Harimann, la primera esposa de Ragnar, se acercó con una niña pequeña de la mano.
– Ésta es vuestra hija, señora. Se llama Aurora. Es una niña buena, aunque Antonia le pega.
Cailin se arrodilló y cogió a la niñita en sus brazos. Faltaban varios meses para su tercer cumpleaños, pero era alta. Llevaba la túnica hecha jirones y el pelo rubio sucio y enredado. Tenía una expresión asustada en los ojos, y en la mejilla exhibía un moretón. Cailin miró a Antonia y dijo:
– Pagarás caro por esto. -Luego abrazó a la temblorosa niña y por fin la dejó en el suelo para poder mirarse a los ojos. -Soy tu madre, Aurora. He venido a llevarte lejos de aquí. No tengas miedo.
La niña se limitó a mirar fijamente a Cailin con grandes ojos.
– ¿Por qué no habla? -preguntó Cailin.
– A veces lo hace -respondió Harimann, -pero siempre tiene miedo, pobrecilla. Nosotras hemos tratado de suavizar la demoníaca rabia de Antonia hacia Aurora, pero eso sólo la enfurecía más. Está muy débil. Antonia le escatimaba el alimento. Nosotras procurábamos darle de comer a escondidas. Sin embargo, el hijo de Antonia nos delataba. Entonces ella pegaba a la niña. Últimamente no quería aceptar la comida que le dábamos por miedo a ser castigada. El chiquillo también abusa de ella.
– Veo que Quinto se parece mucho a su padre -observó Cailin con desdén. -Tienes motivos para estar orgullosa, Antonia. -Se volvió hacia Antonio Porcio. -¿No pudisteis hacer nada para impedir esta ignominia, señor?
– Lo intenté -respondió el anciano, -pero soy viejo, Cailin Druso, y mi estancia en esta casa depende de la buena voluntad de mi hija.
– Decidle a Ragnar Lanza Potente que las tierras son mías -le indicó.
– Lo haré, Cailin -respondió él y se volvió hacia su yerno sajón. -Las tierras que reclama son de su familia y le pertenecen. Antonia no tiene ningún derecho a quedárselas. Ella me decía que las conservaba para Aurora, pero ahora sé que no es cierto.
Ragnar asintió con la cabeza.
– Entonces, asunto zanjado -dijo.
– Asunto zanjado -repitió Wulf. Se inclinó y cogió a la niña en brazos. -Soy tu padre, Aurora. ¿Quieres decirme «padre», pequeña?
La niña asintió; sus ojos eran enormes y azules.
Él sonrió.
– Me gustaría oírlo, hija mía. -Ladeó la cabeza, como si escuchara con atención.
– Padre -susurró la niña tímidamente. Wulf le dio un beso en la mejilla. -Sí, cielo, soy tu padre, y jamás permitiré que nadie vuelva a hacerte daño. -Se dirigió a Cailin y a sus dos acompañantes y dijo: -Vámonos a casa.
– ¿No os quedaréis a pasar la noche? Tengo una hidromiel muy buena -ofreció Ragnar con jovialidad. -Y en el fuego se está asando un verraco.
– Gracias, pero no -respondió Wulf. -La última vez que abandoné mi casa vinieron unos salvajes y la incendiaron. No quiero correr más riesgos.
– Todavía queda la cuestión de nuestros esclavos -planteó Cailin.
– Tienes razón -dijo su esposo.
– Yo puedo separar los siervos de Druso Corinio de los de Antonia -se ofreció el anciano Porcio.
– Entonces hacedlo -terció su yerno- y ocupaos de que sean devueltos cuanto antes. No quiero que existan disputas entre Wulf Puño de Hierro y yo. Al fin y al cabo vamos a ser vecinos.
Cuando Wulf y Cailin hubieron partido, Antonia espetó furiosa a su esposo:
– Has sido un necio no matándoles, Ragnar. Wulf no es ningún cobarde y no dejará que le robes ni un metro de tierra. ¡Tendrás suerte si no se queda con las nuestras!
Él le soltó una fuerte bofetada que la hizo tambalear.
– Jamás vuelvas a mentirme, Antonia -le dijo. -La próxima vez te mataré. En cuanto a Wulf Puño de Hierro, con el tiempo conseguiré sus tierras y también a su esposa. Su belleza me hace arder la sangre.
Antonia se llevó la mano a la dolorida mandíbula.
– Te odio -gimió. -¡Algún día te mataré, Ragnar!
Él soltó una carcajada.
– No tienes valor para hacerlo, Antonia. Y si lo tuvieras, ¿qué sería de ti después? ¿Quién te protegerá a ti y a estas tierras? Al próximo hombre podría no importarle que vivas o que mueras. No eres ninguna belleza. Tu rostro refleja tu amargura y cada día eres menos atractiva.
– Lamentarás tus crueles palabras -le advirtió ella.
– Ten cuidado -respondió él- de que no os eche a la calle a ti, a tu lloroso retoño y a tu viejo padre. No te necesito, Antonia. Te conservo porque me diviertes en la cama, pero al final incluso ese encanto tuyo puede desaparecer.
Ella le miró furiosa y salió de la casa. Cruzó el patio, se dirigió hacia las puertas y se detuvo. Vio a Wulf y a su grupo a lo lejos y les maldijo en voz baja. Lo pagarían. Todos lo pagarían.
– Alguien nos está observando -dijo Cailin mientras cabalgaban.
Wulf se volvió un momento y dijo:
– Es Antonia.
– Nos odia -repuso Cailin. Besó la cabecita de Aurora, que iba sentada delante de ella sobre la yegua negra.
– No temo el veneno de Antonia -señaló él, -sino a Ragnar. No creo que se quede satisfecho hasta que nos haya vuelto a arrebatar las tierras. Es un hombre fiero, pero yo contendré su codicia.
– Esperará a que plantemos los campos y recolectemos el grano antes de atacarnos -intervino Río de Vino. -Pero eso nos dará tiempo para reforzar nuestras defensas.
– ¿Por qué habría de esperar tanto? -preguntó Cailin.
– Porque si ataca después de la cosecha podrá destruir el grano y el heno, condenándonos así a nosotros y los animales a morir de hambre el próximo invierno.
– ¿Tan perverso es? -quiso saber Cailin.
– Todavía no lo sabemos, ovejita -dijo Wulf, -pero lo sabremos. También cabe la posibilidad de que Ragnar se alíe con otro guerrero.
– No lo creo -opinó Río de Vino. -Creo que para él será una cuestión de orgullo derrotarte sin ayuda.
– Tal vez. -Wulf sonrió con malicia. -Tenemos una ventaja que nuestro amigo Ragnar desconoce: nuestras aldeas en la colina. En los próximos días decidiremos si vamos a defenderlas, y luego pondremos en práctica nuestros planes para repeler el ataque de Ragnar.
– Tendrás que matarle, y también a Antonia -dijo Cailin con crudeza.
– ¿Lo sabes con seguridad? ¿Tu voz interior te lo dice?
Ella asintió.
– Así es, mi señor.
– Entonces, así se hará -convino él con tono sombrío, -pero esperaremos a que Ragnar dé el primer paso. ¿De acuerdo?
– ¡Sí, mi señor! -respondieron con entusiasmo sus hombres.
CAPÍTULO 16
Las aldeas nunca habían poseído nombre. En los tiempos pasados se conocían simplemente por el nombre de quien mandaba, lo que con frecuencia provocaba confusiones. Ahora Wulf decidió que cada aldea necesitaba un nombre que no cambiara con cada nuevo jefe. Los britanos ya no eran un pueblo nómada.
La antigua fortificación de Berikos en la colina fue re-colonizada y llamada Branddun, colina de la almenara, pues como se hallaba en un punto elevado sería el lugar donde construir almenaras para encender fuego. La aldea de Epilo se convirtió en Braleah, que significaba pradera de la falda de la ladera, y en realidad tenía una muy bonita, como descubrieron la mañana de su regreso. Las otras dos aldeas fueron denominadas Denetum, porque ahora pertenecía a los propietarios del valle, y Orrford, porque estaba situada junto a un arroyo cuyas aguas poco profundas resultaba un perfecto lugar de cruce para el ganado. La casa se llamaba Caddawic, que significaba propiedad del guerrero.
Wulf y los hombres de las aldeas establecieron un acuerdo. A cambio de reconocerle como jefe supremo, él les dirigiría y protegería. Todas las tierras en el pasado reclamadas por los celtas dobunios ahora fueron cedidas a Wulf y sus descendientes. Los habitantes de la aldea recibirían los derechos de utilizar los campos comunes, los jardines de la cocina y de pacer sus animales en los pastos comunes.
Sus hogares les pertenecían, pero no la tierra. Tenían derecho a poseer ganado, caballos, cerdos, aves de corral, gatos y perros. Trabajarían tres días por semana para su jefe supremo realizando diversas tareas. Cuidarían sus campos y su ganado. Los que poseían alguna habilidad especial, como el tonelero, los techadores y los herreros, también aportarían sus esfuerzos. Todos dedicarían cierto tiempo a entrenarse para la defensa de las tierras.
Si llegaba la guerra, Wulf les dirigiría. Él sería padre, juez, guerrero y amigo para todos ellos. Era diferente de todo lo que ellos habían conocido jamás, pero a Epilo y los demás les parecía la mejor manera de vivir en aquel mundo sometido a constantes amenazas. Necesitaban estar unidos y un caudillo fuerte a quien otros hombres ambiciosos respetaran y temieran.
Las mujeres, entre ellas Cailin, plantaban los campos. Se ocupaban del grano mientras crecía y de los animales mientras los hombres construían defensas para las aldeas. Las defensas de la casa las dejaron para el final, pues sabían que Ragnar había apostado un hombre para espiarles en la colina. Calmaron al marido de Antonia dándole una falsa sensación de seguridad, ya que la casa no estaba defendida por barrera alguna. Ragnar no sabía que cada una de las aldeas próximas se estaba preparando para defenderse en caso de que él las descubriera, como con el tiempo ocurriría. A mediados de verano por fin retiró a su espía, decidiendo que su tiempo se podía aprovechar mejor en otra parte que ganduleando en la colina. La casa de Wulf sería suya cuando él decidiera apoderarse de ella, se jactaba Ragnar ante sus esposas.
Antonia, con el cuerpo magullado por una reciente paliza que su esposo le había propinado, meneó la cabeza con pesar. Estaba segura de que estaba embarazada. Eso al menos mitigaría un poco la irritación de Ragnar hacia ella, lo que le daría tiempo para pensar. Su esposo sajón iba a perderlo todo si ella no intervenía en el asunto. Ragnar no era un hombre muy listo, sino más bien como un toro. Y también había que pensar en su querido hijo Quinto. Las tierras que Ragnar afirmaba haber conquistado en realidad eran de Quinto. No podía permitir que aquel sajón prepotente se las robara.
Entretanto, cuando Ragnar retiró a su espía, Wulf y sus hombres empezaron a construir una defensa alrededor de la casa. Era un terraplén que coronaron con un muro de piedra. Sobre el muro dispusieron pequeñas torres de madera que ofrecían una excelente visión del valle circundante. Río de Vino trabajaba largas horas en su herrería haciendo puertas para las murallas con sólido roble viejo, de treinta centímetros de grosor y revestidas de hierro forjado.
Siempre había bullicio en la casa, que se encontraba llena de hombres de Wulf. Había mucho trabajo que hacer, y aún más que vigilar. Como ama del lugar, era obligación de Cailin dar instrucciones. Parecía no tener tiempo para sí misma ni intimidad alguna.
Un día, en un intento por buscar un respiro, subió la escalera que conducía a la buhardilla. No era un sitio espacioso, pues sólo cubría una tercera parte de la casa. Había cuatro espacios para dormir en las paredes de piedra, desprovistos de ropa de cama, pues ella y Wulf dormían abajo, con todos los demás.
Cailin suspiró, recordando los primeros días de su matrimonio, cuando él apenas podía esperar a reunirse en la cama con ella. Desde aquella maravillosa noche en Bizancio no habían tenido ocasión de copular. Wulf parecía totalmente absorbido por la tarea de levantar las defensas de la casa. Se acostaba tarde, cansado, y jamás la despertaba. Ella había probado varias veces a esperarle, pero era inútil. También ella estaba agotada, pues sus jornadas eran largas y empezaban temprano.
Un rayo de sol penetraba por una de las dos estrechas ventanas, iluminando parcialmente la buhardilla y Cailin empezó a visualizarla como la había imaginado. Su telar estaría junto a una ventana para aprovechar la luz. Habría una mesa rectangular de roble con dos sillas para comer en privado. Los espacios para dormir estarían vacíos, excepto el que emplearían ellos. Con el tiempo su familia compartiría esa estancia, pero no al principio. ¡De momento disfrutarían de su intimidad!
Una idea acudió a su mente. ¿Por qué no acondicionan ahora mismo la estancia? Tenía el telar, y el mobiliario se hallaba en un rincón de la casa, abajo, acumulando polvo. Cailin se acercó a dos estrechas ventanas hechas con membrana animal y las abrió. Penetró un aire cálido que la estimuló de inmediato. Dejó las ventanas abiertas y volvió a bajar al piso principal. Vio a su primo Corio a la mesa comiendo pan con queso y le llamó.
– Corio, ven a ayudarme.
Él se puso en pie.
– ¿Qué necesitas, prima?
Cailin se lo explicó, y en un santiamén Corio, con ayuda de varios hombres jóvenes, había subido el telar, la mesa, las sillas y la ropa de cama a la buhardilla.
– Lleva también el brasero -indicó ella, entregándole el calentador de hierro con el que habían viajado a través de Galia.
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