Unos momentos más tarde fueron acompañados a la misma habitación donde Cailin y Casia habían sido encerradas antes. Ahora, sin embargo, la habitación contenía una gran cama sobre una tarima, varias mesas bajas, una jarra de vino y dos copas, dos lámparas que ardían con aceite perfumado, una alta lámpara de suelo y, a los pies del colchón, el látigo que Wulf había pedido.

Joviano, que les había acompañado personalmente, parecía nervioso, y Wulf le sonrió con aire perverso.

– Cierra la puerta -pidió. -Quiero hablar contigo.

Joviano accedió con nerviosismo.

– Dile a Gabras que te he amenazado si no se nos concedía absoluta intimidad -dijo Wulf.

– ¿Qué quieres de mí, gladiador?

– Saber la naturaleza del peligro que Justino Gabras supone para Cailin Druso.

– Utilizará lo que ha ocurrido, lo que ocurrirá esta noche, para desacreditarla ante la corte imperial y el patriarca, que prohibirá entonces su matrimonio con el general Flavio Aspar. Eso es lo que pretende Gabras. El resto te lo puede contar la propia Cailin, si quieres escucharla.

– Es Wulf Puño de Hierro, mi marido -le susurró Cailin.

– ¿Que él es…? -exclamó asombrado Joviano Máxima. -¿Es verdad eso que dices, Cailin?

– Por esa razón he venido aquí, Joviano -admitió ella. -Cuando le vi en la arena no estaba segura. Tenía que cerciorarme antes de jurar mi fidelidad a Aspar.

Wulf y yo tenemos que hablar, y luego yo me quedaré en esta habitación hasta la mañana. Sin embargo, cuando amanezca, tendrás que ayudarme a regresar a Villa Mare. Y también a Casia. Si nos movemos con habilidad, podemos impedir que el príncipe Basilico se entere del incidente. Ella le ama.

Joviano hizo un gesto de asentimiento, aún no repuesto de la sorpresa.

– Sí, y el príncipe ama a Casia tanto como ella a él, pero no puede decírselo. Me lo contó una vez en que había bebido de más. Por la mañana se lo diré. Eso la consolará, supongo. Ahora debo dejaros o Gabras sospechará.

La puerta se cerró tras Joviano, y Wulf colocó la barra de madera que protegería su intimidad. El corazón de Cailin latía deprisa. ¡Verdaderamente era Wulf! Con manos temblorosas sirvió dos copas de vino y bebió nerviosa, mientras él se volvía y cogía su copa.

Se la bebió de un trago y dijo sin rodeo:

– Así que vas a casarte. Tienes aspecto de haber prosperado y de ser amada.

– Y tú, que me querías por mis tierras, no tardaste en abandonarlas. Me dijiste que estabas harto de pelear, pero quizá un gladiador gana más dinero, y no cabe duda de que tiene mayores privilegios que un soldado -replicó Cailin.

Había sido una locura ir allí, y más aún creer que todavía quedaba algo entre ellos.

– ¿Cómo llegaste a Bizancio? -preguntó él.

– En la bodega de un barco de esclavos, desde Marsella -respondió Cailin con aspereza. -Tuve que cruzar a pie toda Galia para llegar hasta aquí. Antes de eso, pasé el tiempo drogada en una pocilga para esclavos en Londres. -Bebió un sorbo de vino. -Creo que nuestro hijo vive, pero no sé qué hizo Antonia con él. ¿Alguna vez intentaste averiguarlo?

– Ella me dijo que tú y el niño habíais muerto en el parto -explicó él, y pasó a contarle lo que había ocurrido cuando fue a la villa de Antonia a buscarla.

– ¿Y nuestros cuerpos? -preguntó airada Cailin. -¿Ni siquiera exigiste ver nuestros cuerpos?

– Me dijo que os había incinerado; incluso me dio una cajita con vuestras supuestas cenizas. Las enterré con tu familia -terminó con aire indefenso. -Creí que lo habrías querido así.

El macabro humor de este comentario sorprendió a Cailin y se rió.

– Sospecho que enterraste una cajita con cenizas de madera o de carbón -dijo, apurando su copa y sirviéndose más.

– ¿Cómo es que conoces a Joviano Máxima? -preguntó él.

– Él me compró en el mercado de esclavos y me trajo aquí-respondió ella con frialdad. -¿Estás seguro de que quieres saber más?

«No es la misma Cailin que conocí y amé», pensó Wulf. Pero ¿cómo iba a serlo? Hizo un lento gesto de asentimiento y escuchó, y su expresión fue pasando de la ira al dolor y la compasión mientras ella le relataba su terrible peripecia. Cuando hubo terminado, él guardó silencio un largo momento y luego preguntó:

– ¿Permitiremos que Antonia Porcio destruya la felicidad de que disfrutábamos, Cailin?

– Oh, Wulf, nuestro tiempo ha pasado. Yo creía que te quedarías con las tierras de mi familia, que habrías tomado otra esposa y que tendrías otro hijo. ¿Cómo podría imaginar que volveríamos a encontrarnos aquí, en Bizancio, o en cualquier otro lugar del mundo?

Cailin suspiró y bajó la cabeza para ocultar las lágrimas que habían acudido a sus ojos.

– ¿O sea, que rehiciste tu vida? -preguntó él con amargura.

– ¿Qué podía hacer? -sollozó ella. -Aspar me rescató de este Hades de seda y me dio la libertad. Me acogió en su casa y me amó. Me ha ofrecido la protección de su nombre a pesar de todo. ¡He aprendido a amarle, Wulf!

– ¿Y has olvidado el amor que compartimos, Cailin? -preguntó con rencor y la atrajo bruscamente a sus brazos. -¿Has olvidado cómo eran las cosas entre nosotros, ovejita? -La besó en la ceja. -Cuando Antonia me dijo que tú y el niño habíais muerto quedé destrozado. No podía creerlo, pero como ya te he dicho, ella me entregó lo que afirmó eran vuestras cenizas. Regresé a casa y las enterré. Traté de seguir adelante, pero tú estabas en todas partes. Tu esencia impregnaba la casa y las tierras. Y sin ti no había nada. Nada tenía significado para mí si tú no estabas, Cailin. Una mañana desperté. Cogí el casco, el escudo y la espada y me marché. No sabía adónde iba, pero sabía que tenía que apartarme de tu recuerdo. Vagué por Galia y me dirigí a Italia. En Capua conocí a unos gladiadores en una taberna. Ingresé en la escuela que hay allí y cuando empecé a pelear pronto me convertí en campeón. No temía a la muerte. Ese temor es el mayor enemigo del gladiador, pero yo no lo tenía. ¿Por qué iba a tenerlo? ¿Qué tenía que perder que no hubiera perdido ya excepto mi vida, que para mí no tenía ya ningún valor?

– ¿Y conseguiste escapar de mi recuerdo con tus combates, con una jarra de vino o en los brazos de otras mujeres?

– Siempre has permanecido conmigo, Cailin. En mis pensamientos y en mi corazón. No pude escapar de ti.

La estrechó entre los brazos, aspirando su perfume y frotando la mejilla contra su cabeza. La piedra en que el corazón de ella se había convertido empezó a desmigajarse.

– ¿Qué quieres de mí, Wulf? -le preguntó con ternura.

– Nos hemos reencontrado, mi dulce ovejita. ¿No podríamos volver a empezar? Los dioses han hecho posible este reencuentro.

– ¿Con qué fin? ¿Qué ganaríamos con ello?

Él le levantó el rostro levemente y su boca la besó con suavidad. Sus labios eran cálidos y muy suaves, y cuando el beso se hizo más apasionado, el corazón de Cailin estuvo a punto de partirse en dos. ¡Todavía le amaba! Pero ¡también amaba a Aspar! ¿Qué podía hacer?

– Ya no sé qué está bien y qué está mal -dijo. -Oh, basta, Wulf. No puedo pensar.

– ¡No lo hagas! -exclamó él. -Dime que no me amas, Cailin, y te ayudaré a escapar de Villa Máxima ahora mismo. Me iré de Constantinopla y jamás volverás a verme. Quizá sería mejor así. Nuestro hijo está perdido para siempre, y la vida que llevas aquí es mejor para ti. La capital de la civilización te sienta bien, ovejita. Ya conoces el duro destino que nos espera en Britania.

Sin embargo, a pesar de sus palabras, la retenía entre sus brazos como si no pudiera soltarla.

Cailin guardó silencio durante lo que pareció una eternidad y luego dijo:

– Wulf, puede que el niño todavía esté vivo. De alguna manera lo percibo. ¿Qué clase de padres seríamos si ni siquiera fuésemos a buscarlo?

– ¿Y ese Flavio Aspar, el hombre con quien tienes que casarte? ¿Lo que hay entre vosotros no es suficiente para que te quedes con él?

– Hay muchas cosas entre nosotros -respondió ella con calma. -Más de las que puedes imaginar. Abandonaré muchas cosas para regresar a Britania contigo, Wulf, pero allí también nos esperan muchas cosas.

»Están nuestras tierras, de las que estoy segura que Antonia se ha apoderado de nuevo, y la esperanza de recuperar a nuestro hijo. La tierra no significa demasiado para mí. Me importa mucho más el amor de Aspar. Sin embargo, nuestro hijo inclina la balanza en tu favor.

»Una vez, hace mucho tiempo, nos prometimos en matrimonio. Ese matrimonio no sería reconocido por los que se hallan en el poder en Bizancio, ya que no se celebró en el seno de su Iglesia, pero los votos que hicimos en nuestra tierra son sagrados. No voy a negarlos ahora que sé que vives. Soy una Druso Corinio, y se nos enseña que cumplamos nuestras promesas no sólo cuando nos conviene sino siempre.

– Yo no soy un deber a cumplir -replicó él, ofendido.

Cailin percibió su tono y le sonrió.

– No. Wulf, no eres un deber, sino mi esposo, a menos que prefieras renunciar ahora a los votos que nos hicimos mutuamente en casa de mi abuelo aquella lejana noche de otoño. Sin embargo, recuerda que si me niegas a mí, niegas también a nuestro hijo.

– ¿Estás segura de lo que dices, ovejita?

– No, Wulf, no lo estoy -respondió ella con sinceridad. -Aspar ha sido muy bueno conmigo. Le amo y sé que le haré daño cuando le abandone; pero también te quiero a ti, y está nuestro hijo.

– ¿Y si no podemos encontrarle?

– Entonces habrá otros -respondió Cailin con suavidad.

– Oh, Cailin… -susurró él. -Quiero amarte como nos amamos en otro tiempo.

– Eso se espera de nosotros, ¿no? La puerta está atrancada y nos dejarán en paz hasta la mañana, pero debes quitarte esa túnica corta. ¡Por los dioses! Deja poco a la imaginación y prefiero verte sin ella.

Cuando los dos estuvieron desnudos a la vacilante luz de las lámparas, Cailin le contempló con avidez. Había olvidado muchas cosas, pero de pronto sus recuerdos acudían a su mente. Alargó el brazo y le acarició una cicatriz curva que tenía en el pecho.

– Esto es nuevo -observó ella.

– Me la hicieron en la escuela de Capua -dijo Wulf y extendió el brazo derecho hacia ella, -y ésta en los juegos de primavera en Rávena, el año pasado. Me hallaba bloqueando a un hombre que luchaba con red, y él esgrimió su daga. Murió bien.

Cailin se inclinó y le besó la cicatriz del brazo.

– Nunca más volverás a la arena, Wulf. Te perdí una vez, y no quiero perderte de nuevo.

– No hay ningún lugar seguro -señaló él. -Siempre acecha el peligro, amada mía.

Entonces le cogió el rostro con las dos manos y la besó en los labios, los ojos y las mejillas. Su piel era tan suave… Ella murmuraba en voz baja, la cabeza echada hacia atrás, tenso el cuello. Él le lamió ardientemente la garganta, deteniendo sus dedos en la base del cuello para sentir el pulso que latía.

– Te amo, ovejita-susurró. -Siempre te he querido.

De pronto Cailin pareció inflamarse de deseo y le cubrió de besos con sus labios y su lengua. Rozó la cicatriz del pecho con su boca y él gimió como si le doliera. Ella se irguió y se miraron profundamente a los ojos durante lo que pareció una eternidad. No había palabras para expresar lo que sentían. A continuación Cailin le acarició el miembro suavemente, deslizando los dedos hacia atrás para rozar con la mano su bolsa de vida.

– Vas a lisiarme, cariño -dijo él.

– No eres ningún novato -repuso ella- y no estaría mal que pusiera en práctica las cosas que he aprendido para nuestro mutuo placer.

Se puso de rodillas ante él y le besó el vientre y los muslos; luego le cogió el miembro en la boca y se aplicó hasta que él suplicó que parara y la puso en pie para besarla apasionadamente.

La guió hasta la tarima y se tumbaron en el colchón, los cuerpos entrelazados, sin dejar de besarse. Ella ya no era la muchacha tímida que Wulf había conocido. Sus manos eran atrevidas y le acariciaban con pericia. No sabía si sentir sorpresa o placer, pero al final cedió a éste. Había perdido una esposa joven y dulce y había recuperado una mujer apasionada. Acogiéndola en su brazo, empezó a acariciarle el cuerpo y ella se acurrucó junto a él ronroneando como una gatita, alentándole a seguir y gimiendo suavemente a medida que se excitaba.

Él le acarició con ternura los pechos y se inclinó para lamerle los pezones. El sabor de ella le excitaba y siguió lamiéndole la suave piel, recorriéndole el cuerpo entero con la lengua: entre los senos, por la garganta, hasta el vientre.

Cailin gemía y casi sollozaba.

– ¿Sabes complacer a una mujer como yo te he complacido?

– Sí -respondió él con voz ronca, y bajó la cabeza para llegar a su pequeña joya y penetrarla profundamente.

– ¡Aahhh…! -exclamó ella arqueando el cuerpo.