– Oh, Flacila -dijo la emperatriz, -no te preocupes. ¡Mira! Los Verdes han ganado dos carreras seguidas esta mañana. -Se volvió hacia su esposo. -Me debes un nuevo collar de oro, mi señor, y un brazalete.
– ¡Oh, la odio! -masculló Flacila. -Cuánto me gustaría vengarme de ella.
– Bueno, ahora no puedes hacerlo, querida -le susurró su esposo. -Como amante de Aspar tenía cierta vulnerabilidad, pero como esposa, Flacila, es inviolable. ¡Mírala! Modesta y hermosa. Pronto será famosa por sus buenas obras. Y será una madre modelo, no me cabe duda. No le veo ningún defecto. Si lo tuviera, podríamos encontrar una manera de estropear la felicidad de Aspar, pero no es así. Tendrás que aprender a convivir con esta situación. No quiero que te preocupes innecesariamente o perderás a mi hijo. Si eso ocurre, Flacila, te mataré con mis propias manos. ¿Me entiendes?
– ¿Tanto significa para ti el niño, mi señor?
– ¡Sí! Nunca he tenido un hijo legítimo.
– ¿Y yo, mi señor? ¿No significo nada para ti, aparte de ser la hembra que te dará tu heredero?
– Eres la única mujer para mí, Flacila. Te lo he dicho muchas veces, pero si te complace oírlo decir de nuevo, bien. Nunca había pedido a una mujer que se casara conmigo. Es a ti a quien quiero, pero también quiero tener un hijo, querida. Ten cuidado de que tu mal genio no estropee una relación perfecta.
Ella volvió los ojos hacia la pista, sabiendo que Justino tenía razón y odiándole por ello. No se atrevió a volver a mirar hacia el palco de Aspar, pues no podía soportar ver a su ex marido y a Cailin juntos.
Las carreras de carros por fin terminaron. El intermedio entre las carreras y los juegos duraría una hora. En los tres palcos, los criados sirvieron un ligero almuerzo a sus amos. Cuando casi habían terminado de comer, apareció un guardia imperial en el palco de Aspar.
– El emperador y la emperatriz recibirán ahora vuestros leales respetos, señor, y también los de la señora -dijo, inclinando la cabeza en leve reverencia.
– No me lo habías dicho -reprochó Cailin a Aspar, indicando a Zeno que le acercara una palangana de agua perfumada para lavarse las manos. Se las secó deprisa con la toalla de hilo que el anciano le entregó.
– No sabía que nos recibiría hoy -respondió él. -Es un gran honor, mi amor. ¡Éste es el reconocimiento de nuestra relación! ¡No pueden echarse atrás, Cailin!
– Estás hermosísima -susurró Casia a su amiga. -He estado observando a Flacila. Los celos la consumen. Es una gran victoria para ti, amiga mía. ¡Saboréala!
Aspar y Cailin siguieron al guardia hasta el palco imperial donde se arrodillaron ante el emperador y la emperatriz. «Forman una pareja perfecta -pensó Verina mientras su esposo los saludaba. -Nunca había visto a un hombre mayor y a una mujer joven que encajaran tan bien. Casi estoy celosa del amor que se profesan.» La voz de León la sacó de sus elucubraciones.
– Y mi esposa también os da la bienvenida, mi señora, ¿verdad, Verina?
– Claro que sí, mi señor -respondió la emperatriz. -Aportaréis lustre a nuestra corte, señora. Me han dicho que sois de la ex provincia de Britania. Es una tierra brumosa, o eso me han informado.
– Es una tierra verde y fértil, majestad, pero quizá no tan soleada y luminosa como Bizancio. La primavera aquí llega antes y el otoño más tarde que en Britania.
– ¿Y echáis de menos vuestra verde y fértil tierra, señora? -preguntó la emperatriz. -¿Tenéis familia allí?
– Sí -respondió Cailin. -A veces echo de menos Liritania, majestad. Allí era feliz, pero -añadió con una dulce sonrisa- también soy feliz aquí con mi amado señor, Aspar. Dondequiera que él esté será mi hogar.
– ¡Bien dicho! -aprobó el emperador, sonriendo a Cailin.
Cuando la pareja hubo regresado a su palco, León comentó:
– Es encantadora. Creo que Aspar es un hombre muy afortunado.
Justino Gabras estrechó la mano de su esposa como advertencia, pues se dio cuenta de que estaba a punto de estallar.
– Respira hondo, Flacila -le sugirió con suavidad- y controla tu mal genio. Si somos apartados de la corte por culpa de tu comportamiento, lo lamentarás mientras vivas, ¡te lo juro!
La rabia poco a poco desapareció del rostro y el cuello de Flacila, que tragó saliva y asintió.
– Jamás volveré a ser feliz hasta que consiga vengarme de Aspar -susurró.
– Déjalo, querida -le aconsejó él. -No hay manera.
– Esa vaca gorda tendrá una apoplejía -se burló Casia maliciosamente en el palco de Aspar. -Está roja de ira. ¿Qué os han dicho el emperador y la emperatriz para que se haya enfadado tanto?
– No tiene motivo para estar enfadada con nosotros -respondió Cailin, y le contó la conversación que habían mantenido con la pareja real.
De pronto se oyó un resonar de trompetas y Casia exclamó con excitación.
– ¡Oh, los juegos están a punto de empezar! Ayer fui a visitar a mi amiga Mará en Villa Máxima y vi a los gladiadores. Justino Gabras ha alquilado la villa para todo el tiempo que dure su estancia. No está permitida la entrada al público. Dijo que quería que sus gladiadores disfrutaran de lo mejor mientras estuvieran en Constantinopla. Joviano está en la gloria con todos esos guapos jóvenes alrededor, y Focas, según me han dicho, está realmente satisfecho, tan elevado es el precio que Gabras le pagó. Espera a ver el campeón al que llaman el Sajón. Jamás he visto a un hombre más guapo. Castor, Pólux y Apolo palidecen a su lado. ¡Ooooh! -exclamó. -¡Ahí están!
Los gladiadores entraron en la arena y desfilaron hasta llegar al palco imperial, donde se detuvieron. Con las armas levantadas, saludaron al emperador y a su generoso patrón con una exclamación lanzada al unísono:
– ¡Los que van a morir te saludan!
– Ése es el Sajón -indicó Casia señalando al más alto del grupo. -¿No te parece muy apuesto?
– ¿Cómo puedes saberlo? -bromeó Cailin. -Ese casco con visera prácticamente les oculta las facciones.
– Es cierto -admitió Casia, -pero tendrás que creerme. Tiene el pelo como el oro y los ojos azules.
– Muchos sajones son así -observó Cailin.
Aspar se inclinó hacia ellas y dijo:
– Los primeros combates se librarán con armas romas, mi amor. De momento no habrá derramamiento de sangre y podrás hacerte una idea de la habilidad que requiere.
– Me parece que lo preferiré a lo que viene después -respondió Cailin. -¿Todos tienen que luchar hasta que sólo uno de ellos sobreviva?
– No -respondió él. -Sólo se disputarán seis combates a muerte. Eso es lo que Gabras acordó. Hoy se celebrarán dos, mañana otros dos y otros dos el último día de los juegos. El Sajón, que es el campeón imbuido, peleará hoy y el último día. Su principal rival es un hombre llamado el Huno, que combatirá los tres días. Si sobrevive los dos primeros días, probablemente se enfrentará al Sajón el último día. Será un buen espectáculo.
– Me parece horrendo que alguien deba morir -insistió Cailin. -Son hombres jóvenes. Va contra las enseñanzas de la Iglesia permitir esta barbaridad, y sin embargo allí están el patriarca y todos sus sacerdotes, en su palco al otro lado del emperador, disfrutando del espectáculo.
Aspar le cogió una mano.
– Calla, amor mío, te van a oír -le advirtió. -La muerte forma parte de la vida.
La batalla había comenzado en la arena. Hombres jóvenes con pequeños escudos y espadas cortas peleaban encarnizadamente. La multitud se entusiasmaba con la exhibición, pero al final empezaron a cansarse.
– ¡Que venga el Sajón! ¡Que venga el Huno! -gritaba el gentío.
Luego sonaron las trompetas y los luchadores abandonaron corriendo la arena. Entraron los cuidadores y alisaron el terreno. El silencio envolvió el Hipódromo durante varios minutos. De pronto se abrió la puerta de los Gladiadores y aparecieron dos hombres. La multitud prorrumpió en gritos de excitación.
– Es el Huno -informó Aspar. -Peleará con un tracio.
– No lleva armadura -dijo Cailin.
– No necesita más que hombreras de piel, mi amor. Lucha con red, daga y lanza; los que luchan con red son los gladiadores más peligrosos.
El tracio, con casco y espinilleras en ambas piernas, llevaba un pequeño escudo y una espada de hoja curva. A Cailin le pareció injusto, hasta que los dos hombres empezaron a pelear. El Huno lanzó su red pero el tracio la esquivó, saltó detrás de su oponente e intentó clavarle el cuchillo. El Huno, se apartó a tiempo y sólo recibió un arañazo. Los hombres pelearon varios minutos mientras la multitud les alentaba a gritos. Por fin, cuando Cailin había empezado a pensar que exageraban la ferocidad de esos combates, el Huno dio un salto y, con un hábil movimiento de la muñeca, extendió su red. El tracio quedó atrapado en la telaraña. Desesperado, intentó cortarla con la espada mientras la multitud gritaba cada vez más fuerte, sedienta de sangre. El Huno clavó su lanza en el suelo, sacó su daga y se lanzó sobre el otro hombre. Fue tan rápido que Cailin ni siquiera estaba segura de haberlo visto, pero el suelo arenoso se manchó de sangre cuando el Huno cortó la garganta a su oponente y luego se alzó victorioso, agradeciendo los vítores de la multitud.
Era un hombre de estatura media, complexión robusta y completamente calvo salvo por una coleta negra que llevaba sujeta con una trenza de cuero. Dio la vuelta al ruedo con grandes pasos, aceptando lo que consideraba su derecho. Mientras lo hacía salieron cuatro cuidadores y dos de ellos se llevaron a rastras el cuerpo sin vida del tracio por la puerta de la Muerte; los otros dos arrojaron arena nueva sobre la sangre y la alisaron.
Cailin estaba asombrada.
– Ha sido tan rápido… -murmuró. -El tracio ni siquiera ha tenido tiempo de gritar.
– Los gladiadores no suelen ser crueles entre ellos -observó Aspar. -Son amigos o conocidos, pues viven, comen, duermen y fornican juntos. Los combates a muerte hoy en día son raros, y Justino Gabras debe de haber pagado mucho. O quizá estos gladiadores son hombres desesperados a quienes nada importa.
– Quiero regresar a casa -dijo Cailin con voz suave.
– ¡Ahora no puedes irte! -exclamó Casia. -El último combate del día está a punto de empezar y es el del campeón. El Huno es un aficionado comparado con el Sajón. Si hay demasiada sangre, no mires, pero tienes que verle sin casco. ¡Es como un dios, te lo aseguro! -dijo Casia entusiasmada.
Aspar rió y, volviéndose hacia Basilico, dijo:
– Creo que si estuviera en tu lugar me preocuparía por Casia. Está fascinada por ese gladiador.
– Es un hombre muy bello -se defendió Casia antes de que el príncipe dijera nada, -pero sé que normalmente los hombres como el Sajón sólo pueden ofrecer un cuerpo y un rostro hermoso. No tienen nada más, ni ingenio ni cultura. Después de disfrutar de un buen revolcón, es agradable quedarse tumbado y charlar, ¿no es cierto, mi señor?
Basilico asintió en silencio, pero le brillaban los ojos.
– ¡Oh, mirad! -exclamó Casia. -Ahí están los combatientes. No me gustaría ser el pobre diablo que peleará con el Sajón. Sabe que no tiene ninguna posibilidad.
– Qué triste para él -dijo Cailin. -Qué terrible ha de ser saber que se está frente a la muerte en este día tan hermoso.
Casia pareció apesadumbrada pero enseguida se animó y dijo:
– Bueno, siempre cabe la posibilidad de que tenga suerte y venza al campeón. ¿No sería emocionante? De cualquier modo, será un buen espectáculo, de eso puedes estar segura.
El Sajón y su oponente iban armados al modo samnita: casco con visera, una gruesa manga en el brazo derecho y una espinillera en la pierna izquierda, un grueso cinturón, escudos largos y espadas cortas. Saludaron al emperador y a su amo y de inmediato empezaron a pelear. A su pesar, Cailin estaba fascinada, pues aquel combate parecía más igualado que el anterior.
Se oía el entrechocar de las armas y el fragor de la lucha cuerpo a cuerpo. Cailin se dio cuenta de que en realidad el combate no era tan igualado. El rival del Sajón no estaba a su altura en cuanto a habilidad. El campeón saltaba y efectuaba una serie de maniobras y movimientos espectaculares para complacer a la multitud. Por dos veces el otro hombre quedó al descubierto, pero el sajón prefirió hacer una finta para distraer la atención. Por fin la multitud empezó a darse cuenta y empezó a gritar con indignación, ávida de sangre.
– No es su estilo -observó Basilico. -Él intenta dar un buen espectáculo pero la gente quiere sangre. Bien, ahora la tendrán, creo. Deberían haber reservado al Sajón para el último día, en lugar de hacerle pelear dos días. Es evidente que Gabras quería amortizar el dinero invertido.
El combate dio un nuevo giro, pues el Sajón empezó a atacar a su oponente con vigor mientras éste luchaba desesperadamente para salvar la vida. Sin embargo, el campeón no quería alargarlo más. De forma implacable lo hizo retroceder hasta el otro lado de la arena, recibiendo pocos golpes y protegiéndose diestramente con su escudo. Él Sajón daba golpe tras golpe hasta que por fin el hombre cayó al suelo, exhausto.
"En Manos del Destino" отзывы
Отзывы читателей о книге "En Manos del Destino". Читайте комментарии и мнения людей о произведении.
Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв и расскажите о книге "En Manos del Destino" друзьям в соцсетях.