– Si Aspar se entera lo más probable es que anule la boda -declaró Justino Gabras con aire divertido.

– No lo creo, mi señor -dijo Cailin. -No he hecho nada malo, y mi señor Aspar sabe que no miento. Si le cuento la verdad me creerá.

– Probablemente -admitió Justino Gabras, -pero ¿y la corte imperial? ¿Y el patriarca? Están ansiosos por creer lo peor de ti, Cailin. -Rió. -Hoy mismo le decía a mi esposa que ahora eres inviolable. Pero me parece que estaba equivocado.

– ¿Quién creerá que hoy hemos estado aquí? -preguntó Casia. -Teniendo en cuenta quién es vuestra esposa, mi señor, ¿suponéis que alguien creerá vuestras historias? -Le apartó y cogió la mano de Cailin. -Vamos, tengo que llevarte a Villa Mare antes de que anochezca. Me quedaré a pasar la noche contigo. -¡No os mováis!

Justino Gabras aferró el otro brazo de Cailin con fuerza. Ya había ideado un plan perverso para desacreditarla.

– ¡Joviano! -pidió ayuda Casia. -Joviano no puede ayudaros, queridas amigas -dijo Cabras. -¿Qué esperáis que haga por vosotras? Halléis venido por voluntad propia, yo no os he obligado. Pero ahora os quedaréis y divertiréis a mis invitados.

– Mi señor Gabras -suplicó Cailin, -¿por qué hacéis esto? ¿Qué os ha hecho para que odiéis tanto a mi señor Aspar?

– No conozco lo bastante bien a Flavio Aspar para odiarle -respondió él con frialdad, -pero estoy cansado de oír a mi esposa gemir que quiere vengarse por su matrimonio sin amor. No, no me digas que ella no le amaba. Ya se lo repite ella misma suficientes veces, pero su odio hacia Aspar es muy fuerte, es la otra cara del amor, Cailin Druso. Seguro que ya lo sabes. La cólera de Flacila es tanta que temo por mi hijo. ¡Y quiero tener ese hijo! Hasta este momento no he podido dar a mi esposa lo que afirma desear ardientemente. Tu estupidez al venir aquí me ha dado una oportunidad que jamás había esperado tener. -Sonrió con crueldad. -Mañana a esta hora, Flacila tendrá su venganza y podrá descansar tranquila.

– Dejadla ir a ella y yo entretendré a vuestros invitados como deseéis -propuso Casia. -¡Pero soltad a Cailin, os lo ruego, mi señor Gabras! Joviano, ¿no dices nada?

– No puedo ayudarte -respondió Joviano, y los ojos se le llenaron de lágrimas. -Me mataría si lo intentara, ¿verdad, mi señor? Aunque me atreviera a buscar ayuda, cuando Aspar llegara aquí sería demasiado tarde. No deberías haber venido esta noche, Casia, y sin duda no deberías haber traído a Cailin.

– ¡Miguel! -Justino Gabras llamó al criado, que acudió enseguida. -Ayúdame a encerrar a nuestras invitadas hasta que estemos listos para ellas.

Arrastró a Cailin al atrio mientras ella forcejeaba en vano para escapar de sus fuertes manos.

– ¡Dejadnos marchar! -gritó Casia mientras Miguel la arrastraba tras ellos.

– ¡Y encierra a los porteadores de esa puta! -ordenó Justino a gritos a Joviano.

– Señora, os pido disculpas por esto -dijo Miguel a Cailin cuando la introdujo en una habitación sin ventanas, escasamente amueblada, detrás de Casia. Cerró la puerta y ellas oyeron girar ruidosamente la llave.

– ¡Perdóname! -pidió Casia arrojándose a los brazos de Cailin. -¡Soy una idiota por haberte sugerido venir aquí! ¡Que los dioses nos ayuden a las dos!

– Yo tengo tanta culpa como tú -repuso Cailin. -Si hubiera dejado correr el asunto del Sajón en lugar de insistir, no nos hallaríamos en este apuro. ¿Qué crees que pretenden hacer?

– Es evidente. Gabras nos entregará a sus gladiadores. A mí no me importa. Soy una prostituta y estoy acostumbrada a acoger hombres entre mis muslos, ¡pero tú, mi pobre amiga!

Prorrumpió en llanto, para asombro de Cailin, pues Casia no era una mujer dada a las lágrimas.

– No llores -la consoló Cailin. Era extraño, pero no sentía nada, ni siquiera miedo.

– Gabras difundirá este incidente por toda Constantinopla -sollozó Casia. -¡Basilico jamás me perdonará!

– ¿Tú le amas? -preguntó Cailin, sorprendida de nuevo.

Casia asintió.

– ¡Ay, sí, que los dioses me ayuden! Él no lo sabe, por supuesto. No es la clase de hombre al que se pueda confiar un sentimiento así, por desgracia. Jamás aceptará verse avergonzado por mí. ¡No volveré a verle nunca más! ¡He arruinado no sólo tu vida, sino también la mía!

– Quizá podamos escapar -la consoló Cailin.

Casia, agotadas sus lágrimas, miró a su amiga y meneó la cabeza.

– ¿Cómo? Esta habitación no tiene ventanas, y sólo una puerta, que está cerrada con llave. Vendrán por nosotras y eso será el fin. No hay escapatoria, Cailin. Acéptalo.

CAPÍTULO 14

Ambas amigas no tuvieron que esperar mucho. Cuatro esclavos fueron a buscarlas para llevarlas a los baños, donde las bañaron y les untaron el cuerpo con aceites perfumados. Las encargadas de los baños frotaron los rizos castaño rojizos de Cailin y el largo y espeso cabello negro azulado de Casia hasta secarlo. Después se lo perfumaron, a Casia le hicieron una trenza y luego les pusieron una corona de flores sobre la cabeza. No les ofrecieron ropa, y ellas comprendieron que sería inútil pedirla.

Fueron acompañadas a una gran habitación que se abría a los hermosos jardines de la villa. Justino Gabras estaba sentado, vestido ahora con una corta túnica blanca, en una silla de mármol negro. Los gladiadores se hallaban reunidos ante él. No había ninguna otra mujer en la habitación. Al oírlas entrar, todos los ojos se volvieron con avidez. Los guardias los obligaron a avanzar y Justino Gabras les tendió los brazos para cogerlas de la mano y sentarlas en su regazo. Les acarició los pechos y les pellizcó los pezones.

– ¿Habéis comido bien, amigos míos? -preguntó a los gladiadores. -Ahora tengo un pequeño regalo para vosotros. Estas dos mujeres son las prostitutas más exclusivas de Bizancio. Son bonitas como conejitos, ¿verdad? Vamos a jugar a una cosa. Soltaremos estos dos conejitos en los jardines y vosotros, la manada de sabuesos más hambrientos que jamás he visto, las perseguiréis. Ellas se esconderán de vosotros, ¿no es así bellezas mías? Pero alguien las encontrará, y el afortunado obtendrá placer toda la noche. Sin embargo, en este juego no hay perdedores. El resto podréis elegir de entre las otras mujeres de esta casa. ¿Qué os parece?

Los gladiadores aclamaron con ojos lascivos a Justino Gabras.

– Por los dioses del Averno -exclamó el Huno en voz alta, -nos lo pones difícil. Las dos son auténticas bellezas.

– ¿Cuál prefieres? -le preguntó Gabras.

– No estoy seguro -respondió el hombre que luchaba con red. Se volvió hacia su compañero. -¿Qué opinas tú, Puño de Hierro? ¿A cuál prefieres?

– A la que atrape -contestó el Sajón, y sus ojos se posaron en los de Cailin.

Casia miró a su amiga. Cailin estaba pálida como la cera. Sus grandes ojos violetas reflejaban dolor y asombro. «¿Es él?», preguntó Casia moviendo los labios. Cailin asintió. «Si alguien coge a Cailin -pensó Casia, -tiene que ser el Sajón.» Miró al Huno y le dedicó su sonrisa más seductora.

– ¿Eres tan bueno fuera de la arena como en ella? -preguntó con un ronroneo. -Si lo eres, me alegrará que me atrapes en tu red.

Para sorpresa de Casia, el Huno se ruborizó mientras sus compañeros soltaban gritos de júbilo. O sea que era tímido. Pero sus descaradas palabras habían dejado claro a todos que ella le elegía a él. Ninguno de los demás se atrevería a ir tras ella, pues por muy tímido que pudiera ser, el Huno la querría. No se enfrentarían con él por una mujer, ella lo sabía. Casia se fijó en el asombro con que el sajón miraba a Cailin. Ahora tenía que asegurarse de que su amiga sería para él.

– Cailin Druso -dijo, -¿tienes alguna preferencia entre estos apuestos hombres? Creo que el Sajón está muy bien.

– Yo también lo creo -respondió Cailin, pues había captado el juego de Casia.

– O sea que no eres mejor que las demás -dijo sonriendo Justino Gabras. -¿Alguien puede explicarme por qué todas las mujeres nacen putas?

No vio la palidez que había adquirido el semblante del gladiador sajón, ni cómo apretaba los labios ni el destello de furia que relampagueó en sus ojos al oír estas palabras.

Sin esperar respuesta, Justino Gabras apartó a las dos mujeres de su regazo.

– Volved al jardín y escondeos, bellezas mías. Contaré hasta cincuenta y después soltaré a esta lujuriosa jauría. ¡Moveos, zorras!

Las dos mujeres abandonaron corriendo la habitación, cruzaron la sala de las columnas de mármol y salieron al jardín, iluminado por la luz del crepúsculo. Cuando habían recorrido un trecho juntas, Casia se detuvo y dijo:

– Escóndete, Cailin, y no salgas a menos que veas al Sajón.

Luego se marchó por un sendero de hierba. Cailin se adentró en los jardines y finalmente trepó a las ramas de un melocotonero. Era poco probable que a alguien se le ocurriera buscarla allí arriba.

– ¡Cincuenta! -oyó gritar a Justino Gabras.

Los gladiadores empezaron a registrar los jardines, buscando ruidosamente a las dos mujeres. Al cabo de unos minutos Cailin oyó la áspera voz del Huno que gritaba triunfante:

– ¡He atrapado un conejito, amigos! -Y el tímido grito de falsa sorpresa de Casia.

La caza de Cailin se hizo más intensa, pero ella se sentía a salvo entre las ramas del árbol. Incluso veía a algunos hombres abajo, buscándola entre los arbustos, detrás de las fuentes y entre las decorativas estatuas. «Jamás me encontrarán», pensó, pero después ¿qué haría? ¿Cómo podría escapar de Villa Máxima sin su ropa y sin una litera? De pronto la rama sobre la que estaba cedió y Cailin cayó al suelo profiriendo un grito. Dos hombres aparecieron mientras ella se ponía en pie desesperadamente. Una punzada de dolor le atravesó el tobillo derecho, pero ella hizo un esfuerzo por permanecer en pie.

– ¡Deteneos! -ordenó a los dos hombres.

– No tengas miedo, ovejita -oyó decir a una voz, y luego: -¡Es mía, griego! ¡Si la tocas te mato!

– Ninguna mujer vale tanto como para arriesgarse a morir, Wulf Puño de Hierro -dijo el hombre llamado griego, y desapareció en la oscuridad.

– ¿De veras eres la prostituta más exclusiva de Bizancio, Cailin Druso? -le preguntó Wulf.

– No -respondió ella con suavidad, -pero será mejor que me trates como si lo fuera. Tu anfitrión es mi enemigo mortal.

– ¿Puedes andar o te has lastimado demasiado?

– Me he torcido el tobillo al caer del árbol -respondió ella, -pero no me lo he roto. De todos modos, tendrás que llevarme en brazos y forcejearé para escapar de ti. Justino Gabras encontraría extraño que no lo hiciera.

– ¿Por qué?

– Hablaremos de ello cuando estemos en un lugar privado. ¡Vamos! Cógeme antes de que venga alguien y se extrañe de que no estemos enzarzados en una apasionada batalla.

Él se acercó y le acarició la cara.

– Antonia dijo que habías muerto, y también nuestro hijo.

– Sospechaba que lo había hecho -dijo Cailin.

– Quiero saber la verdad.

– ¡Wulf, por favor! -le suplicó. -¡Ahora no! Gabras vendrá por nosotros. Es un hombre muy peligroso.

Las preguntas se arremolinaban en la cabeza de Wulf. ¿Cómo era que estaba viva? ¿Y por qué se encontraba en Bizancio? En sus ojos leyó que tenía miedo de verdad. La cogió en brazos y se la echó al hombro. Ella se puso a chillar y a golpearle con los puños mientras él la acarreaba por el jardín en dirección al lugar donde los otros esperaban.

– ¡Déjame en paz! ¡Suéltame, bruto! -gritaba Cailin. La sangre le subía a la cabeza y empezaba a sentirse mareada.

– Así que el otro conejito por fin ha sido atrapado -oyó decir a Gabras, que apareció en su campo de visión. -Nos has dado trabajo, querida. ¿Dónde estaba?

– En un árbol -respondió el Sajón. -Jamás la habría encontrado, pero la rama en que estaba ha cedido.

– Quiero ver cómo la posees -dijo Justino Gabras. -¡Aquí y ahora! -Sostenía una copa de vino.

– Sólo hago actuaciones públicas en la arena -repuso Wulf Puño de Hierro con calma.

– Quiero ver a esta mujer humillada -insistió Gabras.

«Este hombre es peligroso», pensó Wulf, y replicó:

– Por la mañana habré poseído a esta mujer de todas las maneras posibles, algunas de las cuales ni siquiera tú has imaginado, mi señor. Si no está muerta, será incapaz de arrastrarse para salir de la habitación donde yaceremos esta noche. -Se volvió hacia Joviano Máxima. -Quiero una habitación sin ventanas para que no moleste a nadie con sus gritos. Tiene que disponer de un buen colchón, y también quiero vino. Y un látigo. A menudo hay que recordar a las mujeres sus obligaciones, y ésta es demasiado rebelde. Es evidente que no sabe cuál es su lugar, ¡pero lo aprenderá! A los sajones nos gustan las mujeres dóciles y complacientes.

– ¡Por los dioses eres todo un hombre! -exclamó Justino Gabras con una sonrisa que iluminó sus facciones. -¡Dale lo que pide, Joviano Máxima! Esa puta está en buenas manos.