Fueron llamadas al atrio, donde estaba preparado el altar familiar. Con orgullo, Quinto Druso otorgó su propio nombre a su hijo. Con suavidad, colgó una hermosa bullae de oro tallado en el cuello del bebé. El medallón, cerrado por un ancho muelle, contenía un poderoso amuleto entre sus dos mitades que protegería a quien lo llevara hasta que se hiciera hombre. Con la dignidad del patriarca de una gran familia, Quinto Druso entonó plegarias a los dioses, y a Marte en particular, pues se hallaban en el mes de marzo. Oró para que Quinto Druso el joven tuviera una vida larga y feliz. Luego sacrificó un cordero, nacido el mismo día que su hijo, y dos palomas blancas en honor a los dioses para que sus plegarias fueran atendidas favorablemente.

Una vez finalizada la ceremonia religiosa, comenzó la celebración y la fiesta. Cada miembro de la familia de Gayo Druso había traído un crepundia al bebé. Estos eran juguetes de oro o plata en forma de animales, peces, espadas, flores o herramientas, que se unían a una cadena y se colgaban del cuello del pequeño para que se divirtiera con su tintineo. Eran los regalos tradicionales del día de la purificación y del nombre del niño.

Quinto Druso estaba de buen humor. Compartiendo vino con sus primos Tito y Flavio, bromeó con ellos.

– He oído decir que cierta esclava de la villa de vuestro padre está madurando como un melón. ¿Quién es el responsable, eh?

Los gemelos se sonrojaron y luego rieron con aire de complicidad.

– No estamos seguros -admitió Flavio. -Siguiendo la costumbre de nuestra infancia, lo compartimos todo.

– Madre está muy enfadada con nosotros. Dice que van a casarnos antes de que termine el verano para que no provoquemos ningún escándalo -dijo Tito a su primo de más edad. -La chica ha abortado, y por eso nunca sabremos quién era el padre, aunque quizá tampoco lo habríamos sabido nunca.

– Y padre dice que no metamos nuestro cubo en más pozos, por muy dulce que sea el agua -añadió Flavio.

– ¿Y ya os han elegido novia, primos? -preguntó Quinto.

– Todavía no -respondió Tito. -Padre quiere ir un poco más lejos de Corinio. Dice que es hora de que entre sangre fresca en la familia. Me parece que no le gustan las chicas disponibles de por aquí.

– La selección no es particularmente fantástica -observó Quinto. -Yo tuve suerte con mi querida Antonia. Ojalá los dioses os brinden la misma fortuna, jóvenes primos, y yo pueda celebrar el día del nombre de todos vuestros hijos.

Alzó su copa y bebió.

Ellos brindaron a su vez.

– ¿Y qué hay de Cailin? -preguntó Quinto. -¿Se casará pronto? Cada día está más guapa. -Miró al otro lado de la habitación, donde Cailin estaba sentada con Antonia. -Si no me hubiera enamorado de Antonia a primera vista, habría desesperado por perder a vuestra encantadora hermana. Quienquiera que sea el hombre a quien elija será afortunado.

– Parece que no hay ningún hombre que atraiga a nuestra hermana -dijo Flavio. -Me pregunto si realmente existe algún hombre capaz de ello. A veces nuestra hermana es un poco rara. Tiene más sangre celta que romana. Sería una lástima que muriese virgen.

– ¿Más vino, amo? -preguntó un esclavo junto a Quinto.

– Sí, Cato, gracias. Y llena también las copas de mis primos -añadió jovialmente.


La noche de Beltane, las hogueras resplandecían en todas las colinas de la provincia. La celebración céltica en honor de la nueva estación era compartida por todos. Las barreras de clase parecían desaparecer y los hombres y mujeres, libres y esclavos, danzaban juntos y compartían copas de hidromiel alrededor de las hogueras.

Gayo Druso Corinio acababa de hacer el amor con su esposa en la intimidad de su casa vacía cuando le pareció oír un ruido. Se levantó y salió al atrio a investigar. No vio a los dos intrusos que aparecieron por detrás de él y le estrangularon con rapidez.

Kyna no se enteró de que el ruido que había oído era el cuerpo de su esposo al caer al suelo. Se levantó y, cuando se hallaba en medio del dormitorio, éste fue invadido por dos hombres.

– Te dije que era una belleza -dijo el más alto.

Era fácil adivinar sus intenciones. Aterrada, Kyna retrocedió.

– Soy la joya de Berikos, jefe de los dobunios -logró decir, aunque el miedo le atenazaba la garganta.

El hombre más alto agarró a Kyna y la besó soezmente. Kyna forcejeó con su atacante como una leona, arañándole y escupiéndole. Riendo, el hombre la empujó sobre la cama y se echó encima de ella, levantándole la túnica de dormir. El otro hombre se puso junto a su cabeza y silenció sus gritos con la mano. Kyna rogó a los dioses tener una muerte rápida.

Brenna regresó pronto a la villa. Había estado haciendo de carabina de Cailin en la celebración, pero su nieta en realidad no la necesitaba. No había nadie que gustara a Cailin y, además, la muchacha no huiría en la oscuridad con ningún hombre. Simplemente se divertía bailando y cantando.

Brenna tropezó con algo en el oscuro atrio. Se agachó y reconoció con horror el rostro de su yerno. Éste tenía el rostro azulado y estaba muerto. Empezó a temblar. Con gran esfuerzo, se puso en pie y luego, con el corazón desbocado, corrió al dormitorio de su hija. Kyna yacía desnuda, con las piernas separadas entre un revoltijo de sábanas ensangrentadas. Brenna se desplomó en el suelo sin siquiera darse cuenta de que le habían dado un golpe.

– La vieja sin duda ha sido fácil -señaló Cato con indiferencia.

– Pero con la joven ha sido más divertido -dijo su compañero. -Qué manera de pelear. Pero la mejor será la chica. Juguémonos a los dados quién se lleva su virginidad y quién se queda con las sobras antes de matarla.

Tito y Flavio Druso Corinio, que regresaron a casa ebrios de hidromiel, no vieron a sus asesinos. Les resultó fácil tenderles una emboscada; rápidamente les cortaron el cuello y luego arrastraron sus cuerpos, junto con el del padre, al dormitorio de éste, donde Cailin no pudiera tropezar con ellos.

Los dos galos esperaron. Los minutos se convirtieron en una hora y en otra.

– ¿Dónde demonios está esa chica? -gruñó el esclavo más bajo.

– No podemos esperar más -dijo Cato. Señaló hacia la ventana. -El cielo ya se está iluminando con la aurora. Hemos de prender fuego a la casa para que parezca otra hoguera de Beltane y marcharnos de aquí antes de que vuelvan los criados. La chica no merece que nos atrapen. ¿Crees que Quinto Druso nos dejará en libertad si lo hacemos? Un hombre capaz de asesinar a sus hijastros para que no puedan heredar de él, y capaz de asesinar a la familia de su primo para conseguir tierras, no es un hombre que te ayude en un momento de necesidad. En realidad sospecho que nos mataría también si pudiera. El oro que nos prometió está en un escondrijo dentro de la estatua de Juno en la alcoba. Cógela y marchémonos. No confío en que esa escoria romana nos dé muchos días de ventaja. Mañana nos hará perseguir. Pero le engañaremos. No nos dirigiremos a Galia sino a Irlanda.

Brenna yacía inmóvil, escuchando sus palabras. Rogaba que no se dieran cuenta de que aún se hallaba con vida. Cuando se hubieran ido, correría a informar a Cailin de la matanza. Ahogó un gemido mordiéndose el labio. La cabeza le dolía terriblemente. Sabía que había perdido mucha sangre, pero si los dioses le concedían tan sólo el seguir viva lo suficiente para vengar a Kyna y al resto de su familia, jamás volvería a pedirles nada

Brenna percibió el olor a humo procedente de cama y las colgaduras de gasa de la ventana que ardían. Oyó ruido de pasos que se alejaban de ella. Vio los dos pares de botas cuando los asesinos salieron por la puerta, dejándola entreabierta con las prisas. No se movió Era preciso estar segura de que los dos hombres se habían ido.

Pronto el dormitorio empezó a llenarse de humo denso. Jadeando, con los pulmones abrasados a causa del acre olor, Brenna comprendió que no podía seguir allí. Despacio y dolorosamente, la cabeza dando vueltas, se arrastró hacia la puerta abierta y salió a atrio. Allí no había muebles que pudieran arder como en la otra estancia. Aunque el atrio se estaba llenando rápidamente de humo espeso y negro, supo encontrar el camino hacia la puerta. Casi vencida por las náuseas se apoyó contra una columna y le entraron arcadas secos espasmos, pero con gran esfuerzo se puso en pie Con voluntad de hierro, Brenna cruzó tambaleándose el atrio hasta la entrada principal de la casa. Abrió puerta y salió con paso inseguro a la fría y húmeda noche y cayó al suelo a unos metros de la villa.

No había nadie a la vista. Los asesinos se habían marchado. Brenna aspiró el aire puro para limpiarse los pulmones. Sobre ella una luna llena iluminaba plácida mente la escena de la matanza. ¡Tenía que encontrar Cailin!

Pero fue Cailin quien la encontró a ella, pues en ese momento se acercaba corriendo por el camino, su largo pelo ondeando al viento. Al ver a su abuela en el suelo se precipitó a su lado.

– ¡Abuela! ¡La casa está ardiendo! ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde están padre y madre? ¿Y mis hermanos? -Cogió a la anciana por los brazos y la incorporó. Brenna gimió. -¿Estás herida, abuela? ¿Por qué no viene nadie a ayudar? ¿Por qué los esclavos no han regresado de la fiesta?

– ¡Vete, mi niña! ¡Tenemos que alejarnos de la villa! ¡Estamos en peligro mortal! ¡Ayúdame! ¡Deprisa!

– ¿Y la familia? -volvió a preguntar Cailin, intuyendo ya la respuesta.

– Muertos. Todos. Ahora vamos, ayúdame. Aquí no estamos a salvo, Cailin. Debes creerme, querida mía -insistió Brenna entre sollozos.

– ¿Por qué no podemos esperar a que regresen los esclavos? Debemos informar a las autoridades -dijo Cailin con desesperación.

Brenna miró a su nieta a la cara.

– Ahora no tengo tiempo de explicártelo. Debes confiar en mí si deseas vivir muchos años. Vamos, ayúdame. Estoy débil porque he perdido mucha sangre, y tenemos que marcharnos para ponernos a salvo.

Cailin se asustó.

– ¿Adónde vamos, abuela?

– Sólo podemos acudir a un sitio, mi niña. A los dobunios. A tu abuelo, Berikos. Sólo él puede salvarnos. -Cogió a su nieta por el brazo y echó a andar trabajosamente. -Sólo está a unos kilómetros, aunque no lo sabías. Toda tu vida has vivido a pocos kilómetros de Berikos y no lo sabías.

Entonces Brenna dejó de hablar, comprendiendo que necesitaba dosificar sus fuerzas si quería llegar viva a su destino. Berikos debía saber lo que había sucedido. Después, si los dioses lo deseaban, moriría. Pero Berikos tenía que saberlo.

– No conozco el camino -gimió Cailin. -¿Puedes enseñarme el camino, abuela?

La anciana asintió.

Abandonaron el sendero y Brenna condujo a su nieta por las colinas. Cruzaron un pequeño y espeso bosque iluminado por la brillante luna. La noche era silenciosa. De vez en cuando un pájaro lanzaba un trine nervioso, anticipando el amanecer. En ocasiones descansaban, pero Brenna no se atrevía a detenerse mucho rato. No temía que las persiguieran sino su propia muerte. Cruzaron una gran pradera donde unos ciervos pacían bajo la luz de la madrugada y luego penetraron en otro bosque. El cielo se estaba iluminando paulatinamente. Llevaban recorridos varios kilómetros, y Cailin tenía la sensación de que ascendían.

– ¿Queda aún muy lejos, abuela? -preguntó Cailin tras varias horas de caminar mayormente cuesta arriba. Se sentía agotada pues no estaba acostumbrada a hacer ejercicio físico. E imaginaba cómo debía de sentirse la anciana. Hacía mucho tiempo que Brenna no recorría aquella distancia, y sin duda jamás en aquel precario estado de salud.

– No mucho, hija. La aldea de tu abuelo está al otro lado de este bosque.

El bosque empezó a ralear y el horizonte estaba brillante de color cuando salieron al claro. Ante ellas se alzaba una pequeña colina en cuya cima se encontraba la aldea dobunia. De pronto apareció un joven delante de ellas. Era evidente que había estado vigilando y le sorprendía ver a alguien tan temprano. Su rostro se iluminó cuando reconoció a la anciana.

– ¡Brenna! ¿Realmente eres tú?

– Lo soy, Corio -respondió la anciana, y las rodillas se le doblaron.

– ¡Ayudadme, señor! -exclamó Cailin tratando en vano de sostener en pie a su abuela.

Corio, tras su asombro inicial al ver a Brenna, se precipitó a coger en brazos a la mujer desvanecida.

– Sígueme -indicó a Cailin, y sin volver a mirarla inició un rápido ascenso de la colina.

Cailin se apresuraba detrás de él, el rostro crispado de preocupación. Sin embargo, sentía curiosidad y observó que la colina estaba cercada por tres muros de piedra. Después del tercero entraron en la aldea. Corio se encaminó directamente a la casa más grande, y Cailin le siguió, entrando en una gran sala. Una mujer, de al menos un metro ochenta de estatura y vestida con una túnica azul oscuro, se acercó a ellos. Echó una breve mirada a Cailin, pareció reconocerla y luego miró la carga que llevaba Corio.