– ¿Está Jake Burton aquí?

– Se está cambiando -respondió el hombre, señalando el probador más cercano-. Saldrá enseguida.

Caley se acercó al probador y abrió la puerta. Jake estaba frente al espejo, en calzoncillos y con una camisa. La vio reflejada en el espejo y sonrió.

– Tienes una bonita habitación en el hotel, y yo me alojo en el cobertizo de las barcas. ¿Por qué nos seguimos encontrado en los probadores?

– Tenemos que hablar -dijo ella. Entonces él se giró lentamente y a Caley se le formó un nudo en la garganta al ver el musculoso pecho que revelaba la camisa a medio abotonar. Sintió un picor en los dedos al imaginarse el tacto de aquella piel bajo sus manos.

Jake le agarró la muñeca y le hizo colocar la palma sobre su pecho.

– ¿Qué es tan importante que no puede esperar hasta que me vista? -llevó la mano de Caley hacia su vientre y la dejó junto al elástico de los calzoncillos.

Ella pasó el pulgar por la cadera y lo deslizó en el interior de la tela a rayas azules. Quería ir más allá. Quería explorar su cuerpo hasta conocer al detalle aquel perfecto ejemplar de belleza masculina.

Nunca le había prestado mucha atención al aspecto físico, pero hasta ahora nunca había estado con un hombre como Jake. Sus abdominales de acero, la suave capa de vello que le cubría el pecho… Todo la fascinaba e intrigaba.

Deslizó las manos sobre su torso, viendo cómo su erección se presionaba contra los calzoncillos. Jake tiró de ella hacia él y la besó, agarrándole el trasero con ambas manos y moviendo las caderas contra las suyas. Envalentonada, Caley bajó la mano y rodeó con sus dedos el duro miembro viril a través de la tela.

Jake ahogó un gemido.

– ¿Qué estás haciendo?

– No estoy segura -dijo ella. Y era cierto. Sólo estaba siguiendo su instinto. Su audacia no tenía ningún sentido y debería sentirse horrorizada, pero cuando estaba con Jake no podía regirse por las normas de siempre.

– ¿Qué tal le queda? -preguntó el dependiente al otro lado de la puerta.

– Muy bien -respondió Jake, con los ojos cerrados y el rostro contraído en una mueca de placer. No se refería sólo a la ropa. La mano de Caley en su sexo endurecido, las suyas en su trasero… Todo encajaba a la perfección.

– ¿Puedo verlo?

– ¡No! -exclamaron los dos al mismo tiempo.

Jake la miró a los ojos, nublados por la pasión, y sonrió.

– ¿Para esto has venido? ¿Para atormentarme?

– He… he venido a hablar de Emma -admitió ella, y retiró la mano dubitativamente.

– No -susurró él-. Tócame -la besó ligeramente en los labios-. Siento haberme comportado como un cretino ayer. Me pasé de la raya. ¿Podrás perdonarme?

– ¿Por qué?

– Por lo que dije. Por cómo actué. Por ser un idiota y dejarte sola con Winslow -gimió con más fuerza-. Si sigues haciendo eso, habrá consecuencias muy embarazosas…

– Lo siento -dijo ella-. ¿Quizá deberíamos continuar más tarde?

– Creo que será lo mejor. No sé si quiero que nuestra primera vez sea en un probador -bajó la mirada-. Esto va a afectar las medidas de mis pantalones.

Caley se rió. Presentía que el sexo con Jake iba a ser una experiencia única. Nunca se había divertido mucho en la cama, y sus expectativas casi nunca se habían cumplido. Pero ahora sentía curiosidad, y estaba impaciente por averiguar cómo sería con Jake.

– ¿Debería irme?

– No, dame unos minutos. Tengo que concentrarme en otra cosa.

– En nuestro plan -dijo ella-. Necesitamos un plan. He hablado con Emma y tiene dudas. No creo que esté preparada, pero no será ella quien cancele la boda.

Jake miró a su alrededor.

– La verdad es que este probador tiene su encanto… Es como un lugar público, pero con la intimidad necesaria.

Caley lo golpeó suavemente en el brazo.

– Estamos hablando de Emma y Sam.

– No quiero hablar de ellos. Prefiero hablar de nosotros. ¿Qué vas a hacer esta tarde? Tengo algo que enseñarte.

Caley bajó la mirada y puso los ojos en blanco.

– Sólo piensas en sexo.

– No. Eso no es cierto. Y no es eso lo que quería enseñarte -la agarró por los hombros y la hizo girarse-. Deja que me ocupe de esto antes que nada -abrió la puerta y la echó del probador.

El dependiente estaba esperando con un gesto ceñudo.

– Enseguida saldrá -dijo ella-. Voy a esperar ahí fuera. Tiene usted unas sillas de aspecto muy cómodo -consiguió esbozar una sonrisa, pero la expresión del hombre no se alteró.

Diez minutos después, Jake se reunió con ella. La tomó de la mano y salieron de la tienda.

– Tienes que dejar de provocarme para que haga esas cosas -le recriminó ella.

– Antes eras mucho más atrevida -le recordó él-. ¿Qué te ha pasado?

– He crecido.

– ¿Te atreves a besarme, aquí y ahora? Delante de todo el mundo -miró a ambos lados de la calle desierta y se cruzó de brazos-. Bueno, delante de aquella mujer con el caniche.

– ¿Adónde vamos? Me dijiste que querías enseñarme algo.

– No sé si debería hacerlo -bromeó Jake-. Has perdido tus agallas. No creo que esta Caley esté preparada para lo que tengo pensado.

Ella sonrió, le rodeó el cuello con los brazos y lo besó apasionadamente. Introdujo la lengua entre sus labios y empleó toda su sensualidad femenina para volver a excitarlo.

– He perdido un poco de práctica, nada más. Lo único arriesgado que hago ahora es sortear taxis cuando cruzo la Quinta Avenida.

Jake la besó otra vez y la llevó hacia su coche. A Caley no le importaba adonde fueran, siempre que fuera un lugar tranquilo y privado donde pudieran continuar lo que habían empezado en el probador.

Capítulo 4

– ¿Adónde vamos?

Jake la miró de reojo y sonrió. Después del incierto comienzo de esa mañana, se preguntaba si Caley y él estaban condenados a revivir continuamente el pasado.

Habían sido muy buenos amigos y juntos habían hecho de todo: pescar, nadar, trepar a los árboles… Pero cuando empezaron a verse como algo más que simples colegas, la relación se fue haciendo cada vez más tensa y difícil, y con frecuencia se enzarzaban en una lucha de voluntades enfrentadas en la que cada uno intentaba dominar al otro.

Caley se había valido de su férrea determinación para triunfar en una profesión extremadamente competitiva. En cambio, él había interiorizado la confianza absoluta que Caley tenía en él y la había empleado para levantar su propio negocio desde cero.

Nunca le había dado las gracias por ser tan buena amiga. Pero tampoco quería hacerlo ahora. Quería que Caley lo viese como algo más que un amigo. Quería volver a aquel lugar y aquel día, justo antes de que las hormonas juveniles hubieran empezado a desatarse. Tal vez entonces podrían moverse en otra dirección.

– Al menos me gustaría saber qué es eso que vas a enseñarme.

– Es una sorpresa -respondió él-. ¿Siempre eres tan impaciente? ¿O acaso odias las sorpresas?

– Las dos cosas.

– Tienes que aprender a relajarte. Ya no estás en la ciudad. Respira hondo y disfruta de este día tan bonito.

El teléfono de Caley empezó a sonar y ella lo sacó del bolso. Pero antes de que pudiera contestar, Jake se lo arrebató de las manos.

– Puedes hablar con ellos más tarde -dijo, echándole un rápido vistazo al identificador de llamada.

– Tengo responsabilidades -protestó ella, recuperando el teléfono-. ¿No tienes móvil? ¿La gente de tu oficina no tiene que hablar contigo?

– No tienen mi número. No quiero que nadie me llame, así que no lo facilito. Cuando me marcho de la oficina, me olvido por completo del trabajo. Cualquier problema que surja en mi ausencia puede esperar, o puede ser resuelto por ellos mismos. No soy tan importante, ni tengo todas las respuestas. ¿Tú sí?

Caley frunció el ceño, como si la pregunta la hubiera sorprendido.

– Pues claro. Así es como se asciende. Teniendo todas las respuestas.

– Quizá deberías confiar un poco más en la gente con la que trabajas. De lo contrario, acabarás volviéndote loca.

Jake sabía por experiencia que era mejor tomarse el trabajo con calma. Cuando abrió su estudio de arquitectura en Chicago se pasó noches y más noches en vela, acosado por la angustia y los temores sobre su futuro profesional. Pero entonces, cuando se convenció de que no iba a quebrar, dejó de preocuparse. No quería ser multimillonario ni aparecer en la portada de las revistas más prestigiosas de arquitectura. No iba a ser el siguiente I.M. Pei. Haría bien su trabajo, tendría una vida decente y sus clientes quedarían satisfechos. Y con eso bastaba.

– Trabajo mejor cuando estoy bajo presión -dijo Caley, abriendo el móvil-. Dame tu número. Quizá tenga que llamarte por alguna emergencia.

– Te lo daré sólo si me prometes usarlo -dijo él.

– ¿Para qué? ¿Para un apaño sexual?

– Tal vez. O cuando hayas bebido más de la cuenta. O cuando te quedes atrapada en un banco de nieve a un lado de la carretera.

Metió la mano en su bolsillo y sacó su móvil para dárselo a Caley.

– Graba tu número en el mío. Quizá sea yo el que tenga que llamarte por alguna emergencia.

Examinó atentamente el lateral de East Shore Road, buscando el desgastado letrero de madera que colgaba de un viejo arce. Havenwoods. Al verlo, giró bruscamente hacia el camino nevado que entraba en el bosque.

– ¿Qué haces? -preguntó Caley-. En el cartel decía que es una propiedad privada. No deberíamos entrar.

– Tranquilízate. El dueño apenas pisa este lugar en invierno. Hace mucho que nadie viene por aquí.

Caley guardó silencio y Jake giró la cabeza para mirarla.

– No pasará nada. Te lo prometo.

Siguieron avanzando entre los árboles y finalmente llegaron a un claro. Una vieja cabaña de troncos dominaba la pendiente que bajaba hasta el lago. Tenía tres chimeneas y estaba rodeada por un porche destartalado con pilares de piedra.

Cada vez que la veía, Jake se maravillaba de que fuera finalmente suya.

– Oh, Dios mío -murmuró Caley-. Es la Fortaleza -miró a Jake con una amplia sonrisa-. Hacía años que no estaba aquí. Tiene el mismo aspecto de siempre -frunció el ceño-. Pero más pequeña.

– Se llamaba Havenwoods -dijo él-. Fue una de las primeras casas de verano que se construyeron en el lago, cuando North Lake no era más que un lugar de pescadores en medio del bosque. La construyó en 1865 un magnate de los ferrocarriles de Chicago, quien poseía el lago y todos los alrededores. Fue diseñada por William West Durant, el primero en construir al estilo rústico de los Adirondacks.


– Alguien está en casa -observó ella-. Las luces del porche están encendidas a plena luz del día.

Él sacudió la cabeza.

– La iluminación se activa por un censor en el camino de entrada. Si te acercas a la cabaña desde el lago, las luces no se encienden -apagó el motor del coche-. ¿Quieres entrar?

De niños, solían atravesar el lago en barca. La amarraban al muelle de madera podrida y se dedicaban a explorar hasta el último palmo del bosque. Se habían pasado muchos días de lluvia en la cabaña, entrando por una ventana que tenía el pestillo roto.

– No podemos entrar. Sería allanamiento de morada.

– Antes lo hacíamos. A nadie le importará -dijo Jake-. Y además sé dónde está la llave, así que no tendremos que forzar la entrada -se bajó del todoterreno y rodeó el vehículo para ayudar a salir a Caley-. Si Winslow nos pilla, sólo tendrás que dedicarle una sonrisa para evitar que nos arreste.

Caley tenía la mirada fija en la fachada de la cabaña.

– Me trajiste aquí cuando cumplí quince años, y me regalaste aquel collar de puntas de flecha. Lo llevé todo el año. A mis amigas del colegio les parecía espantoso, pero para mí era… bueno, algo especial.

– ¿Aún lo tienes?

– Claro que sí. Está guardado en mi armario, en Nueva York. La cinta de cuero se rompió, pero lo conservé de todas formas, junto a todo lo demás que me diste -sonrió-. Tendré que rebuscar en esa caja.

– ¿Qué más cosas guardas?

– Tonterías. Recuerdos de nuestra gran historia de amor. Hay un trozo de chicle que también me diste. Solía sacarlo de vez en cuando y tocarlo, porque sabía que había estado en tu bolsillo.

– Eso da un poco de miedo -comentó él en tono jocoso.

– Lo sé. Era una joven ingenua e impresionable. Todo significaba algo.

Subieron los escalones nevados y Caley se acercó a la ventana para escudriñar el interior.

– Parece igual que siempre.

Jake caminó hasta la segunda hilera de ventanas, se agachó y apartó una piedra bajo el alféizar. Debajo estaban las llaves.

– ¿Cómo sabías dónde estaban?

– Estuve aquí un verano, solo, y apareció el guarda. Vi de dónde sacaba las llaves, y desde entonces, pude entrar cada vez que quería -sonrió y agarró la mano de Caley para llevarla hacia la esquina-. Mira esto. Estos troncos fueron cortados a mano para que encajaran unos con otros. Durant siempre empleaba materiales del entorno.