Gayo sonrió.

– Lo sé, muchacho. ¿Cómo quieres que un muchacho como tú, educado en Roma, sepa nada de la tierra? Pero te enseñaremos y te ayudaremos a aprender.

Quinto Druso se dijo que no debía perder los estribos. Tal vez podría vender esa granja y su villa y escapar a Roma. Pero las siguientes palabras de Gayo desvanecieron todas sus esperanzas en esa dirección.

– Compré la granja del río a la propiedad del viejo Séptimo Agrícola hace varios años. Desde entonces está en barbecho. Tuve suerte de conseguirla barata de los herederos que viven en Glevum. Los valores de la propiedad cada vez están bajando más para los que quieren vender, pero son un valor excelente para los que desean comprar.

Entonces no había escapatoria, pensó Quinto Druso con tristeza, pero una vez fijado su matrimonio con Cailin al menos recibiría algún dinero.

– ¿Cuándo propones -preguntó- celebrar la boda entre tu hija y yo?

– ¿Boda? ¿Entre tú y Cailin? -Gayo Druso puso cara de asombro.

– Mi padre dijo que tu hija y yo nos casaríamos, primo. Creía que había venido a Britania para casarme, para unir de nuevo las dos ramas de la familia.

El bello semblante de Quinto Druso exhibía su ira apenas reprimida.

– Lo siento, Quinto. Tu padre debió de entenderme mal, muchacho -dijo Gayo. -Yo sólo te ofrecí una oportunidad aquí, en Britania, pues en Roma no tenías ninguna. Era mi deber a causa de nuestros vínculos de sangre. Ahora bien, si tú y Cailin algún día os enamoráis, sin duda no pondría objeción a que te casaras con mi hija, pero no hubo ningún contrato de matrimonio entre nosotros. Lamento la confusión. -Sonrió con afecto y dio unas palmaditas en el brazo del joven. -Cailin aún está creciendo. Yo de ti, muchacho, buscaría una mujer fuerte y sana entre las hijas de nuestros vecinos. Dentro de unos días celebraremos la fiesta de la entrada en la edad viril de nuestros hijos gemelos, durante las Liberalias. Asistirán muchos vecinos y sus familias. Será una buena ocasión para que observes a las doncellas locales. Eres un buen partido, Quinto. Recuerda que ahora eres un hombre con propiedades.

«No hay boda.» Esas palabras le ardían en la cabeza. Quinto Druso no había estado al corriente de la correspondencia entre su padre y su primo Gayo, pero estaba seguro de que su padre creía que iba a haber boda entre él y Cailin Druso. ¿Lo había entendido mal su padre? No era un hombre joven, desde luego, pues tenía unos veinte años más que Gayo Druso.

¿O acaso su padre sabía desde el primer momento que no habría boda? ¿Le había engañado Manió Druso para que abandonara Roma porque Gayo estaba dispuesto a ofrecerle tierras? ¿Manió Druso había engatusado a su hijo menor con una buena boda porque sabía que de otro modo no se marcharía? Era la única explicación que Quinto Druso podía encontrar. Su primo Gayo parecía un hombre honrado en todos los aspectos. No como aquel viejo zorro romano, su padre.

Quinto Druso estuvo a punto de gemir de frustración y se pasó una mano por el pelo. Se hallaba aislado en el fin del mundo, en Britania, y tenía que hacerse granjero. Sintió un escalofrío al ver ante sí una larga y aburrida vida llena de cabras y gallinas. No volvería a contemplar gloriosos duelos de gladiadores en el Coliseo, ni carreras de carros en la vía Apia. Se acabaron los veranos en Capri, con sus cálidas aguas azules y un sol interminable, o las visitas a algunos de los mejores burdeles del mundo, con sus magníficas mujeres que satisfacían todos los gustos.

Tal vez si intentase que aquella pequeña zorra de Cailin se enamorara de él… No. Para ello se necesitaría un milagro, y él no creía en milagros. Los milagros eran para los fanáticos religiosos como los cristianos. Cailin Druso había manifestado su desagrado desde el momento en que había puesto los ojos en él. Cuando se encontraban en presencia de los mayores se comportaba de un modo meramente civilizado, y cuando se hallaban solos no le hacía caso. Él sin duda no quería una esposa sin pelos en la lengua y desenfrenada como aquella chica. Las mujeres de sangre celta al parecer eran así. La esposa y la suegra de su primo también eran francas e independientes.

Quinto Druso hizo un esfuerzo por tragarse su decepción. Se hallaba solo en tierra extraña, a centenares de leguas de Roma. La buena voluntad y la influencia de Gayo Druso y su familia le resultaban necesarias. No tenía nada, ni siquiera medios para regresar a casa. Bien, si no podía conseguir a Cailin y la buena dote que su padre le asignaría algún día, habría otras muchachas con buenas dotes. Ahora necesitaba de la amistad de Cailin y su madre Kyna si quería encontrar una esposa rica.

Los jóvenes primos de Quinto, Flavio y Tito, celebrarían su decimosexto aniversario el 20 de marzo. Las Liberalias se celebraban el 17. La ceremonia de entrada en la edad viril siempre se festejaba en las fiestas más próximas al cumpleaños del muchacho, aunque decidir qué cumpleaños quedaba a la discreción de los padres.

Aquel día especial, el muchacho dejaba la toga de borde rojo de su infancia y recibía en su lugar la toga blanca de la edad adulta. En Britania se trataba de un asunto meramente simbólico, pues los hombres no solían llevar toga. El clima era demasiado riguroso para ello, como Quinto había descubierto. Enseguida había adoptado la cálida y ligera túnica de lana y los braceos de los britano-romanos.

Aun así, se conservaban las viejas costumbres de la familia romana, aunque sólo fuera porque eran excusas magníficas para reunirse con los vecinos. En estas reuniones se formaban las parejas, así como acuerdos para cruzar piezas de ganado. Ofrecían a los amigos la oportunidad de volver a verse, pues viajar de manera regular cuando no era necesario ya no era posible. Todos los grupos que partían hacia la villa de Gayo Druso Corinio hacían ofrecimientos y oraban a los dioses para llegar a salvo y regresar sin contratiempos.

La mañana de las Liberalias, Quinto Druso dijo a Kyna en presencia de Cailin:

– Hoy tendréis que presentarme a todas las mujeres solteras, señora. Ahora que mi primo Gayo me ha convertido, tan generosamente, en un hombre con propiedades, buscaré esposa que comparta mi buena fortuna conmigo. Confío en vuestra sabiduría en este asunto, tal como confiaría en mi dulce madre Livia.

– Estoy segura -le dijo Kyna- de que a un hombre joven tan guapo como tú no le costará encontrar esposa. -Se volvió hacia su hija. -¿Qué opinas tú, Cailin? ¿Quién le gustaría más a nuestro primo? Hay muchas chicas bonitas entre nuestros conocidos dispuestas a casarse.

Cailin miró a su primo.

– Supongo que querrás una esposa con una buena dote, ¿no, Quinto? ¿O te conformarás con una que sea virtuosa? -dijo con malicia. -No, no creo que te conformes con la virtud.

Él rió forzadamente.

– Eres demasiado lista, primita. Con una lengua tan afilada, me extrañará que encuentres marido. Los hombres prefieren la dulzura en el hablar.

– Habrá dulzura en abundancia para el hombre adecuado -replicó Cailin sonriendo con falsa ternura.

Aquella misma mañana, más temprano, Tito y Flavio se habían quitado los bullae dorados que habían llevado al cuello desde su nacimiento. Los bullae, amuletos para protegerse del mal, fueron colocados en el altar de los dioses de la familia tras la ofrenda de un sacrificio. Los bullae nunca más tenían que ser lucidos a menos que sus propietarios se encontraran en peligro de la envidia de sus compañeros o de los dioses.

Luego los mellizos se pusieron sendas túnicas blancas, que, según la costumbre, su padre les ajustó con cuidado. Como descendían de la clase noble, las túnicas vestidas por Tito y Flavio Druso tenían dos anchas franjas rojas. Por fin, sobre la túnica les fue colocada la toga virilis blanca como la nieve, la prenda que llevaban los hombres adultos.

De haber vivido en Roma, una comitiva compuesta por la familia, amigos, libertos y esclavos habría desfilado festivamente hasta el Foro, donde los nombres de los dos hijos de Gayo Druso se habrían añadido a la lista de ciudadanos. Según una costumbre que se remontaba a los tiempos del emperador Aureliano, todos los nacimientos se registraban en un plazo de treinta días en Roma, o ante las autoridades provinciales oficiales; pero sólo cuando un muchacho se hacía formalmente hombre su nombre era inscrito como ciudadano. Era un momento de orgullo. Los nombres de Tito y Flavio Druso Corinio entrarían en la lista conservada en la ciudad de Corinio, y con esa ocasión se efectuaría una ofrenda al dios Liber.

Cuando sus vecinos y amigos empezaron a llegar para la celebración familiar, Cailin llevó aparte a sus hermanos.

– Al primo Quinto le gustaría que le presentáramos a posibles esposas -dijo con un destello en los ojos. -Creo que deberíamos ayudarle. Pronto se irá. Me desagrada su presencia.

– ¿Por qué te desagrada tanto? -le preguntó Flavio. -No te ha hecho nada. Una vez padre dijo que como no habría boda entre vosotros, te sentirías más cómoda. Sin embargo aprovechas cualquier oportunidad para pincharle. No lo entiendo.

– A mí me parece un buen tipo -coincidió Tito con su gemelo. -Sus modales con impecables, y monta bien a caballo. Creo que padre tenía razón cuando dijo a Quinto que eras demasiado joven para casarte.

– No sería demasiado joven para casarme si apareciera el hombre debido -respondió Cailin. -En cuanto a Quinto Druso, intuyo que hay algo en él, pero no sé qué es. Simplemente creo que representa un peligro para todos nosotros. Cuanto antes se vaya a la villa del río y se instale con una esposa, mejor. Bueno, ¿qué chicas le irían bien? ¡Pensad! Vosotros conocéis a todas las doncellas casaderas respetables y no tan respetables en varios kilómetros a la redonda.

Rieron al unísono, poniendo los ojos en blanco, pues si había algo que gustara a los hermanos de Cailin era las mujeres; tanto, que Gayo Druso declaraba a sus hijos hombres para encontrarles esposa y casarles antes de que provocaran un escándalo dejando encinta a la hija de alguien o, peor, siendo pillados seduciendo a la esposa de otro hombre.

– Está Bárbara Julio -dijo Flavio pensativo. -Es guapa y tiene buenos pechos. Eso va bien para los bebés.

– Y Elisia Octavio, o Nona Claudio -sugirió Tito.

Cailin asintió.

– Sí, todas ésas serían adecuadas. Ninguna de ellas me gusta tanto como para pedirles que se aparten de nuestro primo Quinto.

Las familias de las propiedades vecinas empezaban a llegar. Los gemelos presentaron sus sugerencias a su madre, y Kyna efectuó las debidas presentaciones. Quinto Druso era apuesto, además de poseer tierras, lo que le hacía algo más que casadero.

– Necesita tres brazos -dijo Cailin secamente a su abuela, -pues Barbara, Nona y Elisia seguro que acabarán peleando como gatos para cazarle. ¿Tendré yo que sonreír como una boba como hacen ellas para que un hombre se fije en mí? ¡Qué repugnante!

Brenna sofocó una risita.

– Lo único que hacen es coquetear con Quinto -dijo. -Una de ellas debe ganar ascendencia sobre las otras si han de conquistar el corazón de tu primo. Los hombres y las mujeres han coqueteado desde siempre. Algún día habrá un hombre que te atraiga tanto que quieras coquetear con él, mi Cailin. Créeme.

Tal vez, pensó Cailin, pero ella seguía pensando que las tres muchachas que revoloteaban ante Quinto eran criaturas estúpidas. Cailin paseó entre la multitud de vecinos que llenaban los jardines de la villa. Nadie le prestaba mucha atención, pues no era su día sino el de sus hermanos. Cailin percibía la primavera en el aire. La tierra volvía a estar cálida y la brisa leve, aunque el día no era tan soleado como ellos habrían deseado. Entonces vio a Antonia Porcio, y antes de poder volverse en otra dirección Antonia la detuvo con gran alharaca y no hubo modo de eludirla.

– ¿Cómo estás, Antonia? -preguntó Cailin haciendo un esfuerzo para que le salieran las palabras, pues Antonia Porcio no sabía responder la pregunta más sencilla sin entrar en exasperantes detalles.

– Me he divorciado de Sexto -anunció Antonia melodramáticamente.

– ¿Qué? -preguntó Cailin asombrada.

Era la primera noticia que tenía de ello.

Antonia cogió a Cailin del brazo y le contó con tono confidencial:

– Bueno, en realidad se fugó con esa pequeña esclava egipcia. Papá se puso furioso. Dijo que no debía seguir casada con Sexto Escipión en esas circunstancias. ¡Y me concedió el divorcio! -Soltó una risilla tonta. -A veces, tener al magistrado jefe de Corinio por padre no es mala cosa. Me lo he quedado todo, claro, porque Sexto me deshonró en público. Padre dice que ningún magistrado honrado permitiría que una buena esposa y sus hijos sufrieran en esas circunstancias. Si Sexto vuelve alguna vez, encontrará que ha vuelto para nada, pero me han dicho que se han fugado a Galia. ¡Imagínate! ¡El dijo que estaba enamorado de ella! ¡Qué necio!