que una prostituta!
– Flacila -repuso Verina con calma, -te inquietas por nada. Admito que la presentación en sociedad de esa muchacha no fue nada convencional, pero pasó muy poco tiempo en Villa Máxima. Sus antecedentes son mejores que los de todas nosotras. Se comporta con una modestia que se ha ganado incluso el encomio de tu primo, el patriarca. Será una esposa excelente para Aspar y, créeme, con el tiempo todo lo demás quedará olvidado, en especial si tú sigues provocando escándalos como el de la primavera pasada. Tú eres mucho más puta, y también la mitad de las mujeres de la corte, que la pequeña Cailin Druso.
La emperatriz sonrió y cogió la copa de vino que le o I recia un criado.
Antes de que Flacila pudiera responder, su esposo la pellizcó en el brazo.
– Cierra la boca -le susurró. -No importa. -¡A ti no te importa! -espetó Flacila enojada. -Jamás daré preferencia a esa zorra presuntuosa. ¡Jamás!
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