– Deberías enviar estas cosas a la familia -dijo ella.

– No creo que la antigua dueña supiera que se dejaba algo en el desván. Haré un inventario y veré lo que quiere recuperar.

– ¿Cuál es su nombre? ¿Arlene?

– Sí.

– He estado leyendo estas cartas. Son de un chico al que ella conoció en un baile de verano. Tuvieron una relación amorosa. Él era del pueblo y ella vivía en Chicago. Parece que se estuvieron escribiendo durante años -frunció el ceño-. Las últimas son de cuando él estuvo en la guerra. ¿Quedan más cartas en el baúl?


– Puedo ir a mirar.

– ¿Crees que murió?

– No -dijo Jake-. Seguramente haya más cartas en el baúl. Voy por ellas.

Volvió al dormitorio, contento de tener a Caley en casa. Se imaginaba a ambos pasando los veranos juntos. Todo sería mucho más interesante si ella formara parte de su vida. Se despertarían y dormirían juntos, y durante el día nadarían en el lago, prepararían la comida y harían el amor a la luz de la luna.

Rebuscó entre los papeles y encontró otro fajo de cartas, mucho más pequeño que los anteriores y atado con una cinta negra. Se lo llevó a Caley y se sentó a su lado.

– ¿Lo ves? Había más cartas.

Ella miró el paquetito y desató lentamente el nudo. Leyó la primera de las cartas y sacudió la cabeza.

– No -miró a Jake y él vio lágrimas en sus ojos-. Es de la madre del chico. Murió en Francia en 1944 -hojeó el resto de las cartas-. Todas son de su madre.

Jake la abrazó por los hombros.

– Tranquila. ¿Por qué lloras?

– No lo sé. Es muy triste. Estaban enamorados y perdieron su oportunidad para estar juntos.

Él la besó en la cabeza, incapaz de consolarla.

– Supongo que hay que apreciar el momento presente -murmuró.

Caley asintió y se frotó los ojos con el extremo del saco de dormir.

– Yo lo aprecio -dijo, mirándolo fijamente-. Lo aprecio de verdad.

Jake sonrió y le dio un beso en los labios.

– ¿Qué te parece si nos vestimos y te llevo al hotel para que puedas darte un baño caliente? Podemos pedir una pizza y pasarnos la noche viendo películas.

Caley guardó la carta en el sobre y volvió a atar la cinta. Él la hizo ponerse en pie y la ayudó a vestirse, secándole las lágrimas que seguían asomando a sus ojos.

Sabía que no ya no estaba llorando por las cartas. Pero no podía imaginarse el motivo. ¿Se había percatado Caley de que no les quedaba mucho tiempo por estar juntos? ¿Lamentaba tener que marcharse? ¿O habría algo más?

– Deberías ver cómo están Sam y Emma antes de que nos vayamos.

– Estarán bien -dijo Jake, tendiéndole el abrigo.

Ella se lo puso y miró a su alrededor.

– Me gusta este sitio, Jake. No importa cuánto pagaras por él, o cuánto te costará reformarlo. Ha merecido la pena.

Siguió a Jake en su coche hasta el pueblo y aparcaron en un pequeño restaurante italiano junto a la oficina de correos. Jake sobrevivía a base de pizzas cuando visitaba North Lake en invierno.

Mientras examinaban el menú, Jake miró a la camarera que estaba al fondo del local. Ella le sonrió y él la saludó con la mano.

– Hola, Jasmine -murmuró cuando ella se acercó.

– Jake -dijo ella con una radiante sonrisa-. Has vuelto al pueblo.

– Mi hermano va a casarse -explicó él, girándose hacia Caley-. Ésta es Caley Lambert. Mi hermano va casarse con su hermana, Emma. Ella es la dama de honor.

Jasmine asintió.

– Mucho gusto -dijo, dedicándole toda su atención a Jake-. ¿Por qué no me has llamado? Aún tengo tu chaqueta en mi casa. Y ese sacacorchos tan original. Deberías venir a recogerlos… con una botella de vino.

Jake había decidido renunciar a la chaqueta y el sacacorchos con tal de no tener que volver a Jasmine nunca más. Era una de las mujeres que resultaban formidables para una primera cita, pero que se iban haciendo más y más exigentes en los encuentros sucesivos. Jake había estado viéndola durante tres meses, y había decidido acabar con todo en cuanto ella empezó a hablar de niños y matrimonio.

Por desgracia, para Jasmine no había acabado del todo.

– ¿Qué quieres en la pizza? -le preguntó a Caley.

– Todo. Menos carne.

– Entonces no es todo.

– Todas las verduras.

– ¿Las aceitunas son verduras? ¿Y anchoas?

– Nada de anchoas… eso es pescado. Aceitunas verdes y negras, pimientos verdes y asados, champiñones y espinacas.

Jake arrugó la nariz y le repitió la lista a Jasmine.

– Y otra pizza con champiñones y pepperoni.

– ¿Para tomar aquí? -preguntó Jasmine.

– ¿Puedes hacer que nos las envíen?

La sonrisa de Jasmine se esfumó.

– Claro. ¿Adónde?

– Al Northlake Inn. Habitación 312 -dijo Jake. Sacó su cartera y pagó la cuenta, añadiendo una generosa propina. Al dirigirse hacia la salida pudo sentir los ojos de Jasmine fijos en ellos. Pero no le importaba. Ahora estaba con Caley.

– Así que salisteis juntos…

– El verano pasado. Y también durante el otoño. Pero ella vive aquí y yo en Chicago, así que no nos veíamos mucho.

– Es muy guapa -dijo Caley.

– Prefiero verte a ti -respondió él con una sonrisa.

– Pero yo no vivo aquí.

– Puede que tengamos que encontrar una solución a eso -sugirió Jake. Sabía que se estaba arriesgando, pero era hora de que Caley supiera en qué punto se encontraban. Su atracción por ella era demasiado fuerte y tenía que saber si ella sentía lo mismo.

– Jake, los dos sabemos cómo acabará. Mi trabajo está en Nueva York y hay mucha gente que depende de mí. No puedo trasladarme aquí. Si lo hiciera, perdería todo lo que me ha costado tanto conseguir.

– Lo sé -dijo él, asintiendo. Bajó la mirada a la mano de Caley, tan pequeña y delicada comparada con la suya.

Ahora lo sabía. Desde el principio, había sospechado que Caley elegiría seguir viviendo en Nueva York. Pero en los últimos días había empezado a imaginarse un futuro en común. ¿Por qué tenía que ser ella la que se mudara? Él podía trabajar en Nueva York igual que en Chicago.

Pero no se atrevería a sugerirlo hasta que supiera con certeza qué futuro los aguardaba.

– ¿Por qué no vuelves al hotel, mientras yo voy a por vino y cerveza? Nos veremos allí.

Mientras la veía alejarse, sintió cómo crecía la distancia entre ellos… física y emocionalmente. Caley había empezado a retirarse, como si se estuviera preparando para la despedida. Siempre lo hacía cuando se sentía dolida o temerosa de sus sentimientos hacia él. En esos casos, siempre había optado por la defensa en lugar del ataque, alejándose de él antes que admitir que sentía algo más.

Pero esa vez, Jake vio su retirada como una buena señal. Caley estaba luchando contra sus propios sentimientos, y eso significaba que sentía algo. No era mucho para seguir adelante, pero sí lo suficiente.


Caley masticaba un trozo de pizza mientras cambiaba de un canal a otro. Se detuvo en una reposición de Star Trek y frunció el ceño. No veía mucha televisión y no podía creer que aún emitieran una serie con más de quince años.

– ¿Recuerdas cómo me obligabas a ver esta serie? La odiaba.

– Te encantaba esta serie -replicó Jake, abriendo una lata de cerveza.

– Te equivocas. No me enteraba de nada. Y el capitán Picard es un calvo pelón.

– Entonces, ¿por qué venías a verla conmigo todos los días?

Caley agarró un trozo de champiñón y se lo arrojó.

– ¿Tú qué crees? Porque tenía la esperanza de que algún día te abalanzaras sobre mí para besarme -tomó otro bocado de pizza-. Tenía una imaginación desbocada.

– ¿Nos imaginaste juntos alguna vez? -le preguntó Jake.

– Siempre.

– No. Quiero decir juntos para siempre.

Caley llevaba toda la tarde sintiendo la tensión de Jake. Era obvio que quería hacerle algunas preguntas embarazosas, pero ella había intentado mantener una conversación relajada y distendida. En el fondo, se sentía tan confusa como el día de su llegada. Pero la confusión actual obedecía a otros factores.

En los últimos días, se había dado cuenta de que Jeff Winslow tenía razón. Vivir en un pueblo pequeño tenía su encanto. En ningún momento había echado de menos el estrés laboral. Los ataques de pánico habían desaparecido y finalmente podía dormir sin despertarse en mitad de la noche empapada de sudor, preguntándose qué había olvidado hacer en el trabajo. Sólo se acordaba de sus agobios cuando sonaba su teléfono móvil. Respondía a la serenata de Mozart como el perro de Pavlov. Lo había vuelto a configurar para ver si una nueva melodía la afectaba menos, pero no servía de nada. En cuanto veía el número de la oficina en el identificador de llamada volvían a invadirla los nervios y los mareos.

Había sido muy feliz con Jake y no quería que se acabara, pero sabía que no había ningún futuro para ellos. Vivían en ciudades distintas, separados por más de mil kilómetros. Parecía una distancia muy larga, aunque sólo eran unas pocas horas en avión. Ella iba a Los Angeles al menos una vez al mes, y no le suponía el menor esfuerzo.

En realidad, si quisiera ver a Jake, podría llamarlo al mediodía y estar en Chicago para la hora de la cena. Era una posibilidad al alcance de la mano, y Caley pensaba cada vez más en lo que podría ser en vez de lo que podría haber sido.

– Debería ir a ver a Sam y Emma -dijo Jake-. ¿Quieres quedarte aquí o venir conmigo?

– Voy contigo. Quiero ver cómo está Emma. Me siento un poco culpable por haberla dejado allí sola. Está con Sam, de acuerdo, pero debe de estar muy furiosa.

Dejó la caja de la pizza en la mesa junto a la ventana y se volvió hacia Jake, que estaba tendido en la cama, descalzo y desnudo de cintura para arriba. Parecía sentirse muy cómodo, como si siempre hubieran estado juntos y aquélla fuese una noche cualquiera.

– ¿Qué? -preguntó él, mirándola.

– Nada -se puso el jersey sobre la cabeza y volvió a mirarlo. Entonces atravesó lentamente la habitación y le pasó la mano por el pelo-. Me gusta estar así contigo. No todo tiene que ser sexo y pasión… aunque eso también me gusta.

– ¿Quieres sexo y pasión? -le preguntó él-. Por mí estupendo…

– No. Quiero decir, me encanta cuando estamos… ya sabes.

– Sí, lo sé.

– Pero esto también es muy agradable. Nunca había estado así con un hombre. Podemos estar juntos sin presión alguna.

– Ahora empiezas a hacerme sentir mal -bromeó Jake-. No quiero ser aburrido…

– No lo eres.

Jake se levantó y se puso la camisa.

– Tienes razón. No lo soy. Y voy a demostrártelo en seguida. Vamos a salir.

– No vamos a tener sexo en un lugar público -le advirtió Caley.

– No, eso lo reservaremos para más tarde. Vamos a buscar un poco de diversión rural.

Cinco minutos después, se dirigían hacia el coche de Jake. La temperatura había descendido bastante y Caley se echó la capucha sobre la cabeza. Jake subió al máximo la calefacción del vehículo y tomaron Lake Street en dirección al embarcadero.

– ¿Vamos a ver las carreras submarinas? -preguntó ella.

– No. Vamos a conducir sobre el hielo.

Caley sintió una punzada de pánico.

– ¿En este coche? ¡Oh, no!

– No te preocupes. La capa de hielo es muy gruesa en esta época del año. Sólo tendremos que tener cuidado con los agujeros para la pesca en el hielo.

Soltó un grito de horror cuando los neumáticos del todoterreno tocaron la superficie del lago, temiendo que la capa de hielo se resquebrajara bajo su peso.

– ¿Estás seguro de que estamos a salvo?

Jake se volvió hacia ella.

– Nunca haría nada que te pusiera en peligro -no era la primera vez que le decía algo así, pero Caley nunca se había dado cuenta de lo profundo que podía ser su significado-. Bueno. Ya te enseñé a conducir, y ahora voy a enseñarte a derrapar, como manda la tradición. Todos los conductores del instituto tienen que saber hacerlo. Primero, quita la tracción a las cuatro ruedas. Segundo, asegúrate de que tu cinturón está abrochado. Tercero, no gires el volante cuando el coche esté derrapando. ¿Entendido?

– No quiero hacer esto -dijo ella.

– Será divertido -le aseguró Jake. Pisó el acelerador y el coche salió disparado. Un momento después, giró bruscamente y empezaron a dar vueltas sobre el hielo. Caley chilló, aferrándose a la palanca de la puerta. Al principio tenía miedo de que fueran a hundirse en el agua, pero poco a poco descubrió que el miedo era muy estimulante.

Cuando Jake detuvo finalmente el coche en medio del lago, ella estaba sin aliento y con el corazón desbocado.

– Ha sido increíble. Casi mejor que el sexo.

Jake puso la palanca de cambio en punto muerto y se abalanzó sobre Caley, presionándola contra la puerta.

– Podríamos hacer una comparación ahora mismo… Un pequeño experimento.