Cada mañana se ponían a trabajar a la salida del sol, hasta que varios días después la casa volvió a tener techumbre. Río de Vino llegó con Nuala y se ocupó de reparar los muebles.
Un día, Cailin se sentó en un banco fuera de la casa con su prima.
– A tu padre le gusta tu nuevo esposo; parece un buen hombre -observó.
– No es Bodvoc -admitió Nuala, -pero nunca habrá otro como él. Río de Vino me ama ciegamente y es muy bueno. Si bien la vida ya no resulta excitante para mí, al menos no soy desdichada. ¿Recuerdas la vieja pitonisa que en la feria de Beltane, hace años, me dijo que tendría dos maridos y muchos hijos? Bueno, tenía razón. Bodvoc y yo engendramos dos niños antes de que él muriera. -Se llevó la mano al vientre en gesto protector. -Río de Vino y yo nos casamos el pasado diciembre, en el solsticio. Y ya espero nuestro primer hijo.
– Eres afortunada -dijo Cailin. -Yo ignoro qué le ocurrió al hijo que tuve con Wulf antes de que me raptaran. Ni siquiera sé si fue niño o niña.
– Tendrás otros -la animó Nuala.
– Será difícil si Wulf y yo no podemos tener un poco de intimidad -repuso Cailin con una sonrisa irónica. -Nuestro reencuentro fue rápido y enseguida abandonamos Bizancio. Navegamos durante cuarenta días en un pequeño barco mercante, sin ninguna posibilidad de estar a solas. Luego viajamos por toda Galia con un grupo de mercaderes y Nellwyn a nuestro lado constantemente. Una vez en Britania, viajamos siempre juntos hasta llegar a casa. Hemos estado tan ocupados reparando los daños causados por ese maldito Ragnar… Simplemente no tenemos tiempo, Nuala. Sé que lo tendremos, pero ¿cuándo? En cuanto al niño perdido, si está vivo queremos recuperarlo. Es sangre de nuestra sangre y tiene una herencia de la que sentirse orgulloso.
– Comprendo cómo te sientes -observó Nuala. -Si el pequeño Comió y Morna me fueran arrebatados, haría lo imposible por recuperarlos.
– Mira, en la ladera de esta colina hay un jinete -dijo Cailin de pronto a su prima. -¿Sabes quién es?
Nuala aguzó la vista y contestó:
– No lo sé, pero podría ser uno de los hombres de Ragnar. Sí, creo que podría serlo, pues se ha dado la vuelta y se va. Será mejor que se lo digamos a tu esposo.
Wulf y los otros hombres estaban colocando puertas de roble nuevas en la casa cuando Cailin y Nuala le hablaron del jinete que habían visto en la colina.
– Todavía no hemos tenido tiempo de construir la valla, pero al menos podemos cerrar la puerta -dijo Wulf. Se volvió hacia Río de Vino. -¿Qué opinas? ¿Regresará con un grupo armado?
– Probablemente era un cazador que pasaba por allí por casualidad -respondió Río de Vino. -En todo caso creo que somos suficientes para hacerles frente, mi señor. Advertiré a los hombres que estén en guardia hasta que veamos qué ocurre. Nuala, entra en casa. No me agradará que estés fuera si se produce un ataque.
– Te ha llamado «mi señor» -observó Cailin en voz baja a su esposo, después de que Nuala obedeciera a Río de Vino.
– Varios hombres empiezan a hacerlo -dijo Wulf. -Es normal. Soy su jefe, ovejita. Tengo intención de ser el jefe supremo de estas tierras y de todas al norte y el este del territorio que en otro tiempo fue dobunio, si puedo retenerlas. Tengo derecho a ello. El primer problema que he de solucionar es Ragnar Lanza Potente. Si quiere puede quedarse con el territorio del sur y el oeste pero estas tierras son nuestras y pelearé por ellas.
– Yo estaré a tu lado, mi señor esposo -dijo Cailin.
Él la rodeó con un brazo.
– Sobreviviremos a esto, y dejaremos un valioso legado a nuestros hijos. Nadie volverá a quitarnos nuestras tierras.
– Y conseguiremos que Antonia Porcio nos cuente qué le ocurrió a nuestro hijo. No parí un hijo tan grande como para quedar desgarrada. Hay algo que no consigo recordar referente a estos últimos momentos, Wulf. Recuerdo claramente haber oído el llanto de un niño sano, pero hay algo más… ¡Sé que nuestro hijo está vivo!
– Si lo está, le encontraremos -prometió Wulf.
En lo alto de la colina apareció una docena de hombres a caballo que iniciaron el descenso. Al frente iba un corpulento nombre con casco y una larga lanza.
– Estaré a tu lado -dijo Cailin, previendo la objeción de su marido. -Jamás he temido a ningún hombre, y menos de nuestras propias tierras.
Él guardó silencio, pero se sintió orgulloso de tenerla por esposa. Era una mujer fuerte que había sobrevivido a la esclavitud y sin duda concebirían hijos fuertes y sanos.
Los jinetes descendían la colina sin descanso. Ragnar Lanza Potente observó a la silenciosa pareja mientras se aproximaba. El hombre era un guerrero, estaba seguro, no era un granjero sajón al que pudiese intimidar fácilmente. La mujer era hermosa, pero tampoco era una mujer sajona. Una britana, probablemente, y una mujer orgullosa a la que costaría someter. Ella permaneció al lado del hombre sin demostrar ningún temor, casi en actitud desafiante. Tenía un cuerpo del que le gustaría disfrutar, pensó, y la expresión de su cara indicaba que era una mujer que conocía y disfrutaba con la pasión.
Cuando los jinetes se detuvieron ante Wulf y Cailin, su jefe dijo con voz dura y profunda:
– Estás invadiendo una propiedad que no te pertenece.
– ¿Tú eres el salvaje que intentó quemar mi casa? -preguntó Wulf con frialdad. -Si lo eres, me debes una compensación y la quiero ahora.
No era la respuesta que Ragnar esperaba. Miró furioso a su antagonista y espetó con fiereza:
– ¿Quién eres?
– Soy Wulf Puño de Hierro y ésta es mi mujer, Cailin Druso. ¿Quién eres tú y qué haces en mis tierras?
– Soy Ragnar Lanza Potente y estas tierras son mías -replicó. -Las protejo para una de mis esposas, Antonia Porcio.
– Estas tierras no pertenecen a Antonia Porcio -respondió Wulf- y nunca le han pertenecido. Son propiedad de la familia Druso Corinio, que las recibió en herencia. Mi esposa Cailin es el único miembro superviviente de esa familia. Estas tierras son suyas. Yo las protejo por ella. Hemos estado en Bizancio y al regresar encontramos mi casa medio destruida, mis pertenencias robadas o destrozadas y mis esclavos desaparecidos. Supongo que todo esto ha sido obra tuya, ¿o me equivoco? -concluyó Wulf, mirando con dureza al hombre.
– ¿Esperas que te crea? -replicó Ragnar. -No soy tonto. ¿Por qué iba a creerte?
– ¿Todavía vive el viejo Antonio Porcio? -preguntó Wulf.
– Sí, vive en mi casa -respondió Ragnar.
– ¿Y todavía está en sus cabales?
– Sí. ¿Por qué lo preguntas?
– Porque él puede dar fe de la verdad de mis palabras. Iré contigo ahora. Comprobarás que digo la verdad.
– Está bien. Quiero que aclaremos este asunto cuanto antes -respondió con aspereza.
Ragnar examinó los trabajos de restauración de la casa. Lo que vio le causó una gran impresión. Sabía que aquel Wulf Puño de Hierro no habría invertido su tiempo y esfuerzo para nada. No parecía la clase de hombre que corría riesgos innecesarios, y el hecho de que conociera a Antonio Porcio por su nombre hacía intuir a Ragnar que decía la verdad. ¿Por qué Antonia le había mentido?
Wulf y Cailin reaparecieron a caballo, rodeados por una docena de hombres armados.
– Estos hombres nos escoltarán -dijo Wulf con el semblante serio. -No sé qué puedo encontrar.
Ragnar hizo un gesto de afirmación.
– No me ofendes, pero tienes mi palabra de que no recibirás ningún daño de mi parte en el día de hoy. Soy un hombre honorable. ¡Vámonos!
Hizo dar media vuelta a su caballo y se alejó con el pequeño grupo de secuaces detrás. Mientras cabalgaban, Ragnar se preguntó en qué otras cosas le había mentido Antonia. El año anterior había cruzado como un tornado aquellas tierras. Como la había encontrado desprotegida, había reclamado a la mujer y sus propiedades para él. Tenía otras dos esposas. Harimann y Perahta, sajonas ambas. Eran esposas abnegadas. Cada una le había dado un niño y una niña. Antonia también tenía dos hijos, un niño y una niña. No quería convertirse en su esposa, pero él la había violado delante de su padre y criados en el atrio de su casa, con lo que le fue imposible seguir negándose.
Antonia era una mujer extraña, y se daba aires, pero aparte de sus tierras no tenía ningún valor salvo una cosa: nunca había conocido él una compañera de cama más ávida y apasionada. Mientras Harimann y Perahta eran complacientes, Antonia era vehemente y poseía los instintos de una hábil prostituta. La toleraba sólo por eso. Ahora, sin embargo, empezó a preguntarse si había hecho un mal negocio. ¿Sus habilidades en la cama merecían los quebraderos de cabeza que estaba a punto de causarle?
En el lugar donde antes se había erguido la villa de Antonia con toda su gloria ahora sólo había ruinas. Cerca, habían construido una nueva casa, rodeada por una valla de piedra. Entraron por unas puertas hechas con las viejas puertas de bronce de la villa.
– Tus hombres son bienvenidos en mi casa -dijo Ragnar.
– Me has asegurado que estaremos a salvo -repuso Wulf. -Les dejaré fuera salvo a tres como muestra de mi buena fe. Corio y Río de Vino, venid conmigo.
– ¡Sí, mi señor! -respondieron los dos hombres al unísono.
Eso impresionó a Ragnar. Los hombres de Wulf evidentemente eran muy leales, y no sólo había sajones sino también celtas.
Entraron en un gran vestíbulo. Había varios hoyos para el fuego pero la ventilación era escasa y el humo llenaba la estancia. Dos mujeres corpulentas y bonitas, con largas trenzas rubias y niños pequeños a sus pies, estaban sentadas tejiendo y charlando.
– ¡Antonia! ¡Ven aquí! -llamó Ragnar con fuerte voz.
– Enseguida, mi señor -contestó ella, y se acercó con una falsa sonrisa de bienvenida. Le odiaba y odiaba todo lo que él representaba.
– ¿Conoces a esta gente, Antonia? -preguntó él sin prolegómenos.
Antonia miró a Cailin y luego a Wulf. Se llevó la mano al pecho y palideció. El corazón empezó a palpitarle desbocadamente. Le costaba respirar y jadeaba como un pez fuera del agua. Jamás había sentido tanto miedo como en ese momento, pues ante ella se encontraba su peor pesadilla. ¿Cómo habían sobrevivido? No importaba. Habían sobrevivido a su venganza y ahora, evidentemente, venían a cobrar la suya. Retrocedió un paso soltando un agudo chillido.
– ¡Bruja malvada! -exclamó Cailin, sorprendiendo a los hombres al dar un salto hacia Antonia. -No esperabas volver a verme en esta vida, ¿verdad? Pero aquí estoy, Antonia, ¡sana y salva! ¡Ahora dime dónde está mi hijo! ¡Quiero a mi hijo! ¡Sé que lo tienes tú!
– No sé de qué estás hablando… -gimió Antonia.
– Mientes -dijo Wulf con los ojos centelleantes de ira. -Mientes como mentiste cuando me dijiste que Cailin había muerto en el parto de un hijo que la había desgarrado y que también había muerto. Y mentiste cuando dijiste que habías incinerado sus restos. Encontré a mi esposa en Bizancio por azar cuando se disponía a casarse con otro hombre. ¡Maldita seas, Antonia! ¡Deseo matarte ahora mismo! ¿Sabes cuánta desdicha nos has causado? Y una vez más intentaste robarnos nuestras tierras, pero no lo conseguirás, como tampoco lo conseguiste en el pasado.
– ¿Te hizo daño, Wulf? -preguntó de pronto Antonia echando fuego por los ojos. -¿Saber que Cailin había muerto te causó un dolor insoportable? Me alegro de que así fuera. ¡Me alegro mucho! Ahora conoces el dolor que me causaste a mí cuando mataste a mi amado Quinto. Quería que sufrieras. Y quería que Cailin también sufriera. Si no hubiera regresado de su tumba aquella primera vez, tú no habrías matado a mi esposo y yo no habría perdido a mi segundo hijo. Toda mi desdicha os la debo a vosotros dos, y ahora estáis aquí de nuevo para perjudicarme. ¡Malditos seáis! ¡Os odio a los dos!
– ¡Devuélveme a mi hijo, zorra! -espetó Cailin furiosa.
– ¿Qué hijo? -preguntó Antonia con cinismo. -No tienes ningún hijo, Cailin. El niño murió al nacer.
– No te creo. Yo oí llorar a mi hijo antes de que tus hierbas me dejaran inconsciente. ¡Devuélvemelo!
– Haz lo que pide, Antonia. Dale la niña.
Antonio Porcio había entrado en el recinto y se acercó a ella. Parecía haber envejecido mucho, su paso era lento y tenía el pelo blanco como la nieve, pero fueron sus ojos tristes lo que conmovió a Cailin. El anciano cogió la mano de Cailin.
– Me dijo que habías muerto y que Wulf no quería al bebé -dijo. -Afirmó que lo criaría por bondad, pero ahora veo que no hay bondad en el corazón de mi hija. Es negro a causa de la amargura y el odio. La niña tiene el color de la piel de tu esposo, pero las facciones son tuyas. Cada día se parece más a ti, y últimamente Antonia ha empezado a odiarla por ello.
– ¿Una niña? -susurró Cailin, y de pronto exclamó, dirigiéndose a su esposo: -¡Esto es lo que dijo ella, Wulf! Ahora lo recuerdo. Lo último que oí antes de quedar inconsciente el día en que nació tu hija fue a Antonia decir: «Siempre he querido tener una hija.» ¡Tenemos una hija, Wulf! Dámela, víbora. ¡Entrégame a mi hija!
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