– Es Brenna, abuela, y está herida -dijo Corio.

– Ponla allí, en el banco junto a la chimenea -ordenó la anciana. -Luego ve a buscar mis medicinas. -Miró a Cailin. -¿Eres quisquillosa o puedes ayudar?

– Decidme lo que tengo que hacer -respondió Cailin.

– Soy Ceara, la primera esposa de Berikos -dijo la mujer. -Tú eres la hija de Kyna, ¿verdad? Te pareces a ella.

– Sí, soy la hija de Kyna. Me llamo Cailin. -Los ojos de la muchacha se llenaron de lágrimas. -¿Morirá la abuela?

– Todavía no lo sé -contestó Ceara. -¿Qué ha sucedido?

Cailin hizo un gesto de negación.

– No lo sé. Al regresar del festival de Beltane he encontrado la casa en llamas y a la abuela en el suelo, en la calle. Dice que mi familia ha muerto, pero no sé nada más. Ha insistido en que viniéramos aquí. Ni siquiera me ha dejado informar a las autoridades o esperar a que los esclavos regresaran de su día de fiesta.

– ¡Berikos! -llamó Brenna con voz ronca. -¡Tengo que hablar con Berikos!

Hizo esfuerzos por levantarse del banco donde yacía.

– Has de quedarte quieta, Brenna -le dijo Ceara. -Enviaré a buscar a Berikos, pero si insistes en moverte no vivirás para hablar con él. Ahora descansa.

– ¡Ceara! ¿Qué me han dicho? ¿Brenna ha regresado?

Otra mujer, no tan alta como Ceara pero más que Cailin, se reunió con ellas. Tenía el rostro más bonito dulce que Cailin recordaba haber visto. Había algo fa miliar en él, y sin embargo Cailin no sabía qué era. Ahora ese rostro se frunció de inquietud cuando se inclinó sobre la anciana. Sus ojos azules se llenaron de lágrimas.

– ¡Brenna! ¡Eres tú! ¡Creí que jamás volvería a vertí -Maeve… -balbuceó Brenna, pero Cailin percibió afecto en su tono. -Veo que sigues siendo una tonta.

Maeve se inclinó y besó la frente de la mujer herida.

– Y tú sigues siendo terca y orgullosa, hermana.

– ¿Hermana?

Cailin miró a Ceara.

– Maeve es la hermana menor de tu abuela. ¿No lo sabías? No, ya veo que no.

– ¿Por qué la abuela la llama tonta? -pregunto Cailin, dándose cuenta de que el rostro familiar de Maeve era una versión un poco más joven del de Brenna.

– Tu abuela y Berikos no formaban una buena pareja -dijo Ceara. -Se casaron con prisas por la terrible lujuria que sentían el uno por el otro. Cuando lo comprendieron, tu abuela estaba encinta. Varios años más tarde tu abuelo se enamoró verdaderamente de Maeve y ella de él. Brenna quedó horrorizada. Temía que la historia se repitiera y adoraba a su hermana, que tiene cinco años menos. Rogó a Maeve que no se casara con Berikos, pero Maeve no la escuchó. Brenna la llamó tonta y desde entonces siempre la ha llamado así, a pesar de que el matrimonio de Maeve y Berikos resultó satisfactorio. -Ceara se volvió hacia la otra mujer. -Ve a buscar a Berikos, Maeve. Está en casa de ella.

Corio regresó con la cesta de medicinas de su abuela y Ceara inició la tarea de examinar la herida de Brenna. Cortó un poco del espeso cabello blanco de la anciana, meneando la cabeza al ver el tamaño de la herida. Aquello era más grave de lo que imaginaba. El pelo de Brenna estaba apelmazado a causa de la hemorragia. El hueso del cráneo estaba abierto y faltaba una astilla. Ceara ni siquiera estaba segura de poder cerrar la herida. La naturaleza tendría que encargarse de ello. Con suavidad, limpió la herida con vino, dando un respingo cada vez que Brenna gemía. Espolvoreó los polvos curativos sobre la herida y luego la vendó con musgo seco y limpio. Nunca se había sentido tan impotente.

La muchacha había permanecido a su lado, pasándole lo que necesitaba y sin hacer ninguna mueca. Su presencia parecía calmar a Brenna. Ceara creía que sólo el descanso, el tiempo y la voluntad de los dioses podrían hacer algo.

Corio se había marchado de la sala y ahora regresó con un pequeño cuenco. Se lo entregó a su abuela.

– He creído que quizá querrías esto para Brenna -dijo.

Ella le sonrió con aire aprobador.

– Sí, es exactamente lo que necesita. Toma, Brenna, bebe. Te dará fuerzas. Ayúdala a incorporarse un poco, Cailin.

Cailin se sentó en el banco detrás de su abuela y la incorporó con suavidad.

– ¿Qué es lo que bebe? -preguntó, observando que Brenna tomaba el líquido rojizo casi con avidez.

– Sangre de vaca -respondió Ceara. -Es nutritiva y ayudará a Brenna a reconstruir su sangre.

Ceara contuvo una sonrisa al ver la cara de asco de Cailin. Al menos no se había desmayado.

– ¡Ceara! -atronó una voz profunda. -¿Qué ocurre? ¿Es cierto lo que me ha dicho Maeve?

Cailin levantó la mirada. Un hombre alto de cabello y bigote blancos como la nieve había entrado en sala. Iba envuelto en una túnica de lana de color ve oscuro bordada con hilos de oro en el cuello y las m gas. Alrededor del cuello lucía un extraordinario como de oro con esmaltes verdes. El hombre se acero grandes pasos al banco donde Brenna yacía y la miro

– Salve, Berikos -saludó Brenna burlona.

– De modo que has vuelto -dijo éste con serenidad. -¿A qué debemos este honor, Brenna? Creí que no volvería a verte.

– Ni yo a ti. Te has hecho viejo, Berikos -dijo Brenna. -No estaría aquí de no ser por Cailin. Había muerto en el bosque antes que venir aquí de no ser por tu nieta. Estoy aquí por ella, Berikos, no por mí.

– No tenemos ninguna nieta en común -repuso.

– ¡Berikos! -exclamó Ceara con aspereza. -No insistas en tu terquedad sobre este asunto. Kyna ha muerto.

Una expresión de pesar cruzó fugazmente el rostro del anciano.

– ¿Cómo? -preguntó con voz inexpresiva p que nadie pudiera advertir su dolor.

– Anoche fui con Cailin a ver los fuegos de Beltane -comenzó Brenna, -pero me cansé y regrese pronto a casa. En el atrio de la villa tropecé con el cadáver de nuestro yerno, Gayo Druso. Corrí al dormitorio de Kyna y la encontré muerta sobre la cama, desfigurada y flagelada. Ni siquiera sentí el golpe que me derribó. Cuando recuperé el sentido, vi los cuerpos Gayo y de nuestros nietos, Tito y Flavio, cerca de ahí. Los asesinos esperaban a Cailin.

– ¡Quinto Druso! -exclamó Cailin, con el rostro lívido.

– Sí, hija mía, tu voz interior no se equivocaba. Brenna miró a Berikos y siguió relatando la horrible historia.

– ¿Y tu cacareado magistrado romano de Corinio? -le preguntó Berikos con mordacidad cuando hubo terminado. -¿Ya no existe la justicia romana?

– El magistrado jefe de Corinio es el suegro de Quinto Druso -dijo Brenna. -¿Qué posibilidades hubiese tenido Cailin contra él?

– ¿Qué quieres de mí, Brenna?

– Quiero tu protección, Berikos, aunque me duele pedirlo. Tu protección para Cailin y para mí. Los esclavos todavía no habían llegado a la villa cuando ocurrió todo. Nadie sabe que hemos sobrevivido ni nadie debe saberlo. Cailin es tu nieta y no puedes negarle tu ayuda. No sé si sobreviviré, estoy herida y me duelen los pulmones debido al humo que inhalé. Necesité todas mis fuerzas para traer a Cailin hasta aquí.

Berikos permanecía serio y callado.

– Tendréis la protección de la tribu -dijo por fin Ceara. Cuando su esposo la miró furioso, añadió: -Brenna sigue siendo tu esposa, Berikos; la madre de tu única hija. Cailin es tu nieta. No puedes negarles refugio ni protección según nuestras leyes, ¿o has olvidado esas leyes a causa de tu lujuria por Brigit?

– Aceptaré vuestra hospitalidad sólo mientras viva mi abuela -dijo Cailin con ceño. -Cuando haya cruzado la puerta de la muerte para ir a su próxima vida, me abriré camino en el mundo yo sola. No os conozco. Berikos de los dobunios, y no os necesito.

Una leve sonrisa curvó la boca del anciano. Con fríos ojos azules observó a Cailin por primera vez desde que había entrado en la estancia.

– Palabras valientes, pequeña zorra mestiza -dijo, -pero me pregunto cómo te han preparado tus costumbres romanas para sobrevivir en este duro mundo.

– No tengo miedo -afirmó Cailin desafiante -puedo aprender. También os recordaré que soy britana, Berikos. Nací aquí, igual que mis padres y abuelos por ambas partes durante generaciones a que yo. Me han educado en el respeto a mis mayores pero no pongáis a prueba mi paciencia o no podréis ocultaros tras el muro de vuestros muchos años.

Berikos alzó la mano pero al punto la bajó sorprendido por la firmeza que vio en la mirada de la muchacha. No era tan alta como una dobunia, pero tampoco era menuda. Le recordaba a Kyna en muchos aspectos pero su espíritu era sin duda el de su abuela. Ese espíritu que le había atraído hacia Brenna al principio, lamentablemente, no había sido capaz de vivir con ella, no logró amansar a Brenna. Ahora sospechaba que aquella muchacha era igual. Cailin, su nieta. Ella una espina en su corazón, pero no podía hacer cosa sino concederle protección y refugio.

– Puedes quedarte -anunció.

Se volvió con brusquedad y se alejó.

Brenna se apoyó en Cailin.

– Estoy cansada -dijo.

– Corio -llamó Ceara, -lleva a Brenna al estar para dormir junto al foso del fuego. Allí estará cómoda y caliente. Ve con ella, hija. Cuando la hayáis instalado, volved. Os daré de comer. Debes de estar hambrienta después del viaje y el dolor de todo lo ocurrido.

El joven levantó a Brenna en brazos suavemente cruzó la sala. Con cuidado la tendió en el espacio dormir. Cailin tapó a su abuela con una piel de cordero, abrigándole los hombros. Exhaló un hondo sus con expresión preocupada, pero Brenna no la vio, estaba dormida.

Cailin se sobresaltó cuando alguien la tocó brazo. Se dio la vuelta y vio a Corio. Era un hombre de aspecto agradable con los ojos azul claro.

– Vamos, mi abuela nos dará de comer. El pan nuevo siempre se come mejor caliente. Somos primos, ¿no? Mi padre es Epilo, el hijo menor de Ceara. Sólo soy el primero de los parientes que vas a conocer. Tu madre tenía diez hermanos, y todos viven, la mayoría con hijos y en algunos casos nietos. Aquí no estarás sola.

Cailin miró a Brenna, que estaba pálida, pero su respiración era firme y regular. La chica se volvió y siguió al joven a donde Ceara preparaba la comida de la mañana. La corpulenta mujer puso una generosa ración de cebada cocida en dos rebanadas de pan fresco y se las dio.

– Hay cucharas sobre la mesa, si eres melindrosa -le dijo Corio. -Ven a sentarte.

Dio un mordisco a su pan con cebada.

Se sentaron y Ceara les sirvió dos copas.

– Vino con agua -dijo, y luego se sentó con ellos. -Me recuerdas a tu madre, y sin embargo no te pareces a ella cuando tenía tu edad. ¿Fue feliz con tu padre?

– ¡Oh, sí! -exclamó Cailin. -¡Éramos una familia feliz!

Bruscamente, la enormidad de la tragedia la asaltó. El día anterior, Kyna, su padre y sus hermanos estaban vivos. No habían recibido ningún aviso de su desgracia; no es que hubiera sido más fácil soportarlo si lo hubiera habido, pero haber sobrevivido al asesinato de su familia sólo por casualidad le resultaba insoportable. ¿Por qué ella debía vivir cuando todos los demás habían muerto?

Era el primer festival de Beltane al que le habían permitido asistir sin carabina. Brenna le había dado permiso aquella noche y, una vez sola, Cailin había empezado a ver las cosas bajo una nueva luz. Todos los hombres jóvenes habían querido bailar con ella, y ella danzó alrededor de las hogueras hasta casi el amanecer.

No estaba preparada todavía para tenderse en la oscuridad con un hombre, pero bebió su primera copa de hidromiel y después se sintió de maravilla. Cailin tenía intención de volver a casa con sus hermanos, pero ellos se habían marchado mucho antes, con dos muchachas. No había vuelto a verles. Sólo cuando la aurora empezó a clarear el cielo y la música por fin cesó se dispuso a regresar a la villa, donde descubrió que la muerte había llegado antes que ella.

Ahora Cailin palideció y apartó el pan. La sola idea de la comida le provocaba náuseas.

Ceara adivinó lo que ocurría.

– Es la voluntad de los dioses -dijo con voz suave. -A veces son buenos, y amables, y otras veces, siendo buenos, resultan despiadados. Tú y Brenna estáis vivas porque vuestro viaje en este mundo todavía no se ha completado. ¿Te atreverías a poner en duda la sabiduría de los dioses, Cailin Druso?

– ¡Sí! -respondió ella. -¿Por qué he de vivir cuando mi familia ha muerto? ¿Qué podían haber hecho mis hermanos en este mundo para que su vida ya no fuera necesaria? ¡Sólo tenían diecisiete años!

– No puedo responderte, niña -repuso Ceara. -Lo único que puedo decirte es que todo sucede cuando tiene que suceder. ¿Qué es la muerte? Sólo el umbral entre esta vida y la siguiente. No tenemos que temerla. Cuando llegue tu hora, Cailin, aquellos a los que amas y se han ido antes que tú te estarán esperando en las Islas de los Bienaventurados. Hasta entonces tu deber para con los dioses que te crearon es vivir tu destino tal como ellos lo planearon. Puedes, por supuesto, quejarte y desesperar de la injusticia que todo ello supone, pero ¿por qué malgastar inútilmente el precioso tiempo que se te ha concedido?