«Estúpido asno en celo», pensó Aelfa mientras le sonreía. Levantó el odre de vino y fingió beber antes de entregárselo.

– Mmm, está bueno -dijo.

Él bebió y un poco de líquido le resbaló por la espesa barba rubia.

Branhard dejó que el dulce y fresco vino le bajara por la garganta. Era la mejor bebida que jamás había probado. Wulf Puño de Hierro vivía bien. Devolvió el odre a Aelfa y se puso a juguetear con sus grandes pechos.

– Eres la mejor folladora que jamás he conocido, zorra -le dijo a modo de cumplido, -y tu coño es el mejor que jamás he embestido. ¡Te lo juro! Sabes realmente cómo dar placer a un hombre, Aelfa. Apenas puedo creerlo, pero estoy listo para poseerte otra vez. Por detrás, muchacha -dijo, sacándose el miembro de debajo de la ropa y empujando a la joven al suelo.

Lo que le faltaba en sutileza lo compensaba con resistencia y fuerza bruta, pensó Aelfa mientras fingía estar arrebatada por la pasión. Había obtenido placer con él la primera vez, pero ahora no podía permitirse ese lujo. Cuando la lujuria del hombre volvió a explotar y él se apartó exhausto, ella le ofreció una vez más el odre, sonriéndole para alentarle mientras él bebía largos sorbos de vino. Esta vez, en pocos instantes Branhard quedó inconsciente. Aelfa suspiró de alivio. En realidad las entusiastas atenciones de aquel hombre la habían dejado dolorida. Un tercer encuentro con él sin duda la habría dejado en carne viva.

Se incorporó y, tras mucho esfuerzo, consiguió arrastrar el cuerpo inerte hasta la silla. La cabeza de Branhard le cayó sobre el pecho. Tenía aspecto de estar dormitando. Aelfa se marchó de la casita y regresó corriendo a la casa. Al entrar, se apresuró a ir a acostarse. La casa se hallaba en silencio y los únicos sonidos que se oían eran los ronquidos de sus moradores.

Aelfa se vistió y volvió a la casita del vigilante, donde Branhard seguía inconsciente. Se sentó en el suelo, donde nadie la vería, y esperó al amanecer. Entonces se puso de pie, se desperezó y se dirigió directamente a las puertas del muro de Caddawic. Lentamente y con dificultad empujó la robusta barra que atrancaba las puertas. En lo alto, el cielo se iba iluminando con rapidez. El sudor, debido en parte al ejercicio y en parte al temor a ser descubierta, le resbalaba por la espalda. Cuando por fin logró retirar la tranca, la puerta se abrió a un nutrido grupo de hombres armados.

– Tío -dijo Aelfa con aire pícaro, -bienvenido a Caddawic.

– Lo has hecho muy bien, sobrina -dijo Ragnar Lanza Potente, y cuando entró con sigilo, seguido de sus hombres, en el patio, preguntó: -¿Dónde está el ama de la casa? ¿Y cuánto falta para que Wulf Puño de Hierro regrese?

– Cailin duerme en la buhardilla con los niños -respondió Aelfa. -En cuanto a su esposo, regresará dentro de unos días.

– Asegura este lugar -indicó Ragnar a su segundo en el mando, Haraldo, y luego se volvió hacia Aelfa. -Ve a buscar a Cailin y a los niños, muchacha. Y también quiero comida.

– Muy bien, tío Ragnar.

Entró presurosa en la casa y entonces se dio cuenta, demasiado tarde, de que Cailin siempre retiraba la escalera de acceso a la buhardilla por la noche. No había otro modo de entrar en la estancia. Cuando Ragnar entró en la casa, ella le explicó el problema.

– No importa -dijo él. -A una hora u otra tiene que bajar, y yo estaré esperándola. Cailin es una mujer de lo más apetitosa.

– ¿La deseas? -preguntó Aelfa con sorpresa. A ella le parecía que Cailin era demasiado estirada y virtuosa para su lujurioso tío. También era demasiado vieja, pues tenía más de veinte años.

– No te dejes engañar por su aire digno y sus modales, muchacha -repuso él. -Debajo de todo eso hay una mujer, y una mujer apasionada, te lo aseguro.

Los adormilados y sorprendidos habitantes de Caddawic fueron despertados y llevados a presencia de Ragnar. Fuera, los hombres armados fueron rodeados, maniatados y obligados a entrar en la casa, incluido el semiconsciente Branhard.

– Ahora este lugar es mío por derecho de conquista -anunció Ragnar con voz potente. -No se os hará ningún daño si obedecéis mis deseos. Si intentáis rebelaros, moriréis. Ahora, comenzad el día como lo haríais normalmente, y que alguien me traiga comida. ¡Estoy muerto de hambre!

Por un momento le miraron, medio dormidos y sin saber qué hacer. ¿Cómo había sucedido? ¿Cómo había entrado Ragnar a Caddawic?, pensaban todos.

– De momento obedeceréis a Ragnar -dijo Cailin. -No quiero que nadie sufra daño. -Estaba preciosa en su túnica verde oscura adornada con hilos de oro. Se volvió hacia Ragnar y preguntó con tono altivo: -¿Cómo has entrado?

Ragnar la devoraba con los ojos. Era una belleza, y ¡aquella noche la tendría debajo!

– Gracias a un caballo de Troya -respondió él. -¿Conoces la historia? Antonia me la contó.

Cailin asintió.

– La conozco bien -declaró ella, y entonces comprendió. Su mirada recorrió la habitación y encontró lo que buscaba. -Aelfa -dijo. -Aelfa ha sido tu caballo de Troya, ¿verdad? ¿Quién es?

– La hija mayor de mi hermano Gunnar. Tiene quince años y es muy astuta -respondió él, riendo.

– Aelfa nos ha traicionado -explicó Cailin a su gente. -Es sobrina de Ragnar Lanza Potente.

Branhard soltó un potente rugido.

– ¡Zorra! -gritó, y se arrojó ante Cailin. -¡Señora, debéis perdonarme! La deseaba y ella lo sabía. Anoche acudió a mí, cuando hacía guardia, y me ofreció su cuerpo. Luego me dio de beber vino con alguna sustancia narcótica. ¡Por mi culpa han tomado la casa! ¡Perdonadme!

– Eres un necio, Branhard, pero levántate y ocúpate de tus deberes. Lo hecho, hecho está, aunque no es probable que escapes a algún castigo cuando mi esposo regrese.

Branhard se puso en pie. Su tez había palidecido. Parecía a punto de marearse.

– Gracias, señora -logró decir.

Cailin comprendió ahora por qué Aelfa había puesto su atención en el pobre Branhard y el desventurado Alberto: se trataba de los dos hombres asignados a la caseta de guardia. Se turnaban para la vigilancia por la noche. A Aelfa no le importaba ninguno de los dos, y el pobre Alberto habría podido ser su víctima si aquella noche hubiera estado de guardia. Sólo fue la mala suerte lo que hizo que le tocara a Branhard.

– ¿Cómo se comunicó Aelfa contigo? -preguntó Cailin a Ragnar cuando se sentaron a la mesa y la casa recuperó algo parecido a la normalidad. -Notaba que había algo extraño, pero no sabía qué era.

Él miró ansioso hacia donde los criados aparecerían con la comida. Ragnar recordaba muy bien la buena mesa de Cailin.

– Tenía un hombre en la colina, observando, desde el día en que hallasteis a la chica a la puerta -explicó a Cailin, y bebió un buen trago de la espesa cerveza negra que le habían servido. -Jamás he probado nada mejor -masculló con una sonrisa.

– Entonces fue ayer -dijo Cailin lentamente. -Ayer por la tarde se puso en contacto con tu hombre, cuando salió, aparentemente para recoger bayas, pero no se llevó ninguna cesta. Supe que mentía, pero no podía saber el motivo de su mentira.

La comida empezó a llegar. Ragnar sacó su cuchillo del cinturón y cortó dos gruesas lonchas de jamón. Se sirvió varios huevos duros y una hogaza de pan.

– ¡Más cerveza! -ordenó al criado que le servía, y luego preguntó a Cailin: -¿Dónde están tus hijos? He oído decir que tuviste un varón hace pocas semanas. La zorra de Antonia perdió a mi hijo después del solsticio. También era un varón. Es mala criadora, pero tú lo serás para mí. ¿Sabías que voy a hacerte mi esposa, Cailin? Te he deseado desde la primera vez que te vi. Mis mujeres sajonas son buenas criaturas, leales y trabajadoras, como vacas lecheras. Antonia es una víbora, pero a veces un poco de veneno resulta agradable. Sin embargo, tú, mi zorrita de rizos castaños, me darás más placer que todas ellas.

– Tengo esposo -repuso ella con calma. No tenía miedo de aquel fanfarrón. No habría podido apoderarse de Caddawic de no ser con traición, y sería expulsado de allí.

– Mataré a Wulf Puño de Hierro -fanfarroneó Ragnar.

– Creo que antes él te matará a ti -replicó Cailin. -¿Y tus hijos? -preguntó de nuevo. -¿Dónde están?

– Se han ido.

– ¡No puede ser! -rugió furioso, pues los niños eran el arma que tenía intención de emplear contra ella. -¿Cómo es posible que se hayan ido? -Las venas del cuello le palpitaban.

– Tú has entrado en Caddawic mediante una vil estratagema, Ragnar -dijo. -Y estaba despierta cuando has entrado en la casa. Al principio creí que era mi esposo que regresaba. Abrí la puerta para mirar abajo y te vi. Acababa de amamantar a mi hijo y desperté a mi hija. Les vestí a los dos y, mientras tú fanfarroneabas y rugías tratando de infundir miedo a mi gente, yo bajé a mis hijos, les entregué al cuidado de mi sirvienta Nellwyn y les vi cruzar las puertas. Tus hombres estaban tan ocupados tratando de intimidar a los míos que ni se han dado cuenta de que Nellwyn pasaba junto a ellos. Ahora se encuentran a salvo camino de Braleah. No creo que puedas alcanzarles -concluyó Cailin, riendo levemente.

– ¿Braleah? ¿Qué es eso? -gruñó. -Una de las aldeas que pertenecen a Caddawic -contestó ella. -No pensarías que estábamos solos, ¿verdad? Caddawic tiene cuatro aldeas que le pertenecen. No podrás apoderarte de ellas, aun en caso de que las encontraras. Nellwyn dará la señal de alarma y Wulf acudirá con muchos hombres para echarte de aquí. Yo de ti terminaría de comer y regresaría a casa enseguida.

– ¡Qué mujer! -respondió él, sonriendo. -Aunque siguiera tu consejo, debería llevarte conmigo, Cailin. No sólo eres guapa y fuerte sino que piensas como un guerrero. No creo que me gustara semejante rasgo en ninguna otra mujer, pero a ti te sienta bien, zorrita. ¡Por Odín, te sienta muy bien!

Cailin bebió un sorbo de vino y comió pan, jamón y queso. No tenía nada más que decir a Ragnar. Por fin se levantó y salió de la estancia.

– ¿La detengo, señor? -preguntó Haraldo, nervioso.

– ¿Las puertas están vigiladas? -preguntó Ragnar. -¡Sí, señor!

– Entonces déjala, estúpido. ¿Adónde irá que no pueda encontrarla? Supongo que se ocupará de sus tareas diarias y nada más.

Así fue, pero Cailin también efectuó la ronda de Caddawic para tranquilizar a cada miembro de la casa e infundirles ánimos.

– ¿Qué haremos, mi señora? -preguntó Alberto con nerviosismo. Era consciente de lo próximo al desastre que él mismo había estado.

– No te resistas -aconsejó ella, como había dicho a los demás, -a menos que tu vida se vea amenazada. Cumple con tus obligaciones diarias como harías normalmente. Wulf pronto llegará y echará de aquí a ese estúpido de Ragnar. No temas. Nellwyn dará la alarma y Ragnar ya no disfruta de su única ventaja, la sorpresa.

Cailin prosiguió su camino. A primera hora de la tarde reunió a las mujeres y les dijo:

– No permitiré que nadie cometa abusos con vosotras. Escondeos en el sótano, debajo del granero mayor. Hacedlo en cuanto podáis, y no olvidéis llevaros odres con agua. No salgáis hasta que sea de mañana, cuando yo vaya a buscaros. ¡Daos prisa!

– Pero ¿y vos, señora? -preguntó una de las servidoras.

– No me pasará nada -la tranquilizó Cailin.

Ésta ya había decidido lo que haría. Si no podía impedir que Ragnar llevara a cabo su lasciva intención, debía matarle.

Los senos empezaban a dolerle e hizo una mueca de irritación. La leche empezaba a rezumar por los pezones y a mancharle la túnica. Royse había mamado por última vez a primera hora de la mañana. Nellwyn habría encontrado una ama de cría para él en Braleah, y Cailin sabía que tendría que hacer algo para deshacerse de su leche.

Cailin cogió pan y un trozo de queso. Los criados habrían colocado varios jarros de agua en la buhardilla, como era habitual. Al entrar en la casa, Cailin observó que Ragnar no se hallaba allí. Conteniendo una risita subió a la buhardilla, recogió la escalera y aseguró la trampilla. No había ninguna otra escalera que llevara hasta allí. Estaría a salvo durante un tiempo. Se quitó la túnica y suspiró al ver su empapada camisa. También se la quitó y exprimió la leche de sus hinchados senos en un recipiente. Inmediatamente se sintió mejor; luego se lavó y se puso ropa limpia.

Empezó a oír ruido de actividad en el piso de abajo. Había dado órdenes a sus criados de que sirvieran la comida de la noche como de costumbre, y que no negaran a los intrusos nada relativo a comida y bebida. Tenían que mantener a Ragnar y sus hombres lo más satisfechos posible hasta que Wulf regresara. Cailin no tenía duda de que su esposo llegaría, y entonces recuperaría Caddawic. Nadie iba a robarle sus tierras. Ella había nacido allí, como antes lo habían hecho diez generaciones de su familia. Y sus hijos seguirían viviendo allí. ¡Nadie volvería a arrebatarle lo que era suyo! Ni Ragnar Lanza Potente ni Antonia Porcio. ¡Nadie!