– ¿Qué está pasando aquí?

– Sam y tú tenéis que hablar. Jake y yo pensamos que necesitabais un lugar tranquilo donde pudierais estar a solas.

– Tengo que tomar un avión -insistió Emma.

– Eso puede esperar.

– ¿Qué lugar es éste? ¿Una especie de casa encantada?

– No está tan mal como parece. Es muy tranquila y romántica -salió del coche y no le dejó a Emma otra opción que seguirla. En el porche, Jake le entregó la bolsa con la ropa interior.

– No pude resistirme a comprar el liguero -le dijo en voz baja.

Emma se unió a ellos y Caley le tendió la bolsa.

– Puede que necesites esto -le dijo. Su hermana miró el contenido y extrajo un picardías negro y unas braguitas, además de un liguero y unas medias negras.

– Creía que habías dicho que teníamos que hablar.

– Esto puede ayudar a la conversación.

– Hola, Emma -la saludó Sam.

– Hola, estúpido -masculló ella sin mirarlo siquiera.

– Regla número uno -dijo Jake-. Nada de insultos.

Echó a andar por el porche y les hizo un gesto a Sam y Emma para que lo siguieran. Rodearon la casa y bajaron por el camino hacia la cocina de verano.

– Muy bien. Ahora vais a quedaros aquí hasta que hayáis resuelto vuestras diferencias. Cuando hayáis tomado una decisión racional sobre vuestro futuro, podéis colocar una lámpara junto a la ventana y vendremos a por vosotros. Hay comida y leña en abundancia, y un cuarto de baño junto a la chimenea. Quiero que entréis ahí, os quitéis la ropa y los zapatos y lo dejéis todo en el porche. Os lo devolveré cuando sea hora de salir.

– ¿Qué? -preguntó Sam.

– No voy a darte mi ropa -declaró Emma.

– ¿De verdad crees que es necesario? -preguntó Caley.

– Sin ropa no podrán huir -explicó Jake-. A menos que quieran trotar descalzos por la nieve, no irán a ninguna parte.

– No voy a casarme con él -dijo Emma-. Aunque me encerréis de por vida, no cambiaré de opinión.

– No me casaría con ella ni aunque fuera la última mujer de la Tierra -replicó Sam.

– Estupendo -dijo Jake-. Si ésa es vuestra decisión final, habrá que respetarla. Pero al menos acabaréis como personas civilizadas. Nuestras familias han sido amigas durante muchos años, y no vais a romper esa relación por culpa de una pelea absurda. Los dos empezasteis esto, y si vais a acabarlo, tenéis que hacerlo bien. O salís de aquí como amigos o como novios. Vosotros decidís.

– ¿Dónde vamos a dormir? -preguntó Sam.

– Hay una cama con mantas y sábanas.

– Llamaré a alguien para que venga a por nosotros.

– No hay teléfono -dijo Jake-. Y esta mañana me diste tu móvil, ¿recuerdas? Caley se quedará con el móvil de Emma. Vais a tener que hablar entre vosotros, queráis o no. Caley y yo volveremos mañana por la mañana.

– No puedes hacerme esto -protestó Sam-. Se supone que estás de mi parte.

Jake se encogió de hombros.

– Sí. Puedo hacerlo.

– Caley, no puedes dejarme aquí -dijo Emma.

– Quizá deberíamos dejarles algo de ropa -sugirió Caley-. Sin abrigos, pantalones ni zapatos, no podrán escapar.

– Yo no estaría tan seguro -murmuró Sam-. ¿Qué pasará cuando el dueño descubra que nos habéis encerrado aquí? Os puedo denunciar por… por secuestro. O por… por…

– Conozco al dueño y no le importará -dijo Jake-. Y ahora, entrad ahí y empezad a desnudaros.

Emma y Sam entraron a regañadientes en la pequeña cabaña. Unos minutos más tarde, arrojaban al porche sus abrigos, pantalones y zapatos. Caley le sonrió con optimismo a Jake.

– No ha ido tan mal.

– Quizá deberíamos esperar un poco, para asegurarnos de que no se maten el uno al otro.

– Buena idea.

Jake la agarró de la mano y volvieron a la cabaña. Una vez en el interior, Caley la miró desde una perspectiva muy diferente, ahora que sabía que era el hogar de Jake. Podía imaginarse a sí misma en un cálido día de verano, con las ventanas abiertas para dejar entrar la brisa y el canto de los pájaros. Cerró los ojos y olió la fragancia que impregnaba el aire, decidida a grabarla en su memoria.

– Me encanta este sitio, y me cuesta imaginar cómo era hace años, sin televisión, sin electricidad y sin lanchas motoras. Tuvo que ser maravilloso vivir de esa manera, dejándose llevar por el ritmo natural de las cosas.

– Había pensado en devolver la casa a su estado original -dijo Jake, colocándose tras ella y abrazándola por la cintura. Su tacto le aceleró los latidos del corazón y se echó hacia atrás.

– ¿En serio? ¿Podrías vivir así?

– No renunciaría a la electricidad ni a las cañerías. Sería muy difícil vivir sin esas comodidades, especialmente en invierno. Tendría que pasarme el día cortando leña para no morirme de frío. Aunque no estaría mal poder prescindir de todo.

– Tal vez por un día. Pero me encanta una ducha caliente por la mañana.

Él apoyó la barbilla en su hombro.

– ¿Qué ha sido de tu afán aventurero? ¿No te has vuelto muy exigente?

Caley se giró en sus brazos.

– Me sigue gustando la aventura. Y en una ducha puedes hacer cosas que no podrías hacer en un lavabo.

Él gruñó suavemente, recordando cómo habían hecho el amor en la ducha.

– Sí, tienes razón. Pero bañarse desnudos en el lago también podría ser muy divertido.

– Bueno, ¿qué vamos a hacer aquí? Les hemos dejado a Sam y Emma la única cama disponible.

Jake la besó en el cuello.

– Pensaba subir al desván a buscar las puertas del solárium. O podríamos hacer algo más interesante. Hay que limpiar la grasa del fregadero. Y creo que hay un ratón muerto en el armario.

– Subamos al desván -dijo Caley.

– Puede que haya arañas. O murciélagos.

– Será una aventura -bromeó ella.

Jake agarró una linterna de la cocina y condujo a Caley al dormitorio del fondo. Allí abrió una puerta que daba a una escalera. Habían explorado cada palmo de aquella casa cuando eran niños, pero Caley no recordaba haber subido jamás al desván.

– ¿Has estado ahí arriba?

– Un par de veces -respondió él-. Ten cuidado. La escalera es muy empinada. Ve tú primero.

Caley miró los escalones y negó con la cabeza.

– Tú primero.

– Tú eres la aventurera.

– Es tu casa.

– Te doy cien dólares si vas tú primero.

Caley puso una mueca y escudriñó la oscuridad con ojos entornados.

– ¿Qué estás buscando?

– Puertas. Debería haber dos puertas en las entradas al solárium. Las puertas que hay ahora son nuevas, con cristales biselados. Quiero encontrar las originales ahí arriba.

El desván no tenía tan mal aspecto como Caley temía. Estaba cubierto de polvo, pero todo estaba ordenado y recogido.

– Me pregunto qué hay en esos baúles.

Jake se encogió de hombros.

– Seguramente algo espeluznante.

– ¿Como qué? ¿Un cadáver? -Caley se arrodilló en el suelo-. Alumbra esta cerradura.

– Las puertas no pueden estar ahí. Son demasiado grandes.

– Lo sé. Pero ¿no sientes curiosidad? Puede que sea algo interesante -la cerradura se abrió con facilidad-. Si hay un esqueleto ahí dentro, me voy a poner a gritar…

– Yo también.

Pero cuando Caley abrió el baúl, lo encontró lleno de cartas y tarjetas, libros y discos viejos. Sacó uno de los libros y lo hojeó.

– Es un diario.

Agarró un libro de mayor tamaño, lleno de fotografías. Se lo tendió a Jake y miró alrededor.

– ¿Hay un gramófono por aquí?

Jake examinó el desván con la linterna y localizó una silueta cubierta sobre una mesa.

– Creo que está ahí. ¿Podemos buscar ahora mis puertas?

– Esto es más interesante que tus puertas -dijo ella, y señaló la pared del fondo-. ¿Son ésas?

Jake sonrió.

– Eso creo. Vamos. Veamos si podemos llevarlas abajo.

– Olvídate de las puertas -dijo, rodeando el baúl-. Si agarras ese extremo, creo que podríamos bajarlo.

Transportaron el baúl hasta el hueco de la escalera, pero cuando empezaron a bajar por los empinados escalones, Caley perdió el agarre del asa y el baúl cayó sobre su pie.

– ¡Ay! El asa está muy desgastada. Bájalo arrastrándolo.

Jake deslizó el baúl por los escalones y volvió a subir junto a Caley.

– ¿Cómo estás?

– Me ha aplastado el pie -dijo ella con los ojos llenos de lágrimas.

Jake le examinó el pie con la linterna y maldijo en voz baja.

– Vamos. Creo que tengo un botiquín en la cocina.

La ayudó a bajar y la levantó en brazos para llevarla a la encimera de la cocina.

– Había olvidado lo torpe que puedes llegar a ser.

– No lo soy -protestó ella-. Soy muy elegante.

– Recuerdo aquella vez que te paseaste por el muelle con aquel vestido de flores y aquellos zapatos de tacón -le quitó la bota y la arrojó al suelo-. El tacón se te quedó atrapado entre las tablas y caíste al agua de bruces. Tuve que saltar a por ti.

– Creí que me moría de vergüenza. Quería seducirte con aquel vestido, y acabé haciendo el ridículo.

– Puede, pero con el vestido empapado la tela era casi transparente. Y no llevas sujetador…

Ella retiró el pie de la mano y se quitó el calcetín. La uña había empezado a ponerse morada.

– Bésalo -le dijo, meneando los dedos delante de él.

Jake sonrió. Volvió a agarrarle el pie y empezó a masajearlo lentamente.

– ¿Te gusta así?

– Sí, pero siempre he querido que me besaras los pies -dijo, retándolo a que lo hiciera.

Jake se arrodilló delante de ella y la besó en el tobillo, y Caley no tardó en darse cuenta de que el pequeño juego se había convertido en una seducción real. Él le besó los dedos uno a uno y le pasó la lengua por el empeine. Empezó a lamerle los dedos y Caley cerró los ojos y se echó hacia atrás. Ningún hombre le había hecho eso antes. Y nunca había sabido que el pie fuera una zona erógena.

– ¿Te gusta? -le preguntó él.

– Sí -murmuró ella.

– ¿Te alivia el dolor?

– Mucho.

Jake se levantó, le acarició el labio con el pulgar y se inclinó para besarla.

– ¿Hay algo más que te duela?

– ¿Estás intentando seducirme?

– Tal vez. ¿Quieres que te seduzca?

– Sí -respondió ella con una sonrisa-. ¿Ves qué fácil? Piensa en lo que podría haber pasado si me hubieras dicho que sí la primera vez que te lo pregunté.

– Estuve tentado de hacerlo -admitió él, besándola en la palma de la mano-. Muy tentado. Estabas muy hermosa aquella noche, con aquella blusa de encaje con flores azules en el cuello.

– ¿Cómo puedes acordarte?

– Me acuerdo de todo de aquella noche. Durante los cinco años siguientes, me sentaba en el mismo lugar y me preguntaba si alguna vez volvería a tener una oportunidad semejante… Hasta ese momento había pensado que siempre te tendría cerca, pero cuando al verano siguiente no volviste al lago, pensé que lo había echado todo a perder. Y ahora que vuelvo a tenerte, será muy difícil dejarte marchar.

Era lo más cerca que Jake había estado nunca de una declaración de amor. A Caley se le encogió dolorosamente el corazón. Cuando era joven, intentaba sacar un significado más profundo a todas las cosas que él le decía. Pero ahora no había duda. El único problema era que no estaba segura de lo que podía hacer ella al respecto.

– Tengo un saco de dormir en el coche -dijo él-. Podríamos ponerlo frente a la chimenea. Es casi tan cómodo como una cama.

– Magnífico -dijo ella, y respiró hondo cuando él salió de la cocina-. Yo tampoco voy a poder dejarte marchar -murmuró para sí misma.


Jake estaba de pie en la puerta del salón, mirando a Caley. Ella estaba sentada frente a la chimenea, con el cuerpo desnudo envuelto en el saco de dormir. Habían hecho el amor dos veces delante del fuego, la primera con una pasión frenética, y la segunda con mucha más dulzura y sensualidad.

Tenían el día para ellos solos, ahora que la boda estaba en suspenso. Jake se había sentido tan mal por el dedo lastimado de Caley que le había llevado el álbum de fotos y algunas cartas del baúl. A pesar de la química sexual que ardía entre ellos, aquella tarde habían compartido una conexión más emocional que física. Cada vez que la miraba, Jake se daba cuenta de lo especial que era. Lista, divertida, sensual… Tiempo atrás le había robado una parte de su corazón, y no estaba seguro de querer recuperarla. Con Caley era feliz.

– ¿Estás cómoda? -le preguntó.

Ella se giró y le sonrió, con sus hermosos rasgos iluminados por las llamas.

– Mucho. Ven y échale un vistazo a esto. He encontrado una foto de la cocina de verano.

Jake se acercó a ella y tomó la foto.

– Mira esos fogones. No me extraña que tuvieran que hacer la cocina en un edificio aparte. Una chispa y todo hubiera ardido hasta los cimientos -levantó la vista hacia el techo-. Debería instalar un sistema de aspersores por si acaso. No quiero que esta casa se queme antes de que pueda acabarla.